Educación, responsabilidad social y excelencia musical: las claves del éxito de la Sinfónica de Galicia
Una orquesta es un organismo vivo, que se alimenta de la pasión, el talento y la conexión de sus integrantes. La Orquesta Sinfónica de Galicia lleva 30 años construyendo un proyecto ejemplar. Su director, Dima Slobodeniouk, y sus músicos nos cuentan esta prodigiosa aventura
Hasta principios de los años noventa, España era un país en el que no sonaba tanta música. En ese sentido, aquel decenio fue prodigioso. Antes de 1992 apenas existían 14 orquestas sinfónicas dentro del territorio. Hoy son más de 30. Y una de ellas representa en gran parte ese viaje a la normalización del arte en un país que se adaptó tarde a los usos de Europa en ese sentido, pero que hoy, en muchos aspectos, resulta puntero.
La Orquesta Sinfónica de Galicia (OSG) cumple este año su 30º aniversario. Lo hace después de haber construido desde sus inicios un legado que comenzó con prestigio musical y continúa con liderazgos en programas de acción social y diversas estrategias tecnológicas y de comunicación por redes sociales. Una formación musical sinfónica no se reduce en el siglo XXI solo a una cita semanal para deleitarse con un programa concreto. Requiere penetrar en la sociedad y buscar públicos para construir nuevas sensibilidades desde la infancia hasta la edad de jubilación. Necesita anclarse en el territorio que contribuye a enriquecer. En eso, la OSG, además de sus actuaciones, mueve diversas iniciativas didácticas, pero triunfa también con un canal propio de YouTube que suma 10 millones de visualizaciones al año en todo el mundo a base de 35.000 al día. “Amplía por 20 el aforo de nuestra sede”, apunta Andrés Lacasa, su gerente.
Lo dice precisamente en el Palacio de la Ópera de A Coruña, donde ensayan habitualmente. Sobre el escenario los dirige Dima Slobodeniouk, su batuta titular desde 2016, nacido en Moscú hace 47 años, pero afincado en Finlandia desde los noventa. El músico fue el primero en dar en España un paso al frente contra la invasión de Vladímir Putin. Lo hizo sin dudarlo el pasado 3 de marzo, cuando interpretó junto a los músicos de la OSG en su gira por el 30º aniversario el himno de Ucrania en Cuenca y al día siguiente en el Auditorio Nacional de Madrid.
Slobodeniouk aterrizó en Galicia con un bagaje propio, pero su condición de finés con origen ruso no resultó extraña en una formación en la que han llegado a convivir músicos de 34 nacionalidades distintas. “El hecho de proceder todos de territorios musicales tan diversos nos enriquece muchísimo”, asegura el director en su camerino. La orquesta es un babel armónico que sabe tocar al unísono. Siempre fue así desde el inicio. Tal como ocurrió en las demás orquestas del Estado, fundadas también en la misma época, donde, para llenar plazas disponibles, acudieron, sobre todo en los años noventa, cientos de músicos del este de Europa principalmente, ya sin trabas desde sus países tras la caída del Muro.
Después, los puestos se han ido completando con jóvenes talentos de varias regiones españolas. Y eso también explica el impulso en la educación musical que ha vivido el país en las últimas tres décadas. Hoy es un referente que exporta gran nivel en igualdad de condiciones a intérpretes de cuerda, viento y percusión. El salto ha sido enorme. A veces la normalidad ya real lo disimula, pero cuando miras atrás…
Cuando miras atrás, una orquesta europea como la Gustav Mahler, fundada por Claudio Abbado para fomentar los ideales de la unión continental entre músicos jóvenes, no contaba con ningún español entre sus miembros de la primera hornada. Hoy son el 30%. Cuando miras atrás, la Joven Orquesta Nacional de España (JONDE) construía una cantera de músicos también en los años noventa que hoy son auténticas figuras de la interpretación o la dirección. Ahí estaba y de sus filas salió María José Ortuño Benito, flauta de la OSG, que compartió atriles con Jaime Martín, hoy director de la Sinfónica de Melbourne o de la Orquesta de Cámara de Los Ángeles, en Estados Unidos, después de haber cuajado una gran carrera internacional como flautista. Como ella misma dice, “al final vine a parar a este rincón”. Y más que encantada.
