Los erasmus del mundo rural
Una historiadora, un matemático y un arquitecto. Tres jóvenes que optaron a becas de formación en entornos rurales “por aquello de probar” han descubierto que hay vida más allá de las grandes ciudades
Pueblos de menos de 5.000 habitantes en entornos rurales, algunos recónditos y pequeños, casi diminutos, a los que se accede por carreteras comarcales de paisaje idílico, con paciencia, curva tras curva. Son los lugares escogidos por las universidades y el Estado para ofrecer becas de formación con el objetivo de reconectar a los universitarios con esa España cada vez más vacía. “Es difícil que se queden, pero dejas una semilla que puede germinar, abres una vía y se encuentran con trabajos en los que son protagonistas”, explica Luis Antonio Sáez, profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Zaragoza y creador de las becas Desafío, precursoras de las Campus Rural puestas en marcha en 2022 por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. En la primera convocatoria han participado 399 estudiantes de grado o máster oficial. El Gobierno prevé que lleguen a los 1.000 en la próxima oferta.
La inmersión rural dura entre tres y cinco meses, en los que los alumnos residen en los municipios donde se realizan las prácticas. Reciben una ayuda de 1.000 euros al mes. Allí se forman en ayuntamientos, hoteles, bodegas, queserías, reservas de la biosfera, manejo del campo, escuelas de verano, empresas de marketing, de robótica o de inteligencia artificial, entre otras. Los becados aterrizaron en sus puestos con el verano en ciernes y han visto como las calles bulliciosas se transformaban en esos pueblos desiertos al finalizar el verano retratados en novelas, ensayos y los mil y un estudios que ponen cifras al problema de la despoblación e intentan buscar soluciones. Hasta ahora, nadie ha dado con la tecla: de 2010 a 2019, el 77% de los municipios españoles habían perdido población y los peor parados son los de menos de mil habitantes.
Francisco Boya, secretario general para el Reto Demográfico explica la filosofía del programa Campus Rural que se asemeja a la del Erasmus pero en entornos que nada tienen que ver con París o con Bolonia: “Pretendemos que se acerquen al ámbito rural y que este se aproveche de su talento”. Se trata de generar un sentimiento de autoestima en los pueblos, donde están acostumbrados a que los jóvenes se vayan y no vuelvan. Boya describe el programa como un camino dentro de una estrategia más amplia para diversificar la economía local y atraer a profesionales cualificados. Estos son tres de sus protagonistas.
Entre manzanos y big data
José María Fernández Estébanez. Estudiante de Matemáticas. Es de Logroño, tiene 23 años y ha cursado la beca en una empresa de inteligencia artificial ubicada en Golmayo (Soria, 2.568 habitantes), en la que le han contratado en prácticas.
En medio de una interminable fila de manzanos en perfecta formación cargados de fruto —la explotación ocupa 800 hectáreas en El Burgo de Osma (Soria)—, José María Fernández Estébanez observa la aplicación real de la montaña de datos que maneja cada día. Es su primera visita al cliente y no se lo imaginaba así; los datos de su ordenador se han transformado en una realidad inmensa llena de calles numeradas, incluso con nombres. José María, de 23 años, cumplía los requisitos para presentarse al programa Campus Rural y está a una asignatura de acabar Matemáticas en Logroño. Eligió la empresa de inteligencia artificial Agerpix, ubicada en un moderno edificio en Golmayo (2.568 habitantes), un municipio muy próximo a Soria que en los últimos años ha ganado algún habitante mientras que la ciudad los perdía.
Pasa la mayor parte del tiempo en la oficina, pegado a un archivo de Excel de 38 variables con miles de registros que llegan desde los frutales por radiofrecuencia. Con ellos genera bases de datos muy valiosas para que el agricultor pueda conocer la cantidad de fruta con la que cuenta, cómo va creciendo, el impacto en la producción del sol, la humedad, la temperatura…Si no hubiera sido por las becas, José María no habría descubierto este trabajo “en la vida”. No se imaginaba en una empresa de este tipo, tan vinculada a la agricultura, pero “al final las matemáticas son números y están en la base de todo”. Está contento porque “el trabajo no es para nada homogéneo”. Le encanta la vida rural. Y eso es difícil de imaginar cuando te ofrecen las prácticas. “Es un máquina”, señala su jefe, al mismo tiempo que le anuncia que le va a ofrecer un contrato.
