Esperando el fuego: los bomberos forestales se preparan para un verano que “pinta mal”
Los incendios son cada vez más extensos e ingobernables. Y la sequía lo empeora todo. Los profesionales aguardan en bases como la de Cártama, en Málaga, con la memoria reciente del fuego de Sierra Bermeja
Este año de veranos adelantados y sequía extrema, los incendios van a ser muchos, grandes y peligrosos. Todo el mundo lo sabe. Ellos, los bomberos forestales, también. El campo (“el monte”, como dicen ellos) presenta unos índices tales de falta de humedad que la vegetación se ha convertido en una pira sedienta dispuesta a arder a la primera oportunidad. Todo el mundo es consciente. Ellos también. Ellos son, por ejemplo, Agustín Narváez, Paco Cantero o Carlos Sández, tipos cuyo trabajo consistirá, el día que toque, en dirigirse hacia el fuego cuando todo el mundo corra en dirección contraria.
En su base de Cártama (Málaga), estos tres bomberos aguardan junto al resto de su brigada, compuesta por 12 hombres, a que la emisora —o, en estos tiempos, el móvil de cualquiera— les dé el aviso de que hay que salir a toda prisa. Todos tienen en las taquillas el equipo preparado: una mochila cargada con herramientas, agua, linternas, una barrita energética o bolsitas de frutos secos por si el de los bocadillos se retrasa, recambios para las motosierras, una muda por si hay que dormir fuera… Cantero, el jefe de grupo, incluye, además, tres transmisores y varias baterías para no quedarse jamás sin energía allá arriba. El helicóptero que los transportará hasta el incendio —hacia cualquier incendio de Andalucía— también se encuentra preparado en su pista de despegue, listo para arrancar en cualquier momento. Los avisos llegan desde el cuartel general de Sevilla, desde los vigilantes forestales que hay apostados en torretas dentro del monte o desde los móviles de vecinos o automovilistas. Desde que suena el aviso hasta que empieza a volar con los 12 hombres dentro no deberán transcurrir más de 15 minutos. Las brigadas helitransportadas como la de Cantero constituyen la tropa de élite del ejército andaluz de bomberos forestales, compuesto por más de 4.500 efectivos. Por eso no se pierden una y se les destina a los lugares más inaccesibles y más dañinos. Hoy, un antiguo compañero que ahora milita en otra base menos activa ha aprovechado su día de descanso para venir a visitarlos. Dice que se aburre.
Al pensar en ellos, no hay que imaginar a guaperas de 1,90 con papeletas para figurar como modelos en un calendario. Agustín Narváez tiene 52 años y es bajito, fortachón, renegrido y moreno. Carlos Sández tiene 55 y es más delgado. Paco Cantero es el más joven, con 47 años. Nacieron en los pueblos de los alrededores de Málaga y conocen el campo de toda la vida. Son, sobre todo, resistentes, silenciosos, fuertes, con una capacidad inaudita de aguante, características necesarias para plantar cara a un incendio en una montaña y ahogarlo. Porque aquí no se trata de subir corriendo 10 pisos de un edificio en llamas y volver a bajarlos a la misma velocidad con la princesa en brazos. Aquí se trata de aislar el fuego a base de aproximarse una y otra vez por los flancos, de cortarle durante horas el avance robándole el combustible (ramas, maleza y pasto), todo al sol, a la temperatura ambiente de 40 °C o 45 °C o más. La teoría es difícil. En la práctica es mucho peor.
Todos visten esta tarde de espera la misma camiseta verde del Infoca (plan de lucha contra los incendios forestales de la comunidad autónoma de Andalucía), los mismos pantalones verde oliva, las mismas botas de montaña hechas a mil desniveles. Cobran, de media, 1.600 euros al mes. En cierto modo, lo del calendario no les vendría mal. Hasta el 15 de abril se ocupaban también de ciertas tareas preventivas en los montes cercanos. Pero, dado el pavoroso nivel de combustión de la masa forestal, del ascenso temprano de las temperaturas y de, en fin, la negra perspectiva que se cierne sobre el campo este año, el mando del Infoca ha adelantado el nivel medio de peligrosidad y ha ordenado acuartelar ya a la mayoría de los retenes y brigadas para poder ponerlos en marcha ante cualquier urgencia. Que llegará antes o después. Lo de Andalucía no es una excepción: todas las comunidades autónomas han adelantado los planes de extinción de incendios.
