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La zona fantasma
Columna
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Cuento del señor Cotta 3

Siempre se había querido tanto que nunca había sentido la necesidad de querer a nadie más | Columna de Javier Marías

Javier Marías

Aquella dañina política, tan española, de quedarse tuerto por dejar al otro ciego, de causarse enorme perjuicio para causarle uno total al adversario, acabó por pasarle factura. La editorial Enigma fue sufriendo pérdidas a medida que el señor Cotta agrandaba su lista de autores damnificados. Como casi todos tenían más éxito que él, el descontento creció y se le fueron marchando a sellos en los que no se los boicoteara. Al darse cuenta de que no obtendría más ganancias, inició gestiones con un gran grupo para venderle su editorial. Pidió una cantidad desorbitada, pero Juan Díaz, el encargado de la transacción, le paró los pies con firmeza y aun así se mostró generoso, considerando la ya iniciada devaluación de Enigma. La suma fue suficiente, con todo, como para que Cotta creyera tener las espaldas cubiertas económicamente durante un lustro o quizá más. Invirtió en Bolsa y amplió su colchón. Ahora podría entregarse en cuerpo y alma a la creación de obras sublimes, sin preocupaciones terrenales, por así decir.

El señor Cotta había descuidado aspectos no ya de su formación, que le traía sin cuidado, sino de su retrato. Es propio de los ególatras conducir sus pasos con vistas a contemplarse mentalmente en el espejo. Siempre se había querido tanto que nunca había sentido la necesidad de querer a nadie más. Cierto que tenía amigos, pero su relación con ellos era utilitaria o competitiva —lo segundo si se dedicaban a lo mismo que él—. Lamentaba sus éxitos y celebraba íntimamente sus fracasos, por mucho que aparentara lo contrario ante ellos; se convirtió en un artista de la falsedad. En cuanto al amor, jamás había notado su falta; es más, no le veía objeto a anteponer la felicidad de nadie a la suya propia, le parecía una gran tontería. Sin embargo, percibía que existían grandes pasiones, sufrimientos y exaltaciones a su alrededor, y más o menos decidió que, para ser un hombre completo y complejo, debía recorrer esas sendas de éxtasis y dolor. Había sido individuo de apremiante apetito sexual, y no se había encontrado con grandes problemas para saciarlo. Por un lado, sus tragaderas eran anchas; por otro, optó por la bisexualidad, pues así se le duplicaban las oportunidades: en vez de centrarse en la mitad de la humanidad, se centraba en la totalidad. Le parecía lo más moderno, además, y se añadía la ventaja de desconcertar y crearles inseguridad a sus parejas, a las chicas con los chicos y viceversa. Con tan amplios horizontes, y dispuesto ocasionalmente a pagar en especie —en dinero no, era tacaño—, no le habían faltado compañeros de cama o sofá.

Enamorarse era no obstante otra historia, en la que no era nada ducho. Está bien expresado así, pues creía que eso era cuestión de práctica, no de sentimiento. De modo que mimetizó las cuitas, las eclosiones, los celos y los tormentos de los enamorados. Primero probó con una joven que por entonces mantenía una relación clandestina con el afamado columnista Pírfano de Lerma. Se llamaba Iris Vallarín y sólo veía intermitentemente a su amante, demasiado absorto en su celebridad. Cotta se la envidiaba y encima la encontraba inmerecida e injusta: juzgaba a Pírfano un autor mediocre y frivolón, pasto de la aristocracia y de la plebe, dos estamentos bien zafios. Así que la idea de competir con él en otro terreno lo estimuló. La situación le permitía dolerse, y exigirle a Iris que abandonara al figurón —le habría espantado que ella lo hiciera—, y de paso irritaba al periodista, que en seguida estuvo al tanto de su existencia: la joven, algo ingenua, jugó a darle celos a Pírfano. A través de ella supo que el amante primero despreciaba a Cotta a su vez, considerándolo sólo adecuado para bostezar y un pedante en toda regla. A Pírfano de Lerma le llegaron, por su parte, los comentarios despectivos de Cotta hacia él, al que desdeñaba por inculto y por escritor anticuado y rancio, en la estela —cierta— del filonazi González Ruano y el falangista García Serrano. En suma: por mucho que Pírfano se las diera de izquierdista en su columna, Cotta lo juzgaba inevitablemente franquista, de espíritu y de estilo. El odio entre los dos fue aumentando por amante interpuesta; Iris Vallarín les iba largando a uno y a otro cuanto les oía mascullar entre las sábanas, los dos descuidaron sus obligaciones para con ella.

El articulista, con cuidado de no nombrarlo (le habría hecho un favor), no se resistió a lanzarle venablos a Cotta en sus leidísimas columnas, hasta que demasiada gente se preguntó quién sería “el pelirrojo untuoso” (así se refería a él) al que profesaba tanta inquina, y cayó en la cuenta de que en el ámbito literario no abundaban los colorados, luego no se tardaría mucho en atar cabos y decidió apodarlo “el patilludo primoroso”. Cotta, a su vez, se propuso vengarse sacando a Pírfano en una novela, como personaje ridículo, trepa y de nula potencia sexual. En este último aspecto el columnista no podría devolvérsela sin faltar clamorosamente a la verdad, ya que, si Cotta era incapaz de enamorarse, estaba siempre presto a las proezas por su exacerbada rijosidad: bastaba que alguien lo rozara para despertarle una urgentísima voracidad. Un enfermo, en suma.

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