De pueblo en pueblo para retratar los rostros de la España despoblada
Dos fotógrafos recorren en su autocaravana localidades de menos de 500 habitantes para tomar imágenes de los vecinos en un proyecto que busca mantener vivos lugares llamados a vaciarse
“Hazme la foto que luego empiezo a beber cerveza y no sé yo… ¡sácame fotogénico, eh!”. Cándido Las Heras se prepara para posar un par de minutos ante un fotógrafo profesional. Él es uno de los vecinos de Señuela (Soria) para los que el sábado 7 de mayo, soleado, pero fresco a la sombra, fue una fiesta porque iban a sumarse al proyecto de los fotógrafos Eli Garmendia y Carlos Pericás en el que retratan a habitantes de pueblos españoles de menos de 500 habitantes. Ese fin de semana aparcaron su autocaravana, que es su hogar, estudio fotográfico y galería itinerante en la plaza de esta localidad a mil metros de altitud, en la comarca de Almazán, a unos 50 kilómetros de la capital soriana.
Señuela, seis habitantes según el cuaderno de viaje de los fotógrafos, asoma en un alto de la meseta castellana desde la N-111, rodeado de un ejército de aerogeneradores y de campos de cebada, trigo y la amarilla colza. Mientras a lo lejos se ve brincar a un corzo, los fotógrafos lo preparan todo en minutos: despliegan del techo de la roulotte un toldo del que cuelgan telas negras y una gris, que será el fondo para los 20 retratos que tomen ese día. Se han instalado delante del frontón y a unos metros de un machadiano olmo seco por la grafiosis.
Su iniciativa, titulada Retrato nómada, es un homenaje a los fotógrafos minuteros, los que iban de plaza en plaza para ofrecer fotos casi instantáneas; también se miran en Piedad Isla, la gran fotógrafa que en los cincuenta y sesenta del siglo pasado iba en su Vespa por la montaña palentina para retratar a los vecinos; o más lejos, los legendarios trabajos de Edward S. Curtis y Richard Avedon en Estados Unidos. Su aventura recuerda además a los personajes de Nomadland, la película de Chloé Zhao que mostraba una manera de vivir fuera de convenciones, en autocaravana de ciudad en ciudad.
En su caso la semilla se plantó en 2015. “Yo estaba en Letonia, en una residencia de artistas”, dice Garmendia (Tolosa, Gipuzkoa, 37 años). “Carlos vino a verme y alquilamos una autocaravana durante una semana. Yo hacía fotos de naturaleza”. “Poco a poco nos dimos cuenta de que queríamos vivir sin prisas. En 2018 nos compramos la furgoneta, que se llama La Bitxa, y nos fuimos por carreteras secundarias de Europa a hacer fotos”, añade Pericás (Palma, 38 años).
Sentados en el interior de su Hymer-mobile de 1982 cuentan que un accidente en Granada, que les obligó a parar varios meses, les hizo replantearse cómo seguir. “Quisimos darle un sentido a hacer tantos kilómetros, pensamos en ir a pueblos pequeños y enfocarnos en las personas, documentar quiénes viven ahí o que al menos intentan conservar esos lugares, no se trata de volver a hablar de la España vacía”, señala Pericás.
Las primeras experiencias llegaron por una convocatoria de la Diputación Foral de Gipuzkoa, una ayuda pública que se sumó al micromecenazgo que ellos habían puesto en marcha. Sin embargo, sucedió la pandemia y hasta hace un año no pudieron viajar a ocho pueblos guipuzcoanos. Después tuvieron un encargo que les llevó a Alquézar (Huesca) y Zuheros (Córdoba). “Ahora estamos en fase de ir a más sitios y dar a conocer nuestro proyecto a diputaciones, comunidades, fundaciones…”.
“Lo habitual es que contactemos previamente con alguien del Ayuntamiento interesado en participar. Ellos hacen el llamamiento a los vecinos para que sepan que dos zumbados van a ir a hacerles fotos, pero trabajamos con discreción, no vamos detrás de nadie, quien quiera que venga”. Hasta el momento han realizado unos 1.800 retratos en cinco provincias: Gipuzkoa, Navarra, Huesca, Córdoba y Soria.