Desde el extremo atlántico, ella y otras decenas de músicos que ya suman a tres generaciones han desarrollado un proyecto que forma, asimila e integra. La situación geográfica ha marcado su carácter para bien. La música ha resultado un revulsivo para arrinconar el aislamiento. Los veteranos, en la transmisión de rigor, técnica y valores, desempeñan un papel consciente y activo: “En los conservatorios les enseñan a dominar un instrumento, nosotros aquí los formamos para tocar dentro de una orquesta. Es distinto”, asegura Ortuño. De la individualidad al sonido colectivo, se deben pulir las diferencias para lograr disciplina, escucha, respeto, compenetración en el grupo.
La idea del sonido también se hereda. Representa la marca, la distinción. Hoy, quienes han ido conformando el de la Sinfónica gallega lo transmiten a las orquestas y coros infantiles y juveniles de la organización. La de más pequeños, entre 8 y 15 años, cuenta con 69 miembros, y la juvenil, con 139. Todos conforman el consorcio del que dependen en conjunto, con un presupuesto de nueve millones de euros.
Por esas filas previas ha pasado Nicolás Gómez Naval, trompa, de 31 años, nacido en Viveiro (Lugo) y miembro de la OSG desde 2015. Diez años antes había formado parte de la juvenil, donde permaneció hasta 2011. Luego siguió su especialización en la Escuela Reina Sofía de Madrid y en la Royal Academy de Londres. Después regresó adonde se había iniciado. La OSG en ese sentido crea y se nutre ya de una escuela propia que implica lealtades y la oportunidad de crecer como músico de altura sin necesidad de emigrar. La familia también le había marcado. Y un sistema bien organizado de bandas en Galicia contribuyó a señalar su camino: “Mi tío era director de la banda de Ribadeo y fue él quien me inculcó el amor por la trompa, aunque mi madre toca el saxofón y mi hermano el trombón”.
De su localidad lucense partió a A Coruña, una ciudad de tamaño medio con sus cerca de 250.000 habitantes, en la que el público de la OSG había ya adoptado como parte de su fluido sensorial a los músicos. “Tenemos un público muy fiel y además la orquesta no se ha limitado solo a su labor musical, ha creado una escuela, una cultura propia”.
Los 20 años de Víctor Pablo Pérez como director titular —hoy lo es honorario— y los siete de Patrick Alfaya como gerente resultaron fundamentales en su tarea de pioneros. “La idea de armar un proyecto completo en el que pronto se desarrollaran las orquestas juveniles e infantiles la impulsamos y surgió desde el principio. Queríamos equipararnos en ese aspecto a las formaciones centroeuropeas. Entonces planificamos ya este presente que en ese momento era para nosotros el futuro”, asegura el director, implicado aún en la actividad con las categorías básicas de la OSG.
Además, tanto él como Alfaya elevaron el nivel desde los comienzos y lograron atraer a grandes solistas que querían colaborar con la orquesta, caso de estrellas como Krystian Zimerman, Maurizio Pollini, Anne-Sophie Mutter, Grigory Sokolov, Frank Peter Zimmermann, Maria João Pires, Elisabeth Leonskaja, Gil Shaham, Sarah Chang, Leonidas Kavakos, Arcadi Volodos, Mischa Maisky, Javier Perianes…
A la actividad concertística, Víctor Pablo y Alfaya unieron una labor de repertorio operístico como orquesta residente del Festival Mozart desde su fundación, en 1998, o el de Pésaro, en Italia, dedicado a Rossini, en diversas ediciones. Dima Slobodeniouk aplaude aquella primera etapa: “Cuando llegué, el nivel era muy alto. Habían trabajado una base clásica con incursiones a los límites primeros del siglo XX con Gustav Mahler, por ejemplo. Dominaban el fraseo. Conmigo hemos expandido las fronteras en busca de una mayor flexibilidad y hemos entrado más en repertorio del siglo pasado y el actual”, asegura el director finés, que ha conformado durante su trayectoria un tándem importante junto a Andrés Lacasa en lo que ha sido la segunda etapa de la orquesta.
El viaje de ambas épocas junto a los dos titulares lo han experimentado Alison Dalglish, británica, viola, con 20 años en la orquesta, o Joan Ferrer, valenciano, primer clarinete y 27 años en Galicia, también junto a Stefan Utanu, rumano de Timisoara, violinista y recién jubilado tras haber ingresado en 1993. “Aquí han venido siempre muy buenos directores”, afirma el violinista.
Fue otro empeño de los dirigentes de la orquesta desde el principio. Pero a las batutas hay que convencerlas no solo para ir, también para volver. Con la OSG suelen repetir y no son pocos los nombres de prestigio que lo han hecho, desde Gustavo Dudamel, Lorin Maazel, Eliahu Inbal, Neville Marriner, Michail Jurowski, Ton Koopman, Christoph Eschenbach, Daniel Harding, Jesús López Cobos, Alberto Zedda, Josep Pons o Gianandrea Noseda.
