La última cena de Marta D. Riezu: “Es un signo de amor abrir tu casa a los otros”
La autora de ‘Agua y jabón’ fantasea con una serie de comidas ante el fin del mundo. La más importante, la última, a la que están convocados todos los animales que han pasado por su vida
Il Giardinetto no debe su singularidad a sus méritos gastronómicos ni a su coctelería, y quien haya sido arrastrado a las tertulias de su barra alguna madrugada sabe también que tampoco se lo debe a su programación musical. Su indiscutible encanto es difícil de definir, con sus columnas de motivos vegetales, un trampantojo de fronda verde que engulle la barra y las escaleras, sus espejos en forma de palmera y sus sillas de jardín, resulta un restaurante de otra época y de otro lugar, aunque uno no sabe muy bien ni de qué época ni de qué otro lugar se trataría. Baste decir que está fuera del tiempo y que tiene un punto de excentricidad muy contenido, algo que también podría decirse de la escritora Marta D. Riezu (Terrassa, 43 años), que ha escogido este lugar para ser retratada, pues de algún modo es evidente que rima con ella.
El lector ha de saber que entrevistar a Riezu no es tarea fácil, ya me dijo una vez que no hablaba en podcasts ni en radio, que solo concedía entrevistas por escrito y que prefería enviarnos una foto a que se la hiciéramos. No es que sea huraña, sino que es más bien prudente. Se diría que a la autora de Agua y jabón (Anagrama) le gusta escoger sus palabras con el mismo cuidado que si se fuera a vestir con ellas. De hecho, al pedirle un par de líneas con la receta del sencillo plato que pediría para su última cena, me envía un par de folios que guardo como un tesoro, seguramente con la esperanza de que tome el atajo del copia-y-pega, para resolver este asunto seguramente mejor de lo que yo pueda ofrecerles.
Se ha leído las entrevistas anteriores, viene preparada, sabe que le voy a preguntar cómo sería su última cena y que, en realidad, esto no es más que una fórmula para hacer un retrato emocional que permita esclarecer la intimidad de una persona. En su fantasía, nos cuenta, el motivo de esta cena final no es porque se vaya a morir de alguna enfermedad o por alguna condena, sino que prefiere pensar que estamos ante el mismísimo fin del mundo. Aquí mueren todos al día siguiente, así que hay que organizar bien la agenda del último día, quedar pronto con los amigos para que luego queden liberados y atiendan otros compromisos en un día tan señalado.
“Haría muchas cenas, yo puedo cenar cuarenta veces si hace falta y el fin del mundo empieza por la mañana, así que hay tiempo para unas cuantas. Nunca me ha gustado mezclar mucho a los amigos, si luego dos se caen mal pienso que es mi culpa. Creo que es mucho más sano separar a los amigos porque hay muchas dinámicas y así puedo tener atención plena con los que estoy”, dice. Su primera última cena sería con amigos, luego haría una segunda última cena con la familia, ambas para dar las gracias, pero sin decir tampoco mucho, no son muy de alardes sentimentales, explica: “Todos nos entendemos, sabemos con muy poco lo que queremos decir”. Y tras estas cenas viene la más importante, que es la última cena de entre tantas cenas últimas, y sería una verdaderamente íntima, ella sola con todos los muchos animales que ha tenido a lo largo de la vida. “Sería una cena en silencio, porque yo soy muy solitaria, y como el final sería la hora más triste, me quedaría con los animalillos, que hacen mucha compañía y les puedes hablar sin pena”. Me cuesta entender cómo una cena con graznidos, trinos y ladridos puede ser una cena en silencio, pero es cierto que quizás el silencio no sea sino la ausencia de palabras.
¿Qué animales, pues, están llamados a esta despedida de la existencia? “Los tres perros que tuvimos en la familia, que llegaron uno tras la muerte del otro, así que nunca los he visto juntos y me encantaría, eran muy maleducados y antipáticos los tres, pero a mí me encantaban y creo que se llevarían bien”. El primero es anterior a sus recuerdos, era muy peludo y no sabe qué raza era, el otro era un fox terrier —”que fue el mío más mío”—, y el siguiente era un bichón maltés. “Es una cursilada de perro y, aunque también fue mío, era más de mi padre”.