Las Heras y su mujer, Mari Ángeles, han sido los contactos en Señuela, donde una asociación vela para que el pueblo conserve, por ejemplo, el antiguo lavadero con su media docena de pilas de piedra, o la fragua. Cuando Las Heras ve el retrato que le han hecho, bromea: “¡Me podía haber afeitado!, pero me has ‘plasmao’, clavao”.
Al mediodía, llega sonriente Marta, que vive en Valencia, pero la familia conserva la casa del pueblo. Tras firmar la autorización para la cesión de derechos de su imagen, pregunta: “¿Me tengo que poner en la cruz?”, por la señal que hay en el suelo. “¿Adónde miro?”. “A la cámara, y relájate”, le responde el fotógrafo. “Venimos aquí los fines de semana porque da mucha paz, paseas por el campo, comes a la hora que te da la gana, vas a casa de unos, de otros, estás en la calle…”, cuenta. Mientras, Garmendia da leves retoques a la imagen, la imprime, la mete en un sobre y por una ventanilla de la autocaravana se la entrega. “¡Qué guapa, Marta!”, le dicen.
Poco a poco se acercan más vecinos, que se fijan en el lado del vehículo en el que la fotógrafa ha colocado retratos de otros pueblos. “Hemos tenido experiencias... como las señoras que vienen de la peluquería para salir mejor, o la abuela que trae de la mano a la adolescente que no quiere posar, y como vamos los fines de semana, el domingo en misa se pasan por Whatsapp las fotos”, comenta Pericás. “Llegamos a un pueblo y nos dijeron que había fallecido una mujer, madre de dos hijos, y que se notaba en el ambiente. Al final vino el viudo y nos dejó hacerle la foto, pero si salía con los anillos de boda de los dos en las manos”, cuenta Garmendia.
Uno de esos adolescentes que parece desconfiado es Iván. De repente se mete las manos en los bolsillos y mira con soltura a la cámara. “¡Muy bien!”, se sorprende Pericás. “Lo importante es que estén a gusto. Cada persona es un lienzo en blanco; en los instantes previos, mientras charlo con ellos o caminamos, veo si están inseguros, si sonríen...”.
Alejandro, hermano mayor de Marta, sonríe, habla, pero delante del objetivo se pone más serio, mientras ella le grita: “¡Pero, péinate, hombre!”, y el fotógrafo le pide que relaje “la boca”. Victoria, la madre de ambos, llega en camiseta y refiere “lo que fue durante la pandemia poder pasear por el pueblo”. Al rato regresa, ya con vestido y chaqueta larga oscuros, y avisa: “Hazme ya la foto que tengo que pelar las patatas”.
Los retratos, sencillos, son en blanco y negro y de 10 por 15 centímetros; hay primeros planos, planos medios... “Si fueran en color me distraería por elementos como la ropa, así me concentro en el gesto”, subraya Pericás, que resopla cuando recuerda el día que hizo 130. “Es agotador porque no es un fotomatón, queremos que cada uno sea diferente. Cuando llevas 50, tu cerebro no procesa igual”.
Sin embargo, no todo el mundo quiere que le fotografíen unos desconocidos, hasta ahora el porcentaje de los que les han dicho sí en los pueblos visitados es del 54%. En Señuela encuentran también a alguien reticente. Se llama Sofía, tiene dos años y es hija de Alejandro y Nuria. Sofía insiste en decir “no” mientras mueve el índice de la mano derecha. En uno de los intentos rompe a llorar. Claudia, su hermana, de seis años, también parece vergonzosa, pero le quitan las gafas, mira a cámara y aparece en el papel con una sonrisa y una seguridad como si hubiese posado muchas veces.
A los fotógrafos les gustaría que de este proyecto salga algún libro, exposiciones. “O ceder nuestro trabajo a archivos provinciales o al futuro Centro Nacional de la Fotografía [cuya sede estará en Soria] para mantener la memoria de estos pueblos”.
Se acerca la hora de la comida. “Me llamo Inma y quiero participar”, dice otra vecina. Después de su retrato llega el momento de desplegar las mesas para dar buena cuenta de un cordero con patatas. Y por fin la pequeña Sofía accede a dejarse fotografiar, quizás ayudó que lo hiciera agarrada a un bote en el que una Minnie Mouse guiña el ojo a la cámara.
Babelia
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