Aprender a surfear
La vida es una escalera de necesidades que no lleva a ningún lado. Y siempre surge un tramo más cuando creías haber coronado | Columna de Rosa Montero
El otro día cuatro o cinco chavales de unos 17 años pasaron junto a mí en la calle y escuché decir a uno: “Vivo con la necesidad ¿correcto? de encontrarme con Beatriz Almeida (he cambiado el nombre de la chica)”. Ese “correcto” incrustado ahí me descolocó un poco, pero fuera de la fatigosa muletilla la frase me pareció genial y ondeó en mis oídos como una bandera de brillantes colores.
El adolescente se expresaba con seriedad, estaba contando a sus amigos algo que le importaba: su aguda necesidad, su encendido deseo. Qué bien expresada está la obsesión acuciante del que se cree enamorado, o quizá del que está empezando a enamorarse, porque si citaba a la mujer con nombre y apellido ante sus colegas es que no tenía una relación íntima con ella, quizá ni siquiera habían hablado todavía, o hasta puede que fuera una profesora. Eso sí, seguro que se trataba de una cuestión sentimental. Y si anhelaba encontrarse con ella debía de ser para poder empezar una relación, para derretirla, para conquistarla. Cuánta fe había en las palabras del chico, cuánta esperanza en su propia capacidad de seducción y en esa quimera que siempre es la pasión amorosa.
La frase me hizo gracia en su primera lectura, en la más obvia, en la del ataque de amor adolescente. Pero luego quedó resonando en mi cabeza en un sentido más amplio. La clave está en la palabra necesidad; todos vivimos con la necesidad de algo, aunque no sepamos expresarlo de una forma tan claramente ansiosa y expectante como el chico. De hecho, se podría decir que la necesidad, o las necesidades sucesivas, las necesidades insaciables, son la esencia misma de los seres humanos. La necesidad de ser más querido, más admirado, más rico, más poderoso, más feliz. La vida es una escalera de necesidades que no lleva a ningún lado. Cada uno se construye sus peldaños y siempre surge un tramo más cuando ya creías haber coronado, como esas cimas de montaña que parecen alejarse a medida que asciendes.
Luis Landero lo llamaba “el Afán”, con genial acierto, en su preciosa novela Juegos de la edad tardía. Es esa ansiedad tenaz, ese desasosiego que te impele a hacer más, a ser más, a llegar a más, a tener más, citius altius fortius, que hay que ver qué pesaditos nos ponemos con la ambición de ser. Sobre todo los varones, decía Landero, que consideraba que las mujeres éramos más sensatas. No lo somos, no. Tan sólo sucedía que en las sociedades más machistas no nos dejaban aspirar a la grandeza. Las nuestras eran pequeñas escaleritas de necesidades (casi siempre amorosas, para más limitación) frente a las colosales escalinatas de los hombres.
Hace mucho tiempo vi una película, creo que de Alain Tanner, en la que un anciano decía que la vejez consistía en dejar de desear, o, lo que es lo mismo, de necesitar. Ya no proyectabas nada para el día siguiente, ya no tenías ambiciones ni expectativas. Yo debía de tener veintitantos años, y la sola idea de que se pudiera llegar a un desierto tan árido me espantó. Tanner murió, nonagenario, el mes pasado y no sé si sufrió eso que vaticinó cuando era joven. Pero, por los ancianos que he ido conociendo en mi vida, yo diría que no. Creo que, en general, seguimos anhelando cosas hasta el final, aunque sólo sea que en el ambulatorio te atienda ese enfermero tan guapo y tan simpático. Puede que regresemos de algún modo al embeleso elemental del adolescente que vivía para encontrarse con Beatriz. Hay un deseo niño que perdura.
La cultura oriental tradicional utiliza una estrategia completamente distinta para luchar contra la frustración: ellos se centran en no necesitar y no desear. Pero a mí, hija de Occidente como soy, me parece que el deseo es la vida. Ahora bien, quizá sea posible reducir la ansiedad, bajar las revoluciones del afán. Un amigo lector, Antxon Rabella, me ha contado las sabias palabras que le dijo hace poco un eminente psiquiatra, Vicente Madoz, “Tienes mal metida la idea de que en la vida hay que hacer cosas. La vida es un río y sólo pide que te dejes llevar por él, observándolo, a veces disfrutándolo y otras con miedo a hundirte. No te comas tanto el coco”. Vicente Madoz tiene 82 años y yo diría que no está en el desierto. Sí, supongo que el secreto radica en aprender a surfear las aguas turbulentas de la vida.
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