Un centrifugado obsesivo


Yacen en el interior de la caja del camión cientos, si no miles, de aves muertas en confuso desorden. Sacrificadas, debido a un brote de gripe aviar, las hemos transformado en materia inerte, en arquitecturas deshechas. Impresiona la cantidad. Uno es capaz de asumir la presencia simultánea de dos o tres cadáveres, quizá cuatro, tal vez media docena, pero los volquetes nos aturden porque rompen una estadística inconsciente. La muerte, como el coñac, mejor a sorbos. Y así es como la vida suele servírnosla, en dosis de equis cucharadas, según vengan las cosas. Un camión de animales muertos nos remite a nuestra propia animalidad porque también nuestros difuntos son de carne y hueso pasivos por más que el deseo de trascendencia del ser humano tienda a verlos como la cáscara de una metafísica que está por demostrar.
Los excesos, incluso los excesos de bienestar, nos colocan frente a nuestras limitaciones administrativas. Por supuesto que sabemos dónde enterrar o incinerar a las gallinas sacrificadas: otra cosa es la gestión (y la digestión) mental de la hecatombe. Se acerca uno a las noticias sobre la gripe aviar como a un suceso de carácter menor y, sin embargo, se pasa luego el día dándole vueltas a la foto. Dándole vueltas como el niño que se resiste a tragar el pedazo de hígado que se acaba de meter en la boca. Nos repugna, en fin, tragarnos esta imagen, ni siquiera sabemos qué significaría tragársela ni por dónde habría que hacerlo, de modo que ahí sigue, dentro de la cabeza, como la ropa blanca dentro del tambor de la lavadora, que la centrifuga y centrifuga de manera obsesiva.
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