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El valor de lo liminar

Cuando un evento extraordinario interrumpe nuestras vidas, se abre un tiempo que invita a la reflexión. Es la etapa intermedia que hace posible el cambio.

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MARTA SEVI LLA

El concepto de lo liminar está experimentando un renacimiento. El término destaca la importancia de las transiciones: experimentar algo significa pasar por algo. En todos los tiempos y bajo diversas circunstancias han florecido los ritos de paso que dan sentido a nuestras vidas y nos transportan de una experiencia a otra: de la vida a la muerte, de la luz a la oscuridad, del día a la noche, de niña a mujer, de novato a experto… Lo liminar tiene la cualidad de la ambigüedad de la etapa intermedia. El concepto fue propuesto por el etnógrafo francés Arnold van Gennep (1873-1957) en un libro notable, Les rites de passage, publicado en 1909, en el que distingue los ritos que marcan el paso de un individuo o grupo social de un estatus a otro de aquellos que marcan transiciones en el transcurso del tiempo, como las cosechas o el año nuevo. En su forma más amplia, lo liminar se refiere a un lugar o un momento intermedio, un estado de suspenso, un tiempo de libertad entre dos visiones estructuradas. Momentos únicos e incluso épocas enteras pueden considerarse liminares. Tales transiciones estampan nuestra personalidad y provocan un replanteamiento total de la persona. Así ha sido desde tiempos inmemoriales.

Las cuevas del Paleolítico Superior y del Neolítico casi seguramente funcionaron como espacios liminares, pasadizos peligrosos que representaban pasajes a otro mundo. Para los mayas eran las entradas al inframundo. Los antiguos griegos sabían que la etapa intermedia de un pasaje ritual tenía su propia realidad espacial. La dimensión espacial de lo liminar puede relacionarse con espacios físicos, umbrales: la puerta de una casa, una línea que separa lo profano de lo sagrado en un ritual, una playa, zonas fronterizas, aeropuertos, las aberturas del cuerpo humano o el diván del psicoanalista.

El filósofo barcelonés Eugenio Trías (1942-2013) explicó que “pensar es pensar el límite”. Lo que hace posible la existencia del pensamiento es lo impensable. La razón que se interroga por este límite la llamó “razón fronteriza”. Lo liminar, como estado híbrido creativo, ha entrado en los vocabularios de las artes, la ciencia, la religión, la política y, sobre todo, el de nuestra vida cotidiana, como herramienta emancipadora.

El antropólogo social danés Bjørn Thomassen sugiere que, ya sean trascendentales o banales, ciertos eventos se consideran “liminares” porque interrumpen y suspenden lo ordinario, de manera que, por un tiempo, la sociedad se siente varada o exiliada dentro de una cronología o un mundo que ya no es ordinario ni regular ni medible. Cita el ejemplo del terremoto de Lisboa de 1755. Algunos eventos aparentemente mundanos o ciertas figuras han movilizado lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck (1944-2015) llamó nuestra “sociedad del ­riesgo”. Puso el ejemplo de la apertura en 1638 de Il ­Ridotto veneciano, el primer casino del mundo —­motivada por una búsqueda del exceso—, y la popularización de la lotería estatal en Europa, impulsada nada menos que por Giacomo Casanova.

En sus fases más tempranas, más confusas y polémicas, la pandemia ejemplifica tanto lo monumental como lo cotidiano. Esto tenía algo que ver con que estaba literalmente en todas partes, todo parecía estar en juego —y probablemente lo estaba—. Pongámoslo de esta manera: si nos hubieran pedido una palabra para precisar la experiencia de vivir durante la pandemia, bien podríamos haber enlistado el adjetivo “liminar”, porque se sentía como si no estuviéramos en ninguna parte.

¿Qué sucede cuando alguien está realmente en el límite, ante esos instantes liminares dramáticos, y la idea de lo discontinuo se impone sin la menor sombra de duda? Las cualidades pertenecientes a la liminaridad pueden llegar a ser desconcertantes. Lo liminar se presenta a menudo menos como un estado metafísico deseable que como un rincón lamentable en el que injustamente se pinta a ciertas poblaciones. Los migrantes, por ejemplo, reiteradamente han atestiguado, en sus propios escritos y relatos, estar atrapados entre su supuesta identidad nativa y su posible patria e idioma adoptados, expulsados de su hogar y nunca completamente realizados en el nuevo mundo. Tales figuras a menudo también se hacen liminares, tanto por la sociedad de la que proceden como por aquella a la que han llegado. La tendencia a tipificar como sujetos liminares a quienes han sido socialmente excluidos resulta altamente problemática: es precisamente la experiencia liminar —que “nosotros” consideramos fundamental e importante— lo que hace falta a “los otros” para sortear la brecha de la marginalidad.

Libertad y angustia, que a menudo van de la mano, suelen condensarse en momentos liminares. Nuestros espacios liminares invitan a reflexionar acerca de cómo experimentamos y reaccionamos al cambio, cómo vivimos las incertidumbres de estados intermedios y logramos salir del otro lado, si es que lo conseguimos. Sin esos breves e importantes espacios en los que vivimos en el intervalo no podríamos existir.

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