El fascinante refugio lisboeta de Ignasi Monreal
Unas horas buceando en el apartamento que tiene el artista catalán en la capital portuguesa sirven para comprender el universo hilarante de este cotizado creador. Aquí ha encontrado su mejor guarida para un momento de cambio.
Una mujer irrumpe en el salón trasladando una banqueta y una maceta con una planta de metro y algo de altura. No grita, pero su presencia lo inunda todo como si una banda musical hubiera entrado tocando charanga en la estancia. “¡Esto tiene que ir aquí! ¡Y tú, qué sexi eres!”, le espeta la fotógrafa arqueando una ceja con picardía. “Y solo ella puede ser Victoria”, comenta Ignasi Monreal (Barcelona, 32 años) sobre su vecina. Ella es Victoria Fernández, una organizadora de eventos colombiana cuya fama en la industria de la moda la llevó incluso a desfilar para Tom Ford con la primera colección del creador en solitario. “Era una parte inamovible de la casa: si quería mudarme aquí, en el paquete iba ella. No me lo pensé dos veces”, apunta Monreal entre risas.
La de ambos es una historia tan poco previsible e inverosímil como algunas de las obras de este artista catalán, pero, al igual que estas, funciona a la perfección. “Hace dos años que decidí trasladarme a Lisboa, justo en un momento en el que tenía una obsesión enfermiza con los azulejos”, recuerda refiriéndose, entre otras cosas, a la serie Mi manchi come il wifi, donde el artista parte de la técnica tradicional de las baldosas para crear un router de internet. Era otra de las genialidades que se le ocurrían en una década de trabajo en la que le ha dado tiempo de trabajar para Gucci, Dior o Airbnb, de vivir en tres países distintos y de saltar de la pintura digital a la tradicional a golpe de antojo. En su trabajo hay cabida para NFT con guiños a la crisis de los tulipanes holandeses del siglo XVII, platos sucios convertidos en obras de arte —para la serie Plats bruts, que acaba de recalar en el Palazzo Monti de Brescia (Italia)—, gafas de sol con ojos que observan desde la montura —junto a Etnia Barcelona— y hasta un jamón que trota a lomos de un tacón, fruto de una de sus colaboraciones con Vogue España. ¿Qué tienen en común todas estas obras? “Lo mismo que esta casa: pocos prejuicios, mezcla de opuestos y un sentido del humor que intento no perder nunca”, responde.
Llegó un momento en el que, después de años trabajando 15 o 16 horas al día, lo que más le motivaba era a la vez lo que le generaba más ansiedad. No tenía asistente, encadenaba un proyecto con otro y decidió parar a coger aire. “Me ahogaba”, recuerda. Ese es el aire que trajo Lisboa, más concretamente el piso en la Rua das Pedras Negras donde hoy ejerce de anfitrión para una amiga a la que ha guiado de fiesta por las calles lisboetas la noche anterior. Lo encontró gracias a su pareja, el coreógrafo Benjamin Peck. Existen muchos más elementos de corte surrealista aparte de su vecina Victoria: los muebles, por ejemplo, los ha comprado en subastas a precio de ganga. El mural de las baldosas, que trufan la mitad de las paredes, se deforma en algunos tramos donde el albañil decidió que carecía de la paciencia para continuar. Y los objetos que pueblan las habitaciones son igual de dispares que la mente de Monreal: un armario repleto de camisas estampadas, una PlayStation o libros que esconden restos de ceniza se mezclan con obras del propio Ignasi, o con las piezas de cerámica del artista brasileño Aramy Machry (novio de su singular vecina). “Lisboa tiene un lenguaje aparte y unos personajes que podrían ser dignos de telenovela: está llena de turismo, pero, al mismo tiempo, sus habitantes viven en un mundo paralelo”, cuenta.