Juan Sánchez, el director del Centro Operativo Regional del Infoca, es decir, el mando técnico superior de todo el plan antiincendios de Andalucía, coincide con todo el mundo: “El año pinta mal”. En su sede de Sevilla, al lado de una mesa recubierta de arena muy fina en la que representan, durante un incendio grave, los relieves en miniatura de las montañas y las laderas afectadas, lo explica: “Ha sido el abril más seco, el estrés hídrico de las plantas es evidente, la campaña se ha adelantado. Pero ya veremos”. Y añade algo aún más perturbador: en los últimos años son cada vez más frecuentes los incendios denominados convectivos, un tipo de incendio particularmente destructor, agresivo e ingobernable, muy peligroso, que se autoalimenta de las propias corrientes de aire que genera, creando un microclima para su uso exclusivo, como si fuera una descomunal chimenea móvil y descontrolada. Produce una gran columna de humo, gases y partículas incandescentes llamada pirocúmulo, que al llegar a un punto alto de la atmósfera se condensa por el frío y se desintegra como si fuera una bomba, esparciendo fuego y material incendiario por todos los alrededores, arrasando con lo que encuentra a su paso. Hay científicos que mantienen que el incremento de este tipo de fuegos, denominados también de sexta generación, obedece al cambio climático y auguran que cada vez serán más numerosos.
Sánchez, cauto pero realista, replica que no hay aún datos estadísticos suficientes como para deducir eso (lo que no quiere decir que no sea cierto), pero agrega algo sobre lo que no alberga dudas: “Cada vez tenemos incendios más graves porque, independientemente del cambio climático, el monte, cada vez más descuidado, tiene más combustible que quemar”. La memoria de la Fiscalía de Medio Ambiente del año pasado corrobora la afirmación de Sánchez. En 2022 se triplicó el número de grandes incendios forestales, de más de 500 hectáreas. La media en la última década ha sido de 21. En 2022 se registraron 57. Nada indica que este año no vaya a ser aún peor. Por lo pronto, en lo que va de 2023, contando con los incendios de Cataluña, Aragón, Asturias, Comunidad Valenciana y Cantabria, ya han ardido más de 40.000 hectáreas, más que en ningún otro año desde hace una década.
La noche del 8 de septiembre de 2021, en Sierra Bermeja, al norte de Estepona, en Málaga, se desató uno de estos incendios explosivos, impulsado por la particular orografía de la zona —escarpada, difícil y pedregosa— y la confluencia de unos vientos fatales y de un ascenso de temperatura. Duró una semana. Mató a un bombero llegado de Almería. Movilizó a más de 1.000 efectivos, entre bomberos y soldados de la Unidad Militar de Emergencias (UME), y más de 50 aeronaves, entre helicópteros y avionetas. Carbonizó 10.000 hectáreas, obligó a desalojar a 3.000 vecinos y solo pudo ser derrotado cuando, la noche del 14 de septiembre, empezó milagrosamente a llover.
Allí, en el puesto de mando avanzado, se encontraba Juan Sánchez, que en una charla con un grupo de periodistas llegó a calificar lo que tenía a sus espaldas así: “Es el incendio más complejo que hemos conocido en los últimos tiempos”. Incidió también en la urgente necesidad de no dejar descuidado el monte, en no permitir que acumule combustible. El pirocúmulo que formaba el incendio se veía desde Ceuta, a más de 100 kilómetros de distancia.