Después vienen las aves, son multitud. “Por eso nunca hemos tenido gatos, se las comen”. Por su casa pasaron loros, cacatúas, carolinas, periquitos, canarios, pero también caracoles gigantes de Sudáfrica y tortugas. Las aves son lo que más le gustaron, asegura. Yo le cuento que siempre he pensado que las aves son la unión perfecta del color con la música y el vuelo, y puedo ver cómo un parlamento de pájaros sería un espectáculo digno para despedir este mundo. “Tuvimos hasta un halcón, se llamaba Rommel, lo trajo mi padre un día que se lo encontró por una carretera rural por la que iba a trabajar, estaba herido… Venía con muchos animales, mi padre, pajaritos, sobre todo. Tenía una mantas preparadas para ellos y venía con los animales en el asiento del copiloto…, y claro, en mi casa todos los rincones estaban cagados por ellos”. Recuerda Marta que su padre también volvía con flores de esos trayectos diarios por carreteras comarcales, genista lo que más, llenaba la casa de color. “Esa imagen de mi padre, volviendo con un animalillo y con flores… Así era mi padre”, dice con un suspiro y su mirada vivaracha, que no se desvía de mí, se queda un momento suspendida.
Le pregunto dónde ocurren estas cenas, ella me dice sin dudar que son en casa. “Es un signo de amor abrir tu casa a los otros”. Puedo dar fe que ella practica esa manera de amar. El día que casualmente la conocí junto a otros escritores en una comida de Sant Jordi nos abrió generosamente la puerta de su casa a todos los comensales para dormir allí una siesta reparadora en una jornada tan agotadora. “Luego te pasa que abres tu casa a los demás y no paras de pedir perdón por todas las cosas que te parecen que están mal, lo que no tienes y te falta, por lo feas que son las cortinas”.
El menú de su(s) última(s) cena(s) no es complejo: “Yo haría huevos fritos con patatas, cosas poco complicadas. Me gustan mucho las granadas, que me parecen la joya de la corona, castañas también… Me encantan las cosas que se puedan comer solo con pelarlas, todo lo que se pueda comer con las manos. Y la yema de un huevo me parece la perfección, es la salsa de la naturaleza”. Aquí Coco Dávez alza la copa feliz, y proclama que nada le gusta más que pintar huevos fritos, me uno al brindis, soy uno de tantos que pedirían huevos fritos con patatas en su última cena: después de haber hecho esta pregunta de manera obsesiva a decenas de personas, puedo decir que entre españoles este es quizás el plato más común para despedirse de la vida con un cierto consuelo. Marta corta nuestras odas al huevo frito para decirnos que no desatiende el menú de sus aves, tendría semillas variadas para todas ellas, aquí nadie se queda sin comer.
Como sé que las manifestaciones estéticas más cotidianas están en el foco de sus escritos, le pregunto qué piensa hacer con la mesa, cómo la va a vestir. “La mesa me la imagino baja, como para sentarse en el suelo, que en abstracto me gusta, pero luego lo detestaría tanto como el desayuno en la cama, que suena muy bien pero luego me termina dando un asco que te mueres… Pero sí, querría una mesa moruna, para acomodar a los animales. Todo esto lo digo porque en realidad la cena que me gustaría es la de los animales, las anteriores con humanos me darían demasiada pena. Esto de la última cena me parece tristísimo, yo me aferro a esta vida como a un clavo ardiendo”. La animo entonces a buscar el socorro de Baco, quiero saber qué vino serviría. “No me gusta el vino… Es incluso peor, me resulta indiferente, que es tristísimo, porque con lo que no te gusta al menos partes de algo y puedes reeducarlo, pero cuando partes de la indiferencia es como si alguien no te atrae, que no hay nada que hacer, mientras que si le odias, por ahí se puede liar”. Si no hay vino, propongo que escoja una música para aliviar este trance, pero Riezu es tajante: “A mí me gusta mucho la música, pero a la hora de comer no se debe poner música, si acaso podríamos hacer una fiestecilla antes de sentarnos a la mesa para aturdir a todos un poco”.
En un momento Marta se queda en blanco para después volver con ímpetu a la conversación, acaba de acordarse del plato que quería invocar para esta cena, aquel que realmente quiere celebrar: “Esto es lo más importante de mi menú, una sopa de tomillo, es una sopa de aprovechamiento, no tiene nada, un poco de ajo, pan, la hace Jaume Subirós en El Motel, en l’Empordà, y era la sopa de Pla, que era un dejado y ya al final de su vida no tenía dientes y ni siquiera se ponía la dentadura, así que tenía que comer sopas, y esta era la suya. Se hace con el tomillo del cabo de Creus, una hierba que crece contra el viento —la tramontana— en un lugar donde no se da nada excepto esos brotes de tomillo que se agarran a la roca”. Y está claro que al final, por sencilla que sea esta sopa, nada sacia tanto como un plato que lleva en sí una historia, el lugar que uno ama y un personaje al que admira.
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