Monreal conoce bien la intrahistoria de las capitales europeas porque, básicamente, lleva 32 años saltando entre ellas con la misma soltura con que lo hace con sus gustos culturales: de Velázquez a Caravaggio, de la filmografía de Kirsten Dunst a los programas de docurrealidad sobre gente acaudalada de California. Esa curiosidad es la que le hizo cambiar Barcelona por Madrid a los 16 años. Lo mismo hizo cuando dejó Publicidad y Relaciones Públicas en la Universidad Complutense para adentrarse en Dirección Creativa, en el Istituto Europeo di Design. “No creo mucho en hacer una única cosa y vivir esclavizado por ella, yo disfruto el cambio. Según me recuerda mi madre a veces, lo primero que dibujé en mi vida fue un retrato de Cobi, la mascota de Barcelona 1992, y desde ahí ya no paré. Aunque dibujo escenas y personajes con situaciones cómicas, también intento añadirle algo de crítica o sarcasmo a lo que hago. Creo que eso tiene que ver con haber madurado mentalmente”, arguye. Por el camino, sus creaciones se han mudado con él a ciudades como Londres, Roma o Las Vegas, donde el pasado mayo inauguraba un inmenso mural para la tienda de Gucci en un centro comercial, inspirado en el libro de 1709 Iconologia or Moral Emblems, de Cesare Ripa.
Si bien el humor sigue estando en el centro de su obra, el proyecto que ahora le tiene ocupado a tiempo completo es probablemente el más ambicioso de su carrera. Aún no ha trascendido prácticamente, pero Monreal estará a cargo de la escenografía de La Bayadera, un ballet ruso que el Teatro de la Ópera de Roma estrenará a finales de febrero de 2023, interpretando la música original del compositor Ludwig Minkus con coreografía de Benjamin Peck. “Lo bonito de este proyecto es que ya es casi un milagro que los teatros modernos inviertan en producir sets pintados a mano. El teatro tiene un taller con el espacio suficiente para pintar sobre suelo, con una técnica que se exportó al resto de Europa y que ya casi no existe. Hará seis o siete años que no se creaba un set nuevo para una obra, y ese ha sido el privilegio”, cuenta. Por su exaltación al describirlo, se entienden los motivos que han llevado a Monreal a hacer este parón para dedicarse en exclusiva a La Bayadera: “Es un trabajo que hago porque quiero. Ni por dinero ni por ambición, solo porque hay un alto nivel de libertad creativa y porque puedo trabajar también con el resto de los departamentos que ponen en marcha un ballet tan increíble”. Los diseños creados para la historia, una tragedia romántica ambientada en la India, van desde una columnata que genera un juego visual hasta un templo religioso rodeado de amapolas. “Este tipo de decorados teatrales pueden envejecer bastante mal, así que he intentado llevarlo a algo más abstracto y sutil”, sugiere.
Por mucho que su carrera haya ido en ascenso y sus clientes sean cada vez más numerosos, a Monreal no parece que se le haya ido un ápice del carácter pueril e incansable que dibuja al recordar su infancia. “Te mentiría si no te contara que sigo leyendo cosas que leía por aquel entonces o volviendo a series de manga como Utena, la chica revolucionaria, que me obsesionó de pequeño y ha vuelto a hacerlo ahora. Es una historia sobre una chica lesbiana que no quiere encontrar a su príncipe, sino convertirse en uno. Si eso no es revolucionario, que me cuenten qué lo es”, exclama.
“Me gustan los artistas que no siguen las corrientes del momento que viven, sino que arriesgan con su propia historia aunque no les vayan a caer las mejores críticas. Y ese puede ser el autor del manga o el mismísimo Velázquez, que se lo pasó como un enano en cada uno de sus cuadros”. Algo que a Monreal, después de varios años siendo uno de los ilustradores más cotizados de una industria tan azarosa como la moda, también ha acabado por darle igual: “Un tiempo sabático te sirve para darte cuenta de que puedes tener mucho éxito y al mismo tiempo ser un desgraciado”, zanja. A juzgar por el aspecto que luce desde su balcón con vistas a la lisboeta plaza de San Antonio, enfundado en su camiseta y su par de calzoncillos, no parece que Monreal se sienta precisamente en esa categoría.
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