Fernández Estébanez vive en Garray, un pequeño pueblo de 750 habitantes a 10 kilómetros de la empresa, a la que tarda en llegar unos 10 minutos en coche. Todo queda cerca. El municipio alberga el yacimiento de la famosa ciudad celtíbera de Numancia. “Mis amigos piensan que estoy loco, no solo por estar en Soria, sino por vivir en Garray”, apunta. Ellos han optado por Madrid o por permanecer en Logroño, la ciudad natal donde reside su familia. De vez en cuando se acerca a Madrid para ver a sus amigos, pero asegura que no le gusta la forma de vida. “Me parece incómodo”. Él se considera sencillo y, al menos de momento, se lo pasa bien en Soria yendo a trabajar: “Porque a mí lo que me gustan son las mates”. Es un asiduo del gimnasio y de vez en cuando se acerca al bar del pueblo “a ver algún partido”.
Tiene pensado mudarse de casa, pero sin dejar Garray. Prefiere el pequeño municipio en el que “no pasa lo típico de las ciudades, donde llegas a casa y no consigues desconectar”. Él lo tiene fácil, explica, se da un paseo por el río, sube hasta una pequeña ermita de los Mártires, en lo alto del pueblo, con magníficas vistas, y se olvida de todo. Sin ruido ni gente ni coches. “Es algo que no consigues ni en Logroño”.
El mudéjar aragonés
Eugenia Gallego. Zaragozana de 25 años, llegó a Tobed (255 habitantes) en 2020 con una beca de la Universidad de Zaragoza para formarse en la asociación Territorio Mudéjar, en la que ha conseguido trabajo.
Por una esquina de la plaza de Tobed, custodiada por una de las joyas arquitectónicas del arte mudéjar aragonés, la iglesia de Santa María, del siglo XIV, aparece Raquel Asensio, vecina de 71 años, que asegura vivir allí “muy tranquila”, aunque conoce bien las limitaciones. “Es lamentable que no se haga nada por la juventud, se van todos a no ser que tengan algo de tierra”, comenta. Pero algo se mueve en este pequeño pueblo maño de 255 habitantes. Allí tiene su sede la asociación Territorio Mudéjar, en la que trabaja Eugenia Gallego, de 25 años, con un contrato en prácticas, después de finalizar dos becas Destino de la Universidad de Zaragoza, precursoras de las Campus Rural del ministerio. La organización lleva a cabo proyectos de investigación y difusión del patrimonio mudéjar que atesoran los 42 municipios que forman parte de ella. El objetivo es el desarrollo rural.
Gallego no se imaginaba lo que iba a encontrar cuando solicitó la ayuda. “Al principio lo echas por probar, tienes en la mente otros lugares como el Museo del Prado o el Reina Sofía, pero ¿quién se preocupa del ámbito rural?”, pregunta. Ella tampoco lo hacía, reconoce, “por desconocimiento”. Según fueron pasando los meses, a Gallego se le abrió un nuevo mundo, cuenta mientras abre con una gran llave la puerta de la iglesia de Tobed, donde han organizado talleres. Ha descubierto un sector que la ha atrapado hasta el punto de que ha encontrado su “profesión”. ¿Se quedará? “No sé a largo plazo, pero a corto estoy bien”, responde. Desde el primer momento se ha enfrentado a unas prácticas que ponen en marcha proyectos reales como la elaboración de material para que los niños de las escuelas rurales conozcan y valoren el patrimonio que les rodea y forma parte de su cultura intrínseca. Puede ser una iglesia-fortaleza como la de Tobed, una torre como la de la iglesia de Santo Domingo de Silos en Daroca o unas técnicas de regadío.
Gallego ayudó a desarrollar materiales educativos adecuados para impartir cualquier materia en las escuelas: la geometría de los elementos decorativos se usa en matemáticas, por ejemplo, o la forma de vida en ciencias sociales. “En lugar de la Torre Eiffel, metemos la torre del pueblo del alumno o la del municipio aledaño”, explica Victoria Trasobares, directora de Territorio Mudéjar. Porque lo que pretenden es “fortalecer la conexión de los niños con el lugar”. Si lo consiguen, será más sencillo que alguno de ellos decida continuar viviendo en la zona. En la actualidad hay tan pocos alumnos que las escuelas agrupan las aulas.
El primer año Gallego vivió en Tobed, que a pesar de su pequeñez tiene escuela, servicio médico, farmacia, un colmado…, pero luego se trasladó a Daroca, de 1.914 habitantes, con más vida y que conoce bien porque es el pueblo de sus padres, que residen en Zaragoza. Es mucho más práctico para su trabajo, donde es imprescindible visitar las localidades que forman parte del proyecto.
En Tobed dejó buenos amigos como Nieves García, dueña del colmado y del horno de leña del pueblo, cuenta Gallego mientras se abrazan con alegría. Nieves llegó a Tobed con su marido hace 34 años, les gustó y abrieron la tienda. “Productos artesanales cocidos en horno de leña Pan Cocer”, reza una placa de cerámica en la fachada. Han trabajado duro para abrirse camino y el negocio, del que se hará cargo su hijo cuando se jubilen, va viento en popa. “Yo quiero terminar aquí, si Dios quiere”, expresa su deseo.