No solo observaban aptitudes que les complacían, también disposición para superarlas. Incluso en los momentos difíciles, como la pandemia. “El público coruñés es de lo mejor que hay, han aguantado y han vuelto tras la covid”. Durante el encierro, la orquesta no paró. “Dimos clases gratis online, activamos nuestras actuaciones en redes con recitales de cámara”. Los músicos aportaron, falta que las administraciones no decaigan, afirma Utanu. “No deberían estancarse los concursos a plazas nuevas, en muchos casos llevan siete años de retraso”. Lo reclama con la autoridad de quien se va y deja un legado en su puesto.
Construir una orquesta sinfónica lleva décadas. Destruirla puede ser cuestión de días. La salud de las formaciones españolas en este sentido varía. Las instituciones culturales son candidatas permanentes al recorte si vienen mal dadas. La OSG ha conocido tiempos mejores. El mayor presupuesto lo tuvieron en 2009, con 13 millones de euros. Incluía la celebración del Festival Mozart, pero al desaparecer este, vino la resta. La travesía ha sido dura para todas, algunas estuvieron a punto de desaparecer, como la Orquesta de Extremadura, la de Sevilla o la Filarmónica de Gran Canaria, que sobrevivieron finalmente.
La pervivencia de los gallegos jamás fue puesta en duda por quienes la sostienen. Fue creada por el Ayuntamiento de A Coruña y su presupuesto, junto a los recursos propios, lo redondean la Diputación Provincial y la Xunta de Galicia. Para los malos tiempos conviene también que dentro del grupo brillen los líderes. Un papel que no solo corresponde a los directores titulares, también a miembros de la orquesta. A Joan Ferrer le llaman el capitán. Será por algo. “Porque tiro del carro”, dice. “Disfruto de la ilusión de tocar juntos y en momentos como la pandemia, después, eso se multiplica y así lo transmito para producir una motivación extra, un contagio. Hay momentos en que tienes que dar un paso adelante”, asegura Ferrer.
El mérito consiste en mantener el entusiasmo. “La ilusión no se me va, más cuando veo a mi hijo tocar a mi lado”, afirma. ¿Cómo le convenció para que siguiera su mismo camino? Quizá como él hizo consigo. “Cuando era joven me propuse dos opciones: ¿qué quieres? ¿Vivir cómodo o dedicarte a la música? Elegí lo segundo”. Así, Ferrer fue labrando su prestigio hasta ser el único español que ha sido jurado en el Concurso Chaikovski o que ha colaborado en vida de José Antonio Abreu con el Sistema de Orquestas de Venezuela.
La óptica de los veteranos ensancha su valor cuando lo que celebran y reivindican, además de lo sembrado, es que la OSG es una orquesta joven. Así lo cree Alison Dalglish: “Joven y mestiza”, puntualiza. “Al nivel que muchas orquestas británicas no tienen”, afirma. En gran parte, por esa implicación de los más mayores en la formación de los relevos. “Hace ocho años que doy clases, empezamos a ver el futuro que tienen por delante cuando los incorporamos para hacer algún refuerzo y ver cómo trabajan y se adaptan. Procuramos que desde los escalones menores tengan cada vez mayor contacto con los músicos profesionales, crearles buenos hábitos como no solo llegar puntuales, sino antes de la hora marcada”.
El engranaje en ese sentido se beneficia de la implicación. Y de la audacia que les contagia Dima Slobodeniouk. “No solo trato de alentarla, cuando vienen otros directores me lo comentan: no tienen ningún miedo a asumir retos. No son músicos conservadores ni acomodaticios. Eso se lo imponemos desde los niveles más bajos y lo devuelven con oxígeno regenerado”. Su plan es dejar la orquesta tras el aniversario. Siete años al frente le han marcado tanto que no salta a otra formación, sino que se tomará una temporada sin contrato como titular fuera de Galicia. ¿Volver a Rusia? Ningún interés, ni cuando acabe la guerra. “No he dirigido ninguna orquesta allí ni he vuelto desde que me fui hace 30 años. Ni quiero”, asegura.
Slobodeniouk prefiere seguir vinculado a la tierra que desde su rincón ha sabido consolidar uno de los proyectos musicales más sólidos de su país. “Creo en Galicia como un referente cultural y musical capaz de atraer a mucha gente. Los gallegos en eso son muy discretos, evitan promocionarse. A mí no me importa hacerlo. Confío en la fuerza de este lugar como algo propio”.
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