Vinicius, Mbappé y los cumpleaños
Siempre me ha fascinado este interés que profesamos los aficionados por trazar mapas sentimentales entre futbolistas


El debate de la semana en Madrid se centra en las relaciones personales, algo bastante predecible por tratarse de una ciudad donde a la boda de su alcalde se le concede tratamiento de enlace real y los nuevos noviazgos copan un espacio preferente en los programas de televisión, eso por no hablar de las rupturas. Con un derbi de corte europeo a las puertas y en el que los dos grandes equipos del lugar se juegan media temporada, la corte se entretiene estos días en analizar cómo de bien, o de mal, se llevan Kylian Mbappé y Vinicius Jr., las dos grandes estrellas del firmamento merengue.
Siempre me ha fascinado este interés que profesamos los aficionados por trazar mapas sentimentales entre futbolistas. Nos agobia cualquier conato de mal rollo entre nuestros héroes y acostumbra a tranquilizaros todo lo contrario, como si el buen funcionamiento de una plantilla profesional se redujese al ajuste de los mismos principios que rigen las pandillas. Competir, jugar bien y ganar no parece tan importante como aparentar cordialidad y por ahí empieza a inquietarse una parroquia acostumbrada a las distracciones más banales hasta que la primavera anuncia el momento de coger el cuchillo y dejar la cuchara.
La llegada de Mbappé al ecosistema blanco trajo consigo un quebranto psicológico de difícil digestión. Se trata de encajar al mejor jugador del mundo en el mejor equipo del planeta, los actuales campeones de casi todo, de ahí que tantos periodistas y aficionados se pregunten cómo se le pudo ocurrir a alguien semejante idea. Con Vinicius Jr. acaparando todos los focos y el cariño sincero de la afición, introducir otro elemento demoledor sobre el campo se empieza a intuir como un error de bulto entre quienes se ocupan de anticipar la caída de los imperios en base al mal de amores, los celos y todo tipo de cuestiones puramente especulativas, tan secundarias cuando la pelota comienza a rodar que parecen tomarse cumplida venganza el resto de la semana.
Ambos príncipes vienen de marcar ante el Rayo Vallecano en partido de Liga, sellando una victoria fundamental de manera fulminante, ajustados ambos a su naturaleza futbolística y demostrando, una vez más, que las matemáticas aplicadas siempre funcionan: un gol, más otro gol, siempre serán dos goles. Sin embargo, su manera de relacionarse sobre el campo no parece encajar con el imaginario sentimental del espectador, más preocupado por cuántos balones comparten, o por si se profesan ternura con la mirada, que por cuantificar la suma total de sus talentos. Por razones inexplicables, pero admisibles, de ellos parece esperarse que abandonen su gusto por la caballería y se entreguen a la fantasía romántica de vivir el uno para el otro, al sin ti no soy nada de Amaral, al propósito de enmienda cada vez que alguno de los dos rompa el partido sin preguntar.
De Michael Jordan contaba Steve Kerr, compañero suyo en el mejor equipo de baloncesto de todos los tiempos, que podía pasarse el año entero sin dirigirle la palabra salvo para ponerlo a parir cuando algo le molestaba. No era el único. A su Aérea Majestad solo le importaba ganar y sus números parecen apuntalar la idea, tan despreciada históricamente en el mundo del fútbol, de que la profesionalidad y el talento pesan más que esos códigos escritos en sangre por personas que jamás pisaron un vestuario. Cómo no recelar de este mundo descabellado en el que lo verdaderamente importante ya no es que las estrellas ejerzan su caudillaje, sino que se feliciten los cumpleaños.
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