Gallego, que fue erasmus en Ferrara (Italia) en 2018, se formó en arte mudéjar, pateándose los pueblos. “Nos tenemos que desplazar, interactuar con los lugareños e incorporarlos al proyecto porque son los que gestionan el patrimonio”, explica. En todo este trajín, el vehículo propio es “obligatorio”. Incluso para ir a Zaragoza desde Daroca: si vas en coche, se tarda una hora; si es con autobús, son dos horas y cuarto. Ella empezó así y con el tren, hasta que dijo “hasta aquí”. Pero en la balanza de Gallego pesan más, al menos de momento, las ventajas que los inconvenientes de vivir en la España despoblada.
La Cuenca más vacía
Fernando Manzaneque. Tiene 23 años y vivió en Beteta (Cuenca, 279 habitantes) donde cursó la beca en el estudio de arquitectura de Diego Puerta, al que ha regresado con un contrato.
“En invierno cambia mucho el asunto”. El verano es otra cosa, “no hace calor, hay gentecilla, hay vida”, describe Fernando Manzaneque, de 23 años, la vida en el pueblo de Beteta, de 279 habitantes, en plena serranía de Cuenca. A falta del proyecto fin de carrera para acabar sus estudios que cursa en Ciudad Real, optó a una beca Campus Rural en Beteta, en el estudio de arquitectura de Diego Puerta. La sensación de aislamiento del entorno se percibe al llegar al pueblo, mientras se transita por la carretera comarcal CM-210, y se intensifica cuando se atraviesa el espectacular cañón fluvial de la Hoz de Beteta. “Entre los 12 pueblos de esta comarca no pasaremos de los 400 habitantes, aunque en verano lleguemos a las 10.000 personas, que es una barbaridad”, apunta Puerta, arquitecto de 33 años, natural de Beteta.
Lo peor para Manzaneque es la lejanía de su pueblo, Campo de Criptana (Ciudad Real), y de su familia. “Aquí es un problema no tener coche, tardo dos horas en autobús cuando voy a mi casa, desde Cuenca es mejor”, comenta. A pesar de las dimensiones del pueblo, hay trabajo en los ayuntamientos con las calles, alumbrados o reformas; en restauración de viviendas particulares y, sobre todo, en solucionar trámites. “Estamos muy lejos de los centros administrativos y es muy complicado, y nosotros ayudamos”. Manzaneque se muestra especialmente orgulloso de la rehabilitación del Hotel Los Tilos, que ha abierto este agosto tras permanecer cerrado 15 años.
Manzaneque recuerda su primer día en el estudio. Diego Puerta le dejó en un pueblo con el encargo de realizar unas mediciones en unas casas, con la sola compañía de una manzana y un refresco. Acabó el trabajo, pero su jefe no aparecía y no había cobertura de móvil. Le tocó esperar. La anécdota conduce a otro de los problemas de la zona, interrumpe Puerta. “Habrá solo un 2% del territorio sin cubrir, pero es donde vive el 40% de la población”. Él piensa que, si realmente la España vacía le interesara a alguien, se podría organizar mejor para que hubiera más trabajo y no solo jubilados.
Beteta es cabeza de partido, hay sucursal bancaria (a cargo de un gestor financiero autónomo que, asegura, se paga hasta las grapas), dos tiendas, dos bares, un hotel y alguna casa rural. Manzaneque hace la compra en el súper, donde “te echas una charla con Paco y con Ana que se agradece”. La panadería del pueblo, que servía a otras poblaciones cercanas, cerró hace tres años cuando se jubiló Carmen, una tía de Diego. No hay relevo.
Es la hora de salida del cole. Pilar Pérez Espejo, la directora, para a Puerta. Es uno de sus antiguos alumnos. Haciendo cuentas, recuerdan que cuando él estudiaba en el colegio había unos 25 niños en infantil y que tuvieron EGB; entre todos serían unos 80 estudiantes. Este curso hay siete alumnos. “En 20 años el descenso ha sido brutal”, comenta la directora, que aun así mantiene el ánimo. Se van adaptando a las circunstancias y hay asignaturas en las que se agrupa a los alumnos. Uno de los niños que falta es un sobrino de Diego, porque su familia se trasladó a Cuenca. A Manzaneque no le asusta que las personas dejen Beteta, él piensa continuar en el estudio de Diego Puerta, que le ha ofrecido un contrato. Ha aceptado porque está bien y le gusta su trabajo, aunque su mente transita por caminos más internacionales.
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