Empezar a nombrar
Tenemos que descubrir cuántas maneras hay para ser madre (o no serlo); qué sienten nuestros cuerpos y nuestras cabezas | Columna de Rosa Montero
En la pasada Feria del Libro de Fráncfort, con España como país invitado, vi una fascinante mesa redonda sobre la maternidad con tres escritoras españolas, Nuria Labari, Katixa Agirre y Silvia Nanclares, que han publicado unos libros formidables sobre el tema (La mejor madre del mundo, Las madres no y Quién quiere ser madre, respectivamente). La mesa se titulaba Rabenmutter?, palabra alemana que, según explicó la brillante moderadora, Marta Fernández, significa “madre cuervo”, un término despectivo de uso habitual con el que se denomina a las mujeres que, tras dar a luz, regresan a su trabajo y a su vida, en vez de abandonar el empleo para siempre y dedicarse por entero a la crianza. Alucina que exista una palabra tan denigrante en una sociedad como la alemana, en otros terrenos poderosa y moderna, pero que, respecto al papel de las mujeres, según los eurobarómetros, es considerablemente más machista que la española. Así de insidioso es el sexismo, así de penetrante y de tenaz.
Y justamente uno de los registros en donde el machismo ha hecho balsa y se ha estancado es en el tema de la maternidad, como si ese asunto fuera uno de los últimos reductos del poder patriarcal. La maternidad (y la no maternidad) siempre ha sido definida por los hombres, y aún estamos arrastrando esa palabra ajena como una bola de hierro que lastra nuestros pasos. Así trabadas, avanzamos poco por este nebuloso y complejo territorio. Aún tenemos que descubrir cuántas maneras hay para nosotras de ser madre (o de no serlo); qué sienten nuestros cuerpos y nuestras cabezas, cómo cambia nuestro papel social, cómo nos ven y cómo nos vemos.
Ya he contado alguna vez esa estúpida y repetida escena que consiste en estar charlando de banalidades con desconocidos en un acto social y que alguien te pregunte: ¿tienes hijos? Y que, tras tu respuesta negativa, todo el grupo se calle y te observe, expectante, a la espera de no sé qué maldita explicación: no quise (es una egoísta), lo intenté pero no pude (pobre desgraciada), no encontré al padre adecuado (es una solterona desesperada), soy-lesbiana-o-soy-transexual-y-no-deseo-usar-técnicas-reproductivas (vaya, vaya…). En fin, no hago más que llevar hasta el paroxismo grotesco todas esas interrogaciones que los ojos de la sociedad clavan en ti. Tedioso y fatigoso.
Hace algunos años participé en Pamplona en una fascinante mesa redonda con cuatro grandes científicas, investigadoras punteras de diversos campos. Todas tenían hijos y las cuatro resaltaron la enorme dificultad de compaginar el hecho de ser madres con la investigación de alto nivel. Una de ellas, Sandra Hervás, doctora en Biología y especialista en inmunología, dijo: “El primer día que dejé a mi niño en la guardería me marché llorando… ¡pero de alegría!”. Hubo una carcajada liberadora en la audiencia, compuesta por unas 400 personas, la mayoría mujeres. Entonces Sandra añadió: “Aquello me creó un sentimiento de culpabilidad muy grande”. Y un susurro de desasosiego recorrió la sala. La lúcida y genial Sandra puso palabras a emociones poderosas pero sepultadas, y, al verbalizarlas, la audiencia consiguió hacerlas suyas. Porque no podemos conocer aquello que no sabemos nombrar.
Eso hicieron Silvia, Nuria y Katixa esa tarde en Fráncfort, lanzar palabras como antorchas sobre la oscuridad. Se habló de los sentimientos negativos o violentos que las madres pueden tener hacia sus hijos (la novela de Katixa empieza con un infanticidio), pero también, como dijo Silvia y todas corroboraron, de la gloria que se experimenta a veces siendo madre; un esplendor que no tiene que ver con las ñoñerías de la falsa maternidad perfecta, que suele retratarse en diminutivos, los pañalitos, los juguetitos, los eructitos, sino que es una poderosa ola emocional (Labari dixit). Labari también resaltó que, cuando una mujer escribe de la maternidad y lo dice en el título de la novela, como las tres hicieron, ningún hombre se siente concernido por la obra, ningún hombre la lee. Pero si Richard Ford escribe un libro titulado Una madre, por ejemplo, ah, entonces sí que es importante, sí que es un asunto de interés universal. Hasta ese punto nos han arrebatado la palabra. Amigas, sigamos la estela de estas tres autoras estupendas: hay que empezar a nombrar y no parar.
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