Sangre, sudor y petróleo: la materia prima del Mundial de Qatar según un artista ruso
Andrei Molodkin crea arte político. Su última obra es una reproducción de la Copa del Mundo rellena con crudo catarí. Con otras ha criticado el régimen de Putin
En 1970, tras terminar el Mundial de México, la FIFA convocó un concurso para diseñar un nuevo trofeo para los campeones. Hasta entonces, el vencedor de la Copa del Mundo de fútbol levantaba la Copa Jules Rimet, en honor del que fuera el primer presidente del máximo organismo del fútbol. El diseño ganador fue el presentado por el artista italiano Silvio Gazzaniga, que representaba a dos hombres entrelazados sosteniendo un globo terráqueo. Más de 50 años después, el artista ruso Andrei Molodkin (Buy, Kostroma Oblast, 56 años) ha creado una reproducción exacta de ese trofeo y la ha rellenado de petróleo catarí —tiene el certificado de origen del mismo— con el fin de denunciar la muerte y corrupción que envuelven la Copa del Mundo que se celebra estos días en aquel país del Golfo. The Dirtiest Cup, la copa más sucia. La obra ha sido comisionada por la revista española Líbero y estuvo expuesta en la Galería Nueva, en Madrid, donde podríamos suponer que fue un éxito, pues la lona de dos metros con una imagen de la obra que anunciaba la muestra fue robada pocas horas después de ser desplegada. Cuando termine el torneo, la copa de Molodkin viajará a París y se pondrá a la venta en la web Apolitical con un precio de salida de 115 millones de euros, que es la cantidad en sobornos gastada por el Gobierno catarí, según una investigación del FBI.
Al otro lado de la pantalla, el ruso se retuerce sobre la silla en que está sentado. Quiere compartir pantalla para mostrarnos una obra en la que está trabajando, cuyo protagonista es Putin. “¿Tú sabes cómo demonios se hace esto?”, pregunta, contrariado. Dos minutos después aparece en el monitor una imagen del mandatario ruso y un líquido rojo que va subiendo hasta cubrir por completo su rostro. “Mi primera idea era mezclar sangre y petróleo en la Copa del Mundo”, informa. “Quería ponerme en contacto con familias de trabajadores paquistaníes que hubieran fallecido en la construcción de los estadios en Qatar, que sus padres me donaran sangre para que yo la usara en la pieza. Pensé que mezclar crudo y sangre y jugar con las distintas densidades de cada líquido sería una bonita metáfora de cómo el ser humano es hoy considerado inferior al negocio del petróleo. Creyeron los de Líbero que era una gran idea, pero que mejor centrarnos en algo más simple, solo con petróleo, solo sobre el dinero que maneja el petróleo. Todo en este Mundial es un juego sucio, de moral líquida, que nos llega directo desde una tubería”.
La vida y la obra de Molodkin llegan marcadas por los dos años, entre 1985 y 1987, que sirvió en el Ejército de la URSS transportando misiles de entrada y salida de Siberia. Ahí aprendió a odiar el sistema, a dudar de toda autoridad y a creer que “la única revolución posible es una que se arme desde el arte y la cultura”. Tras licenciarse en Arte e Industria en la Universidad Stroganov de Moscú, desarrolló un estilo inspirado en el constructivismo soviético, que se convirtió en algo completamente suyo años más tarde, cuando empezó a experimentar con sangre humana. “Las ideas del constructivismo son clave para mí. Es un trabajo colectivo muy conectado con la realidad. La mayoría del arte realmente es fruto del capricho de alguien muy rico y poderoso. El constructivismo rompió con eso. Realmente sí cambió la sociedad, y no solo con sus ideas, sino también en lo técnico: inventó artilugios para desarrollarse que luego fueron usados en otros campos”, apunta el artista, quien hoy vive y trabaja en Maubourguet, al sur de Francia, en lo que fue una cooperativa donde se fabricaban incluso armas y cuyos trabajadores eran comunistas italianos y españoles huidos del fascismo. Ha bautizado el complejo como The Foundry (la fundición). Aquí se pueden ver algunas de sus grandes instalaciones y también una gran obra que reproduce una hoz y un martillo. “Me la regaló Kanye West”, puntualiza. “Él la compró y pensó que quedaba mejor en este entorno”. Por aquí también han expuesto y trabajado otros artistas, como el español Santiago Sierra.
“Es mi casa. Encaja con lo que soy. Tras 20 años yendo y viendo de Rusia, finalmente se ha hecho imposible para mí volver allí. Mi familia también tuvo que salir del país tras la invasión de Ucrania. El único futuro de Rusia pasa por derrocar el régimen de ese criminal que es Putin”, recalca. En marzo de este año Molodkin instaló una enorme imagen de Putin en una iglesia en el centro de Londres hecha con sangre de colaboradores y amigos suyos ucranios. “La gente reacciona de forma distinta cuando les pido sangre para mis obras”, apunta, mientras se le escapa un poco la risa. “Creen que es más práctico donar sangre para un hospital, pero yo les convenzo de que donar sangre para el arte es igual de vital. Y, además, tampoco es que les pida litros y litros, solo un poco”.
En la Bienal de Venecia de 2009, el pabellón ruso incluía una obra de Andrei Molodkin que era una reproducción de la Victoria de Samotracia a la que, a través de unas válvulas, se le insuflaba la sangre de un soldado ruso y de otro checheno. En un ejercicio de control de riesgos, el curador del pabellón ruso decidió mantener la obra allí, pero retirar la descripción. “Hay artistas que se sorprenden cuando les censuran, puede ser agresivo, te borran del todo, pero yo no tanto. Mira, si a alguien le dices: ‘Jódete’, es muy probable que te responda que te jodas también tú. Es así de simple”.
La relación de Molodkin con el establishment del mundo del arte es casi tan mala como la opinión que tiene de la escena museística actual. “El mundo del arte no es que sea conservador, es que es directamente reaccionario. Hice algo en la Tate Modern en 2009 y todo lo demás que vi ahí era nostalgia, te sentías muy protegido. De hecho, te sientes más protegido en un sitio como la Tate que en el taxi que coges para llegar hasta ella, porque al menos en el taxi hablas con el conductor de Ucrania o de la inflación, hay debate. La Tate es como un museo clásico, pero con un nombre estúpido”, remata. A pesar de todo esto, el creador ruso se muestra completamente en contra de vandalizar obras o de utilizar los museos como campo de juegos en el que escenificar protestas. “Mira, te voy a contar una historia. Hace 35 años, un amigo mío artista, Alexander Bremer, dibujó un signo de dólar sobre una obra de Malévich expuesta en Ámsterdam. Sabía que, si lo hacía en EE UU, eran 15 años de prisión, pero lo hizo en Holanda porque sabía que allí significaban solo cinco meses de condena. Quería llevar la revolución a la imagen de Malévich, muy bien. Pero lo mejor de la historia es que los de seguridad del museo tardaron 15 minutos en arrestarlo, y lo terminaron haciendo porque fue él mismo quien fue hasta ellos para contarles lo que había hecho sobre la obra de Malévich. Los tíos se creían que ese signo de dólar ya estaba allí, que era parte de la pieza. No veo muy efectiva su acción. Debes deconstruir la estructura de poder, no usar una obra de Van Gogh para ponerte al mismo nivel de destrucción que el poder. Los museos son para lanzar mensajes desde el arte”.
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