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Pamplinas
Columna
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La palabra obsolescencia

Crecemos, consumimos, todo gracias a inventos tan preclaros como la obsolescencia programada | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós

El señor era amable, socarrón, y arreglaba lavadoras. O algo así: cuando vio la mía me dijo que el tambor se había roto porque ya tenía tres o cuatro años y que sí, que podía arreglarla pero que me iba a costar más cara que una nueva. Tres o cuatro años de lavar cada semana unas sábanas, dos toallas, los pantalones, media docena de camisas y camisetas y cositas habían podido con ella. Y arreglarla no valía la pena. Yo lo miré con sorpresa y él me miró con sorna y me dijo una frase que parecía muy repetida:

—Es por aquello de la obsolescencia.

Yo me hice el tonto —más aún— por aquello de la curiosidad.

—Sí, la obsolescencia. Todos somos obsolescentes, usted también. Todos tenemos la obsolescencia programada.

Primero me quedé callado; después quise decirle que la mía no sirve para vender nada pero me pareció que el debate era complejo; que mejor saborear la palabra obsolescencia, su regalo. La palabra obsolescencia suena a obscena adolescencia —u otra redundancia por el estilo. La Real Academia dice, siempre en la deriva, que la obsolescencia es la calidad de obsolescente y que obsolescente es lo que se está volviendo obsoleto —y así de seguido, y consigue no contar lo que importaba.

Lo que importaba es que hubo un momento —principios del siglo XX— en que los grandes inventores del capitalismo norteamericano se desesperaron: estaban produciendo objetos tan bien hechos que duraban demasiado, y se vendían mucho menos. Fue entonces cuando los fabricantes de lamparitas o bombillas se confabularon y juraron no producir ninguna que pudiera brillar más de 1.000 horas: habían inventado el agua tibia. Y la probaron con el dedo y les gustó y empezaron a aplicar el criterio a otros inventos: las medias de nailon, por ejemplo, que no se rompían ni a palos, se volvieron quebradizas. Y se les ocurrió que los coches debían tener “modelos”: el de este año humillaba al del año pasado, lo volvía patinete. Seguían, en realidad, el ejemplo de la moda: la idea extraordinaria de que alguien pudiera no usar la chaqueta del año anterior porque “ya no se usaba”. O del periodismo más ramplón: eso de que las noticias de ayer hoy ya no valen.

Consiguieron instalarlo: fue un gran momento de la civilización. Idea y materia se complementaban: lo anterior ya no servía —porque así se habían formateado las cabezas— y además se rompía —porque estaba hecho para eso. Era un concepto millonario y ya estaba en pleno uso hacia 1950, cuando un diseñador industrial norteamericano, Brooks Stevens, dio con el nombre que lo celebraría: la “obsolescencia programada” se volvió la base del negocio.

Así, ahora, las cosas se multiplican y multiplican y multiplican más. Un estudio reciente dice que en la casa de una familia americana media hay unos 300.000 objetos, “desde clips hasta tablas de planchar”. Y que sus dueños se pasan 10 minutos por día buscando los que pierden: eso es, en una vida, unos 200 días perdidos en la búsqueda de objetos que sirven para poco —o para nada. Nos inundan las cosas, cosas y más cosas que se compran y se venden y se compran más. En los últimos 50 años la población del mundo se duplicó pero el comercio internacional se decuplicó: crecemos, consumimos. Todo gracias a inventos tan preclaros como la obsolescencia programada.

Y cuando alguien trata de preguntarse si será necesario despilfarrar recursos y tiempos y dineros en objetos que podríamos no tener o compartir o fabricar para que duren, te toman —como aquel fontanero— por idiota: se dan cuenta de que no te das cuenta de que eso es lo que hace funcionar el mundo, lo que hace que millones y millones tengan un trabajo, cobren, paguen, coman, sueñen, duerman, puedan comprar más y más cosas, no piensen en su obsolescencia programada: vivan.

(Y aquel tonto que dice que la gran revolución sería volver a los pocos objetos duraderos. Y que cuántas fortunas caerían, cuántos se quedarían sin trabajos inútiles, cuánto se salvaría; cuánto habría que pensar, entonces, qué queremos. Y cuánto importaría querer algo; cuánto, entonces, cuidarlo. Cuánto, al fin, hacernos las preguntas que evitamos: las que nunca se pasan de moda.

Y entonces, para que quede claro que nada lo está, llega la guerra, la obsolescencia más brutal, y así quedamos.).

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