Y allí, dentro del infierno, estaba la brigada de Paco Cantero. El helicóptero, como siempre, los había depositado en un lugar inaccesible para el resto. Trabajaban como de costumbre: Agustín Narváez y Carlos Sández abrían paso con las motosierras, otro miembro de la brigada separaba las ramas cortadas y los demás, con azadas, se apresuraban a abrir cortafuegos para atajar el incendio por los flancos. Casi nunca utilizan agua. Cantero, con sus tres radioescuchas, daba órdenes sin perder de vista nunca a su equipo y sin perderle tampoco la cara al fuego. “El paisaje era muy feo, muy tendido, muy montañoso; a veces teníamos que escalar con una mano llevando en la otra la motosierra”, recuerda Sández. “Hay que ir cortando con la motosierra con cuidado de vigilar el fuego para no quemarte, de no cortarte, de no cortar a los demás, de estar atento por si hay que salir de allí, con cuidado de no caerte”, añade. El segundo día, cuando ya se habían enterado de la muerte del compañero de Almería, una piedra del tamaño de un coche se desprendió del terreno debido a que las raíces que la sujetaban habían ardido (algo muy común en los grandes incendios) y rodó ladera abajo en dirección a la brigada. “Las piedras que te caen encima no las ves: las oyes”, cuenta Sández. Eso le pasó a Agustín, que oyó lo suficiente como para apartarse y esquivar la mole de piedra, pero no tuvo tiempo de evitar que le diera de costado, tirándole al suelo del empellón. Quedó inconsciente. No se enteró de cómo le subían en una camilla a un helicóptero, de cómo le trasladaban a un hospital. Solo horas después, cuando despertó en la habitación, se dio cuenta de que en la cama de al lado estaba su compañero y amigo del alma Carlos Sández, también herido, pero de otra cosa: horas después de lo de la piedra, el piloto de una avioneta, al arrojar 2.500 litros de agua para enfriar la zona, no pudo calcular bien y parte del golpe de agua (una cantidad de agua así puede abatir un pino de buen tamaño) le embistió a Sández mientras trabajaba con su motosierra. Perdió la respiración durante unos instantes, notó ya en el suelo que se le había partido una costilla.
Hubo días de jornadas de 10 horas, en los que bebieron hasta ocho litros de agua para evitar deshidratarse en aquella descomunal parrilla. Hubo otros en que tuvieron que abandonar a toda prisa el lugar en el que se encontraban porque una de esas nubes verticales compuestas de material incandescente pendía sobre ellos con la amenaza de desplomarse encima y devorarlos. Cantero dio la orden de salir de allí y colocarse en un lugar más seguro. Pero sin correr. “Nunca se corre. Se avanza deprisa, se retrocede deprisa, pero sin correr, sin perder de vista a tu compañero en la fila india, sin que tu compañero de atrás te pierda de vista a ti”.
Cantero es ingeniero de montes. A los 26 años le surgió la oportunidad de incorporarse al Infoca. Confiesa que su trabajo le apasiona. Y lo que más teme es perder de vista a su equipo en medio de un fuego descontrolado, no saber dónde anda. Agustín Narváez es bombero forestal desde hace 30 años. Empezó con 22. “Me gustaba más el monte que la obra”, resume, sin dar más explicaciones. A los 20 días de que le cayera la piedra encima estaba andando de nuevo. Carlos Sández procede del ejército. Fue paracaidista. Reconoce que, como en el ámbito militar, muchas veces acabas luchando solo por tus compañeros. “Al final, tiras de ti mismo porque ves que el que está al lado está tan agotado como tú y tira para adelante. Cuando te dices que ya no puedes más es cuando empiezas a trabajar de verdad. Yo diría que esto, más que un trabajo, es una forma de vida”. Comentan que cada incendio es un mundo, que hay que atacarlo de una forma diferente. Cantero reflexiona y añade: “Un incendio es un caos al que pretendemos poner orden”.
Que el monte no sea un inmenso montón de yesca lista para prender de forma explosiva a la primera de cambio no es fácil en el siglo XXI. A pesar de todos los incendios que se producen cada año, la masa forestal española crece sin parar. Los cultivos abandonados por la despoblación se convierten en rastrojos, en maleza, muchas veces seca; las trochas y sendas que décadas atrás eran transitables y que servían de vía de paso para agricultores y gentes de campo están inutilizadas y con el tiempo se vuelven parte del bosque. No hay quien recoja la leña muerta. Nadie la quiere. Pueblos que antes estaban rodeados de huertas ven ahora cómo el monte se asoma casi hasta la plaza mayor. La España vacía es también el monte vacío, y el monte vacío —y seco— se convierte en el combustible perfecto para un incendio.
Por eso, en Huelva, en un extenso pinar del término municipal de Aljaraque, el pastor Patricio Pardo obliga a su rebaño de cabras y ovejas a pasar casi cada día por el mismo cortafuegos. Las obliga porque las cabras tiran más al monte que a un cortafuegos pelado y romo, poco apetecible, sin mucha hierba ni pasto. Pero Pardo ha llegado a un acuerdo con el Infoca. A cambio de 3.000 euros al año, sus ovejas y sus cabras pastan por el cortafuegos y lo pisotean cada mañana a fin de tenerlo a punto por si se desata un incendio en la zona. A él le viene bien porque los corderos, según cuenta, no suben de precio y el pienso cada vez está más caro. Y el Infoca consigue algo necesario que, de no hacerlo las ovejas-bombero de Pardo, deberían más pronto o más tarde hacerlo los bomberos humanos. Tampoco sería necesario si hubiera muchos más pastores y varios rebaños se disputaran el pasto del pinar. Pero Patricio, de 60 años, que se entretiene muchas mañanas aburridas jugando a jueguecitos con el móvil, explica que ya nadie en el pueblo quiere ser pastor. Por eso los profesionales del Infoca han reclutado ya a más de 160 en Andalucía para que les ayuden.
