El toro bravo, un bello y poderoso objeto de desamparo
El animal que hoy se lidia carece de las condiciones naturales necesarias para la emoción, ingrediente fundamental del espectáculo taurino
El pasado 2 de noviembre, una corrida celebrada en la localidad onubense de Niebla y retransmitida por Canal Sur TV, puso el broche a la temporada de 2024; se lidiaron reses del hierro portugués de Voltalegre para el rejoneador Sebastián Fernández y los diestros Curro Díaz y David de Miranda.
Ese festejo se convirtió sin pretenderlo en la mejor síntesis del año taurino: un público generoso —una entrada aceptable para un aforo de 2.000 espectadores de una plaza de tercera categoría—, unos toros correctos de presentación, tan bondadosos como inválidos, lisiados y tullidos; y tres toreros que solventaron el compromiso sin apreturas y con dignidad, pasearon trofeos de escaso valor y confirmaron que debieran ser merecedores de más atención por parte de las empresas.
Una tarde más, como tantas a lo largo del año, el toro, el gran protagonista de esta fiesta, fue una caricatura impropia de la honrosa historia del toreo; un animal sin atisbo de fortaleza, apagado, con semblante enfermizo, que anda por el ruedo sin rumbo y con evidentes muestras de haber superado con creces los límites de alcoholemia permitidos; un animal que produce lástima en lugar de asombro, un protagonista destronado y al que se le ha reservado un papel secundario en un espectáculo en el que no es más que un colaborador necesario para un triunfo vano y superficial, un convidado de piedra que cada vez pinta menos.
Pero ese toro —el caso de Niebla no es más que un ejemplo ilustrativo— es el que ha salido a los ruedos de este país en muchos de los festejos que se han celebrado con muy escasas y puntuales excepciones.
Si nadie lo remedia, el futuro taurino, -más pronto que tarde-, será el reino de los toreros, y la lidia acabará convertida en una parodia
Hace unas semanas, este blog se hacía eco de este problema al enumerar algunos de los aspectos negativos de la temporada y señalaba que la inmensa mayoría de las reses lidiadas han sido un referente de la podredumbre en la que se ha instalado la cabaña brava. La falta de casta es el denominador común del toro actual, junto a la invalidez y la incapacidad para estar vivo en los tres tercios de la lidia. Y añadía que llama poderosamente la atención que ningún taurino o autoridad alguna exprese su inquietud por la situación actual del toro de lidia.
Ese toro que hoy se lidia carece de las condiciones naturales necesarias para la emoción, ingrediente fundamental del espectáculo taurino. Ese toro inválido y cadavérico es la antesala de la desaparición de la fiesta; se perderá la suerte de varas porque el primer tercio ya carece de sentido y, a renglón seguido, desaparecerá el respeto a un animal bello y poderoso al que han convertido en una piltrafa. Si nadie lo remedia, el futuro taurino, más pronto que tarde, será el reino de los toreros, y la lidia será una parodia que como tal carecerá de la conmoción y el arrebato que solo es posible ante un toro de verdad.
La conclusión la expresaba con claridad allá por el verano un usuario de la antigua Twitter. “Hay que exigir”, decía, “una refundación de la selección del toro en base a la casta, a la bravura y la búsqueda de animales emocionantes”.
Pero, ¿quiénes son los responsables de esta situación?
El sistema, claro, ese ente etéreo, ese pozo sin fondo en el que caben todos los taurinos, los tunantes y los honestos, pero ninguno de ellos es capaz de denunciar.
Son responsables los ganaderos, en primer lugar —cada cual por su cuenta y riesgo—, que crían toros sin un patrón que establezca condiciones morfológicas y de comportamiento y solo al servicio de los gustos de los toreros, que son los que, de verdad y en casi todos los casos, mandan en las ganaderías. Es llamativo que las cinco organizaciones de criadores de toros, con la Unión a la cabeza, no dicen, ni han dicho ni dirán nada al respecto, como si con ellos no fuera el problema.
En una entrevista al portal Mundotoro, el ganadero Álvaro Núñez no dejaba ningún resquicio de duda: “Más que el toro sea el mejor, busco que sea capaz de sacar lo mejor del torero”, decía; “hay toros muy buenos para la gente, que no lo son tanto para hacer el toreo y para el torero que está delante. Mi obsesión es que el toro sea extraordinario para el torero ¿Por qué? Porque busco el toreo de reunión, que cuando embista, el torero no lo desplace, sino que pueda torear hacia él”.
Está claro: la referencia de Núñez no es la integridad del espectáculo, ni la emoción de la lidia, ni la casta ni la fiereza del toro, sino que este sea “extraordinario” para el torero; dicho de otro modo, cría un animal para que aguante varias decenas de muletazos y su lidiador se relaje y aburra a las ovejas. Justamente lo contrario de lo que debe ser el encuentro entre un toro bravo y encastado y un torero heroico y artista.
Es imprescindible una refundación de la selección del toro en base a la casta y la bravura
El caso de Álvaro Núñez es extensible a todo el sector.
Son responsables también los toreros, por supuesto.
Roberto Domínguez, torero retirado e influyente taurino en su faceta como apoderado de El Juli, primero, y de Roca Rey, hasta el pasado 31 de octubre, hacía pública una carta para comunicar su desvinculación del toreo, y en el apartado de agradecimientos escribía lo siguiente: “Quiero agradecer a todos los ganaderos que han comprendido que, por encima de la amistad y de mis gustos personales, siempre ha prevalecido el toro que mejor podía contribuir al éxito del torero al que representaba en cada momento”.
Lo que se puede deducir de las palabras de Domínguez es que, lógicamente, ha defendido los intereses de sus toreros; pero que ha sido él y no los ganaderos quien ha elegido los toros para sus representados. Y, además, les agradece su compresión, que es lo mismo que reconocer explícitamente que los ganaderos pasaban a un segundo plano cuando su equipo entraba en la finca.
Y responsables los grandes empresarios, que eligen hierros y toros para moldear los gustos del público, de modo que los toreros se sientan cómodos y diviertan a los tendidos; la excepción a la regla la componen los diestros modestos, que deben lidiar las ganaderías toristas para contentar a los minoritarios sectores de aficionados exigentes.
Hay que refundar las ganaderías, sin duda, pero nadie lo hará, porque todos los taurinos prefieren permanecer satisfactoriamente instalados en su zona de confort antes que abordar en serio el futuro de la fiesta.
El toro, ese bello y poderoso animal, está desamparado, y reconvertido en una piltrafa. La fiesta de los toreros se abre paso.
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