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Maneras de vivir
Columna
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580.000 analfabetos

A nadie se le ocurrió enseñarla a escribir: qué vergüenza como sociedad. Rosario ha sobrevivido ocultando su analfabetismo

Analfabetos
Rosario (con camiseta rosa), que está aprendiendo a escribir y a leer, en el Centro de Educación de Personas Adultas Entrevías, en Madrid.ALEX ONCIU
Rosa Montero

Hace poco leí un reportaje magistral de Jacobo García en EL PAÍS. Se titula Rosario o cómo sobrevivir al analfabetismo, y son varias charlas con una mujer extremeña, Rosario, que es analfabeta absoluta. Mejor dicho, ya no lo es del todo, porque a sus 66 años (maldita sea, ¡pero si es más joven que yo!) está aprendiendo a leer y a escribir. Qué portentoso descubrimiento, qué viaje colosal el que ha emprendido esta mujer; ser capaz de unir e interpretar las letras es poder entrar en una profunda red de significados, en un mundo que te habla estruendosamente. El silencio textual del analfabetismo debe de ser algo muy parecido a una sordera social.

El reportaje de Jacobo García ha estado retumbando dentro de mi cabeza desde que lo leí. Porque gracias a él supe que en España aún existen 580.000 personas totalmente analfabetas, es decir, incapaces de leer el cartel de una calle o el nombre de las paradas del metro. Casi dos tercios son mujeres, una proporción semejante a la del analfabetismo mundial: de los 773 millones que hay en el planeta, ellas suman casi 500 millones.

Pero volvamos a nuestros 580.000 analfabetos, cifra que se me antoja tremendamente abultada. Escuece pensar que en este país del primer mundo seguimos arrastrando esos abismos, ¿no es así? A mí el analfabetismo total me parecía un problema superado en nuestra sociedad, un mal tan obsoleto como la peste bubónica. Hace algo más de 40 años, en los últimos setenta y primeros ochenta, acudí a varios encuentros organizados por los círculos de alfabetización, en especial en Andalucía y Extremadura, donde el analfabetismo de aquella época rozaba el 10%. Eran hombres y sobre todo mujeres de edad, gente guerrera y formidable, supervivientes de épocas muy duras. Recuerdo lo emocionantes y exigentes que eran para mí aquellas charlas, porque se trataba de personas inteligentes, maduras y complejas con las que, sin embargo, resultaba difícil comunicarse. Era como si habláramos idiomas distintos. Y es que ser analfabeto es vivir en un mundo paralelo.

Con el tiempo dejaron de llamarme para aquellos encuentros y deduje que esa lacra educativa se había ido acabando. Y es verdad que hemos mejorado mucho. En 1950 había en España un 17% de analfabetos; en 1970, un 9% (aunque en zonas como Andalucía y Extremadura el porcentaje era mayor). Hoy hay menos del 1,5%. Según la Unesco, se considera que un país está libre de analfabetismo cuando el 96% de la población mayor de 15 años está alfabetizada. Así que digamos que, para los parámetros internacionales que se manejan, nos movemos en una zona respetable. Pero ¿acaso puede considerarse respetable cualquier porcentaje de analfabetismo, por pequeño que sea? Porque en España esa cifra aparentemente mínima se traduce, como ya he dicho, en más de medio millón de personas. Una cantidad exorbitante e inadmisible.

El texto de EL PAÍS cuenta de qué polvos de profunda y arraigada precariedad vienen estos lodos. Hija de un guardia civil, nacida en un pueblecito extremeño y menor de nueve hermanos, de pequeña Rosario trabajaba recogiendo algodón, con los dedos ensangrentados por los pinchos de la planta (llora cuando lo recuerda en el reportaje). A los 10 años la metieron en un convento de monjas que le daban cama y comida a cambio de limpiar y que a los 12 años la entregaron como criada a una familia de Badajoz. Y a nadie se le ocurrió enseñarla a escribir: qué vergüenza como sociedad y qué fracaso. Rosario ha sobrevivido en este mundo enemigo ocultando su analfabetismo y desarrollando trucos adaptativos: memorizar los árboles y las tiendas para saber las calles, marcar rayas en un papel para calcular por cuál estación de metro iba, cosas así. Administrativos canallas le han tirado despectivamente formularios a la cara porque no era capaz de descifrarlos, y su segundo marido le hizo firmar un papel que no podía leer y le robó. Esto es muy habitual en los analfabetos: las estafas, los desprecios, los abusos; en 2019, por ejemplo, los jueces liberaron a Antonia, otra mujer extremeña y analfabeta, de un cargo de 1.200 euros que su banco le había metido desfachatadamente (leído en el diario Sur). Qué descomunal indefensión esa ceguera al significado de las letras. Tan despojados de todo poder están, tan fuera de la visibilidad y del sistema, que incluso ignoramos su existencia.

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