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Columna
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La palabra consumidor

Ahora el consumo nos consume: consume nuestro tiempo, nuestros recursos, nuestras aspiraciones, nuestro mundo | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Con sumir toda idea en el jediento / pozo ciego que llaman consumir, / se consumen pruritos, pensamientos, / y consumo se confunde con vivir”. El poema empieza mal, pero sigue peor: podemos esquivarlo. Y, sin embargo, dice algo que ya sabemos y no sabemos suficiente: que el consumo es nuestra forma de vida.

Así que, dispendiosos, consumistas, la palabra de hoy ofrece tres en una: consumir, el verbo original; consumo, la acción que ese verbo verbaliza; consumidor, aquel que la realiza con denuedo.

La palabra consumir viene, como tantas, del latín: con sumere, coger o agarrar todo. Y la RAE la define como “usar, disfrutar o servirse de cierta cosa, material o inmaterial, en especial algo que se gasta o por lo que se paga dinero”. Todo se gasta —y por casi todo “se paga dinero”.

Por eso el consumo es la forma en que está armado el mundo. Vivimos en función de él: nos preparamos para conseguir empleos donde ganar dinero para poder consumir cuanto más mejor, dejamos un buen tercio de nuestras vidas en esos empleos y ocupamos buena parte del resto en consumir lo que podemos. La cantidad de consumo define quiénes somos, qué hacemos, qué pensamos de nosotros mismos: el éxito, en nuestras sociedades, es consumir y consumir y mostrar que podemos consumir más todavía.

Nuestro mundo es por eso y para eso: si no estuviéramos dispuestos a consumir sin parar los miles de millones de chorradas cuya fabricación da trabajo —y posibilidad de consumir— a miles de millones, el sistema se desmoronaría. Es la exacerbación siempre creciente de un principio natural: necesitamos consumir cierta materia para renovar nuestra energía y seguir vivos. Pero ese principio se desbocó y armó sociedades que necesitan ese consumo desbocado para no dejar de funcionar. Producimos para poder consumir, consumimos para que sigan produciendo, producimos más para poder consumir más.

Todavía está por verse cómo podremos, alguna vez, salir de este círculo perverso de la necesidad de lo profundamente innecesario. Mientras tanto, somos consumidores: es lo que somos, lo que hacemos, lo que define nuestras vidas.

Y hay que agradecer, pese a todo, a la lengua que, por una vez, se apiadó de nosotros: podría habernos llamado consumideros, pero nos llamó consumidores. Lo raro es que, cada vez más, nos llamamos así nosotros mismos. Hace un par de siglos los súbditos empezaron a convertirse en ciudadanos y fue un avance extraordinario: el derecho y la posibilidad de intervenir en la cosa pública. Ahora, cada vez hay más ciudadanos que se definen como consumidores. Ciudadanos que hacen, digamos, un esfuerzo de adaptación y se acomodan al papel que les destinan. Y se asocian, y dedican energía e inteligencia a controlar que no les den gato por liebre ni les metan el perro, y se piensan como personas cuyos derechos provienen del hecho de que han pagado por algo y entonces deben obtener lo que han pagado.

Hubo tiempos en que esa “sociedad de consumo” era criticada por ilusos que pensaban en desarmarla de algún modo; ahora millones de consumidores la refuerzan al tratar de limpiar y aceitar sus mecanismos, hacerla más “justa”, más “veraz”. Las sociedades de consumidores, los derechos de los consumidores son la manera de asumir que eso es lo que somos y que hay que corregir los errores y excesos para que todo pueda seguir como está —y se puedan seguir “produciendo” cada vez más cosas y servicios inútiles.

Consumir, sin embargo, tiene un antónimo curioso: consumirse. Antaño las personas se consumían cuando un mal se encarnizaba con sus cuerpos, y la “consunción” era una enfermedad de cuando se ignoraban las causas de esas cosas —casi como ahora— y solo podían describirse sus efectos.

Ahora el consumo nos consume: consume nuestro tiempo, consume nuestros recursos, consume nuestras aspiraciones, consume nuestro mundo. Alguna vez aquellos aparatos dirán sí, era una civilización interesante, pero se consumió consumiendo. Y eso que había idiotas que clamaban en el desierto, que gritaban que no, que stop, que nunca nadie necesitó tantas tonterías, pero no les hicieron ningún caso, claro: qué podía ser mejor, en esos días, que comprar y comprar y comprar algo más. ¿Qué podía ser mejor que ser un consumidor consciente, alerta, intransigente, no dejarse engañar en cada caso, sino en el gran esquema de las cosas?

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