Una inutilidad tan necesaria
Qué conmovedor es el ancestral afán de los humanos por tener cosas bellas, como esos collares de los cavernícolas
Caí por casualidad el otro día en un vídeo de Facebook colgado por un tal Ron Adeola, que al parecer es un atleta e influencer norteamericano. En un plácido parque invernal hay una pequeña obra de arte interactiva que consiste en nueve baldosas colocadas en el suelo formando un cuadrado de más o menos un metro de lado. Y la gracia está en que, cuando las pisas, cada baldosa emite una nota musical distinta. Pues bien, en el vídeo vemos a un perro labrador negro dando grandes saltos para tocar las notas. Está obviamente lleno de excitación, deleite y regocijo; da vueltas al cuadrado, para pulsar así baldosas distintas, y se esfuerza en brincar lo más alto posible, porque ha comprendido que, si ejerces más presión en la pisada, el volumen se incrementa.
Estas imágenes deliciosas me hicieron pensar una vez más en la continuidad orgánica existente entre los seres humanos y el resto de los animales. Siempre me ha irritado la prepotencia con la que el listillo de turno suele advertir pomposamente contra el antropomorfismo, que, como saben, consiste en el supuesto error de adjudicar a los otros animales comportamientos humanos. Y sí, claro, como es obvio, no hay que caer en simplificaciones ñoñas con las demás criaturas (por ejemplo, un pulpo, aun siendo inteligentísimo como es, vive una realidad muy distinta a la nuestra), del mismo modo que no hay que caer en el etnocentrismo al juzgar a otros humanos (la concepción del mundo de un inuit ártico es muy diferente de la de un ciudadano del Mediterráneo). Pero me parece que casi siempre se usa la acusación de antropomorfismo como una pantalla defensiva por miedo y prejuicio al zoomorfismo, es decir, a reconocer nuestra parte animal y las muchas semejanzas que tenemos con los demás seres vivos. Porque sin duda también hay cosas que compartimos con los pulpos (y, como es natural, los inuits y los mediterráneos somos en el fondo iguales).
El vídeo del perro apunta, justamente, a una semejanza fascinante: la capacidad de buscar y disfrutar de la belleza. Qué conmovedor es el ancestral afán de los humanos por tener cosas bellas, como esas conchas con las que se hacían collares los cavernícolas. El arte es una inutilidad tan necesaria. Durante algún tiempo se creyó que la percepción de la belleza era lo que caracterizaba al Homo sapiens, e incluso que esa podría haber sido la diferencia esencial que hizo triunfar al cromañón por encima del neandertal. Pero luego se descubrió que los neandertales también usaban adornos y la teoría se hizo trizas. Pues bien, aún podemos dar un paso más allá: se diría que hay animales que poseen cierto sentido de lo bello. Eso es lo que sostiene, por ejemplo, el filósofo, compositor y clarinetista norteamericano David Rothenberg: “Hay animales que sienten la necesidad de hacer arte”. Rothenberg lleva dos décadas tocando con pájaros, ballenas e insectos. Asegura que tanto los pájaros como las ballenas son capaces de aprender nuevas canciones: “Algunos animales utilizan escalas, todo tipo de melodías, repetición, innovación, tienen sentido rítmico, estructura, forma… Pero por encima de todo está su emoción”, dijo en una entrevista de 2018 en la revista digital Konpartitu. Es la misma y clarísima emoción que evidencia el vídeo del perro.
El filósofo francés Étienne Souriau (1892-1979) publicó en 1965 un libro, El sentido artístico de los animales, que salió en España el año pasado en la editorial Cactus. Es un texto algo envejecido, porque carece de todos los hallazgos sobre la inteligencia animal de las últimas décadas, pero aun así muy interesante. Cuenta maravillosos comportamientos de todo tipo de criaturas, y en especial de los pájaros, como el pergolero australiano, que, además de construir intrincados parques y glorietas en donde recibe a otras aves, se maquilla pintándose de azul el pecho con el jugo de una baya y con un pincelito confeccionado con fibras vegetales. O como todos esos pájaros que adornan mimosamente sus nidos. De hecho, en el libro hay una foto genial del nido de una urraca en donde se pueden ver, además de cinco huevos, una cuchara de plata, una pulsera y cuatro pares de gafas. Todo lo cual es una inutilidad tan vistosa y tan necesaria como las conchas de los cromañones. Ni siquiera en la belleza somos únicos, lo cual me parece consolador.
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