Un asado total: así sería la última cena del neurocientífico, escritor, músico y ciclista Mariano Sigman
Su menú sería igual que él: ecléctico, con gente de allí y de aquí, platos servidos para aplacar la tristeza y abrazos que celebran la vida
A juzgar por su delgadez, uno podría pensar que a Mariano Sigman (Buenos Aires, 50 años) no le gusta demasiado comer, pero yo le conocí con 25 kilos más de los que pesa ahora, he visto hecatombes homéricas en la parrilla de su casa y sé que si Mariano está delgado no es por falta de apetito, sino porque en los últimos cuatro años se ha dedicado a quemar sus lorzas con la furia maniaca de un pirómano, embarcado en un experimento con su propio cuerpo que le ha transformado en ciclista profesional: pasó de no ser capaz de dar la vuelta a la Casa de Campo a circunvalar la Comunidad Autónoma de Madrid haciendo 400 kilómetros en un solo día. Lo cuenta todo en su exitoso ensayo El poder de las palabras (Debate, 2022).
Durante ese tiempo, también se propuso ser músico sin tener ni idea y aprendió a tocar la guitarra con bastante solvencia, incluso llegó a grabar un disco en el que colaboró Jorge Drexler. A Mariano, que es un reputado neurocientífico (fue uno de los directores del Human Brain Project), divulgador y ensayista, le gusta explorar los límites de la capacidad de aprendizaje y de transformación a edades donde los demás lo damos todo ya por perdido. Tiene el don de la elocuencia y evangeliza sin proponérselo. Llegó un día de Argentina, se mudó a mi calle sin conocer a nadie y al cabo de un año somos varios los vecinos que hemos acabado con una bicicleta de carretera y una guitarra, creyendo ilusamente que podríamos transformar también nuestras vidas.
Encuentro que es comiendo como mejor se habla de comida y no hay sitio más inspirador para imaginar un banquete que un lugar donde se coma bien de verdad, por eso hemos quedado en el restaurante madrileño La Buena Vida. Mariano entra cojeando, aún se recupera de la fractura múltiple de fémur que quizás haya puesto fin a su carrera como ciclista, aunque con él nunca se sabe. Conoce esta sección y avisa de que todo lo que nos diga será probablemente falso, contará cómo le gustaría que fuese su última cena porque la realidad sería aburridísima: “Siendo como soy yo, si supiera que es mi última cena, sería una mierda, no podría salir de esa idea, necesitaría morfina o alguna droga dura que me permitiera no estar obnubilado por la tristeza de dejar el mundo y no estar cagado de miedo pensando en el tiempo que me quedaría”. Después precisa que no tiene por qué ser morfina ni ninguna droga, puede que incluso sea una persona que sepa dar el abrazo que necesita para pasarlo bien, en paz y amor. Prefiere no definir esa ayuda mágica que le saque del bache y por eso la llama nepente, que en griego antiguo quiere decir no-dolor y es una sustancia misteriosa que aparece en la Odisea: Helena de Troya la vierte disimuladamente en la copa de su marido, Menelao, durante la boda de sus hijos para que este pueda hablar del trauma de la guerra de Troya y de todos los amigos que hoy no están sin sentir tristeza y sin perder el ánimo de festejar. “Buscaría nepente para poder teñir toda la velada de los colores que me gustaría que tuviera”.
Una vez resuelto el tono anímico, Mariano considera la concurrencia, que cifra en unas 60 personas: “Lo mío no sería en petit comité, pero tampoco una rave ni una orgía romana”. Todos tenemos un concilio de vida, explica, donde están los distintos capítulos y lugares en que esta ha transcurrido. Cuenta que su vida es muy discontinua: tuvo una en Buenos Aires, donde nació; al poco huyo con su familia de la dictadura a Barcelona, ciudad en la que vivió hasta los 13 años; después volvió a una Argentina muy cambiada; tuvo otra etapa en Nueva York, donde se doctoró en Neurociencia; otra en París, donde fue investigador, y ahora tiene su vida de Madrid.
Cada capítulo tiene una geografía y a cada geografía le corresponde un círculo afectivo de personas, y, por tanto, le resulta imposible juntar a las personas de sus distintas vidas en un mismo lugar; pero como esto es una fantasía, aquí todas sus vidas acuden a una misma mesa y son por fin una sola. “Vendrían mis hijos, mi mujer, mi familia y luego esa otra familia que es la familia de la vida, los amigos entrañables…, esa gente a la que quieres darle un abrazo tendido y largo. Desde luego, a esta cena no podría venir ningún colado”.
