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Las copas y las letras
Columna
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Algo de Turquía para siempre

Ahora, a mi vuelta, echo de menos por las mañanas las láminas de pepino y la pasta de olivas para el desayuno | Columna de Ignacio Peyró

EPS Ignacio Peyró
Ignacio Peyró

Solo he pasado una semana en Turquía, pero ha sido suficiente para querer —como esos jugadores de fútbol algo troncos— terminar mi carrera en el Besiktas. Entiendo que no lo crean: una semana en 42 años de vida es poca cosa. Da tiempo a deslumbrarse, no a profundizar, y menos aún a profundizar en un país que —con sus hititas y sefarditas, con sus emperadores bizantinos y sus sultanes otomanos— ya aplica una presión diaria sobre nuestra cultura general. Los viajes, por supuesto, siempre tienen una sugestión positiva: hay gentes raras que encuentran placer en pagar por criticar, y anotan como un triunfo que no haya leche de cabra en el bufé para así clamar a gusto en Tripadvisor. Casi todos, sin embargo, estamos dispuestos a dar un empujoncito a la realidad para que sonría, al menos, a la altura de la esperanza que teníamos o, más crudamente, del precio del avión. En vacaciones, la fresa sabe a la primera fresa. El mar es de un azul nunca registrado. El martini no está frío: está al cero absoluto. Y es así que viajamos a Francia con la ensoñación de que todo son mañanas de primavera y muchachas que van en bici a por croissants, y es así que aterrizamos en Italia pensando que el primer ragazzo —la primera ragazza— de ojos negros sabe de amor lo que no sabía el Petrarca. Jean Cocteau escribe, en una ciudad nueva, que todo el mundo parece ser feliz, y un comentarista apunta al margen que Cocteau no había tenido el día observador. El viajero, sí, lo perdona todo, y en la memoria nos quedan los crepúsculos lírico-románticos y no las tiendas de quincalla o el adolescente ruidoso al que con gusto hubiéramos mandado sacrificar.

Por supuesto, yo también iba a Turquía con toda voluntad de embrujarme, de tomar té con vendedores de alfombras y hacer un hueco en mi dieta al pistacho y al sésamo: hay que honrar la memoria de aquellos que nos dieron una educación de la sensualidad en sus cafés y sus baños, sus serrallos y divanes. Pero, orientalismos aparte, supongo que si uno puede enamorarse de una persona, también puede enamorarse de una ciudad o de un país. Aunque no lo ponga fácil. En Estambul, el español y el inglés son escasos y el turco parece pensado para desesperar a la parte no turca del mundo. Moverse de un lado a otro requiere la energía, en efecto, de tomar Constantinopla: el transporte público es bueno, pero las distancias son imperiales, y los taxistas parecen responder solo ante Dios y ante la historia, no ante el viandante. El español, eso sí, cae muy bien: Finito de Córdoba y la duquesa de Alba son nombres ya más familiares que Lepanto, aunque ahora me pregunto si eso es bueno.

En los aeropuertos de Ankara y Estambul puede verse una imagen que, como dirían los alemanes y los cursis, encierra algo de nuestro Zeitgeist: docenas de señores europeos con el pelo recién trasplantado, el cuero cabelludo como una siembra y una cinta en la frente a lo Rafa Nadal. Volverán a casa hirsutos y felices. En todo caso, es signo de nuestra inserción con Turquía, uno de esos países que —de su papel en la guerra de Ucrania a la república laicista o el rebrotar islámico— vuelven la geopolítica apasionante. Pero si algo le ha sobrado al Bósforo, eje del mundo, es geopolítica, y uno, ya de vuelta, prefiere entornar los ojos y volver a cuanto evoca el nombre “delicias turcas”. La hora del té en Pera Palace, con dulces tan delicados que parecerían hechos de espíritu de lavanda o emanación de mandarina. Una copa prudente en el Orient Bar. Pasear Beyoglu abajo mientras cae la tarde sobre el Cuerno de Oro. Un kebab que no es como el de las tres de la madrugada en Tribunal. El anís con la fruta. Los cafés, donde tomar un börek que los judeoespañoles aún llaman burequita. Una de las frases más tremendas de la historia: la de Justiniano al entrar en Santa Sofía, “¡te he vencido, Salomón!”. Y esa otra frase que uno de nosotros no puede dejar de decirse, cual capitán pirata, en un barquito municipal: Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul. Es llamativo: ahora, a mi vuelta, echo de menos que no haya una foto de Atatürk en todas partes, como echo de menos, por las mañanas, las láminas de pepino y la pasta de olivas para el desayuno. ¿Qué hacer? No tengo la menor idea, pero ya sé por qué los viajeros de antaño se hacían retratar alla turca, con turbante y narguilé: a la hora de irse, querían que algo de Turquía se quedara con ellos para siempre.

Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.

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