¿Cuánto debes tardar en responder un ‘whatsapp’?
En la era de las notificaciones que iluminan pantallas con cada mensaje, ¿es aceptable tardar una hora en responder a un mensaje? Esperar una contestación inmediata no es una cuestión de impaciencia, sino de diseño
La resistencia es no contestar a los mensajes. Estar ostensiblemente disponible, online, pero sin pálpito, respuesta u opinión alguna. Ser una esfinge en la era de la hipervisibilidad. “Nos hemos convertido en máquinas empáticas de reaccionar”, avisaba Geert Lovink en su libro Tristes por diseño (Consonni, 2019). Pues hasta aquí hemos llegado, lo subversivo hoy es la no respuesta.
Hubo una época en que responder en tiempo real era un superpoder. Los usuarios de las primeras blackberries lo recordarán: se les podía encontrar a cualquier hora, y eso era un privilegio, incluso era caro. Fue en los inicios de los dos mil. Veinte años después, todo el mundo lleva encima un smartphone y el superpoder ha mutado en penosa obligación.
Con la adopción masiva de los dispositivos móviles, la horquilla de tiempo de espera que nos parece razonable es cada vez más estrecha: no estamos dispuestos a esperar y sí a pedir constantemente disculpas por nuestros retrasos mínimos. ¿Es aceptable tardar una hora en responder un whatsapp? ¿A partir de cuántos minutos de espera habría que empezar a dar explicaciones? ¿A las cuántas horas de quedar en “visto” uno debería considerarse carne de ghosting?
Cuando nos preguntan algo en una conversación cara a cara tardamos 200 milisegundos, esto es, 0,2 segundos, en responder. “Contestamos tan rápido que no podríamos percibir que hay una pausa entre la pregunta y la respuesta”, dice N. J. Enfield, profesor de Lingüística de la Universidad de Sídney, en su libro How We Talk (2017). Y esto es justo lo que esperamos que suceda cuando enviamos un mensaje instantáneo —hasta el nombre del servicio crea una expectativa irreal— o incluso cuando enviamos un e-mail.
Si todo el mundo necesita una respuesta inmediata es por una cuestión de diseño, no solo porque la gente sea impaciente. Lo explica Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología del MIT y autora de varios libros clásicos de la relación hombre-máquina, entre ellos The Second Self (1984) y Alone Together (2010). “Ahora la comunicación escrita se diseña como un remedo de la conversación real, se crea un entorno que te hace esperar que tu interlocutor contestará al instante, pero a veces no sucede”. El otro siempre es un misterio. Lleva en su teléfono, como promedio, 1.602 e-mails sin leer y 47 whatsapps sin contestar (según las cifras de la consultora Kantar). Está anestesiado de notificaciones. Tu mensaje puede haber llegado en un mal momento. No es nada personal.
Ese es el contexto real y no el que ha imaginado un diseñador de experiencia de usuario.
La conectividad constante también crea el deber artificial de responder. Para no caer, hay que hacer un ejercicio de resistencia pasiva. Los expertos hablan de un “sesgo de urgencia” en los mensajes que casi nunca se corresponde con la realidad.
No contestar libera, pero te pone bajo sospecha. El sobreanálisis del metamensaje es uno de los vicios de nuestra época. Y el metamensaje incluye los minutos y las horas de silencio, la longitud del mensaje (spoiler: los monosílabos y los OK sientan fatal), el tiempo que dedicamos a escribir la respuesta, las veces que paramos —¿quizá para releer o quién sabe si para editar y empezar de nuevo?— y, por supuesto, la intención más o menos velada de dejar el mensaje en “visto”.
Detrás de la filosofía de no responder o de no hacerlo por defecto, una experta como Turkle intuye un deseo de dominar la conversación o de marcar distancia y poder mostrándose inaccesible, interesante y menos ansioso que la media. Después de todo, la mayoría contestaríamos de inmediato casi a cualquier cosa.
Para otros simplemente hay agotamiento ante la demanda de una respuesta inmediata y muerte natural del mensaje por la avalancha de nuevas urgencias.
La no respuesta es también un acto de libre albedrío. Nadie sabe en qué base de datos puede haber acabado un e-mail o un teléfono. Nadie puede evitar que lo encuentren o que le envíen mensajes presuntamente urgentes sobre los que no tiene nada que decir. Lo único que queda es no contestar. Es el último recurso. Y, se dice poco, es una conducta ecosostenible que algún día habrá que hablar de la contaminación digital por exceso de cortesía.
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