Esto último sé que me lo dice porque a la fiesta de su 50 cumpleaños, que fue hace poco, le colé a tres o cuatro personas que no conocía. Para su tranquilidad, le aseguro que a nadie le apetecería colarse ni ser el colado en la íntima celebración de un tipo que está esperando una muerte inminente. “Sabes qué, voy a cambiar de opinión, me gustaría que haya colados…, un colado le da liviandad y frescura a una fiesta, lo abrazaría igualmente”, me dice mientras mastica un plato de negras trompetas de los muertos. “Con los colados evitaríamos que todo fuera un ejercicio de hacer memoria, de mirar hacia atrás, que la tristeza se apodere de la situación; que venga alguien nuevo está bien, por poco tiempo que quede, me gustaría descubrir algo o alguien ese día”. Tampoco es que Mariano quiera prohibir la tristeza: “Quisiera que los sentimientos se alternaran, desvanecerse esa noche como el fade out de esa canción de Leonard Cohen cuyo coro repite ‘to laugh and cry and laugh and cry about it all again’ [reírse y llorar y reírse y llorar de todo otra vez] y al final se apaga sin que sepas dónde termina”. Dónde ocurre todo esto, le pregunto. “No lo sé, da igual”. Al instante se corrige y proclama espontáneamente y con plena convicción: en Cadaqués. Luego se queda pensativo. “Ni sé por qué”, dice, jamás ha estado en Cadaqués, pero de repente se imagina a Duchamp allí jugando al ajedrez con sus amigos y lo tiene claro: el Cadaqués de hace 60 años.
Aquí toca aclarar que si algo le gusta a Mariano son los juegos, empezando por el ajedrez. Muchas veces le he sorprendido en una cena o en una reunión mirando absorto la pantalla del móvil; al principio pensaba que estaría mirando Twitter o Instagram, como todos hoy, pero él sigue partidas de ajedrez en directo. Querría que en su última cena se jugara a muchas cosas, quizás no al ajedrez, sino a algo más alegre como el mus, juego que me pidió que le enseñara la primera vez que quedé con él y ya al cabo de un mes nos ganaba a todos en el barrio.
Bien, tenemos a los comensales, lugar, barajas, pero hace falta morfar. “Aquí sí me imagino una cosa romana, excesiva, tiene que haber mucho, pero mucho; ahí mueren todos…, después algunos reviven”. Le pido que concrete el menú y Mariano me advierte de que va a ser largo. “Para empezar, tiene que haber una parrilla memorable, leña, fuego, muchas carnes humeando, ahí sale el argentino indefectiblemente, es un asado, achuras, mollejas, tira, lomo, carnes saliendo continuamente…; además, soy yo el que cocina, yo doy de comer a todos”. Lo bueno del asado, nos dice, es que es una comida comunal que se hace en el tiempo, se estira todo el día, se calma y se va apagando y luego se aviva con más leña y entran más piezas.
En todo caso, el asado se termina en algún momento y, pasada esa vorágine proteínica, a la cena de Mariano llega algo que no sabe definir. Habla entonces de Sacha Hormaechea, y cuenta cómo antes de hacerse cargo del restaurante de sus padres fue fotógrafo gastronómico en una época donde se empezaban a inventar nuevos platos que ya no se podían describir con palabras, y la fotografía se hace herramienta necesaria de la crónica gastronómica, “y lo que quiero decir con todo esto es que las cosas que querría comer esa noche no las puedo contar con palabras…, quizás las podría dibujar”.
Evoca entonces las sensaciones que tuvo la primera vez que fue a DiverXO (debieron de ser tan fuertes que ha olvidado que yo estaba sentado a su lado), no podía creer lo que aparecía en la mesa, y no era ya la comida, sino la puesta en escena, la teatralización de todo, la sorpresa constante con los sabores y las presentaciones. La intensidad de aquella experiencia gastronómica está emparentada a otras que tienen el mismo peso en su memoria, a pesar de que en ellas no hubiera elaboración alguna ni presentaciones sofisticadas. Rescata un momento en la lonja de Tokio, donde abrieron un atún “como un torpedo de grande” y le dieron un trozo de carne directamente del animal. No solo era el sabor, sino el lugar, otra vez la puesta en escena también. De ahí salta a un simple trozo de pan con mantequilla que tomó una vez en Francia, y que al hincar el diente tuvo la certeza de estar comiendo el manjar más rico de todo el universo. “Fue en un restaurante de París con tres estrellas Michelin, pero no me acuerdo ni del nombre del sitio ni del resto del menú, solo de ese pan con mantequilla que me pareció el éxtasis”.
En este punto la conversación se vuelve un monólogo y Mariano se embarca en un viaje proustiano en el que recrea ante nosotros la medianoche de una panadería de Buenos Aires, paellas en casas de amigos, bocadillos perfectos, helados, frutas. Coco Dávez en algún momento interrumpe preocupada por el relato de Mariano para decirle que va a ser imposible ilustrar su última cena, pero Mariano es incapaz de frenar, está viajando en el tiempo, por todas las vidas que ha tenido: esto es un sueño, dice, da igual si es posible o no, sigamos soñando.
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