Hace falta tener los cortafuegos a punto. También hay que desbrozar las zonas estratégicas antes de acuartelarse definitivamente en las bases. Hace falta asimismo mantener los caminos forestales despejados, con las cunetas limpias de ramaje y maleza, de árboles que entorpezcan el paso. Hay que preservar a toda costa los carriles que avanzan en medio del bosque sin nada que estorbe el paso de los coches o los camiones bomba, a fin de que puedan acceder a los puntos clave cuando llegue el momento. A eso se dedican, estos últimos días de abril, los retenes de Colmenar (Málaga). Israel Sagüés, de 52 años, ingeniero de montes, jefe de la base, está obsesionado con despejar todas las vías de acceso al territorio boscoso que le han asignado. Sabe —como todo el mundo— que se augura una temporada mala. Lo dice a la manera de los ingenieros y de los especialistas forestales: “El combustible, por la sequía, está más dispuesto a arder. Hay mucho combustible muerto. Y el combustible vivo está muy seco… Y eso es lo que hace que se desate un gran incendio”. Luego añade, ya con menos retórica: “Eso es lo que nos puede pasar este verano, bueno, lo que nos va a pasar”.
Como penúltima acción preventiva, ordena a una brigada que desbroce un área de barbacoas en los Montes de Málaga, a una veintena de kilómetros de la capital. Allí es probable que se origine un incendio en las próximas semanas y de esta forma se minimizan sus efectos. Sagüés no quiere ni pensar en enfrentarse a unos montes en llamas atestados de ciclistas o de malagueños que han subido al merendero a pasar el día. Uno de los veteranos de esta brigada, Francisco Estremera, de 60 años, con más de 40 de experiencia, asiente cuando alguien de su equipo comenta con cierto temor que el verano viene mal dado. Pero luego se señala la mano: “Todo depende del tipo del mechero. Si no lo saca y lo deja guardadito en el bolsillo, no pasará nada”. Es cierto: el 63% de los incendios registrados el año pasado son consecuencia de negligencias, según la memoria de la Fiscalía de Medio Ambiente. Solo el 25% son intencionados. El resto obedecen a causas naturales, rayos principalmente.
Tras examinar el trabajo de la brigada alrededor de las barbacoas, Sagüés se dirige hacia otro punto delicado. Por el camino forestal, mientras conduce, memoriza las ramas de los pinos del borde de la trocha que encuentra en mal sitio y que considera que hay que podar, los árboles que estorban, la maleza amenazante que de pronto ha brotado en un tramo del carril. Luego llega a la boca del manantial subterráneo que alimenta la balsa de agua que, situada unos 200 metros más abajo de la ladera, utilizarán el helicóptero o la avioneta para abastecerse en caso de que sea necesario atacar el incendio desde el aire. Dos empleados especiales se ocupan de mantener la puerta de acceso al manantial en buenas condiciones, de desbrozar los alrededores, de controlar las tuberías que conectan con la balsa. Uno se llama Miguel García Berrocal, tiene 63 años y lleva toda la vida apagando incendios. En su pueblo, Ardales, de 2.500 habitantes, le llaman Chuck Norris porque hubo un tiempo en que se pareció a él. La segunda es Paqui Aguilar, tiene 60 años y empezó a trabajar para el Infoca a los 17, vigilando desde una torreta junto a sus padres. Cuando hayan terminado de comprobar que el manantial está preparado, que la balsa de agua se encuentra abastecida, que todo está bien, Miguel y Paqui se olvidarán también de las tareas preventivas hasta el año que viene y se apostarán ya cada uno en una torreta de vigilancia. Desde allí mirarán cada día al pedazo de monte que les corresponde (“a estos pinos que han crecido al mismo tiempo que yo”, dice Paqui). Y, cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, avisarán a la base de Colmenar, o al propio móvil de Sagüés, y le informarán, sin correr ni precipitarse, de que el incendio feo que todos esperan ya está aquí.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.