Eso no se llama feminismo
Este año no he acudido a ninguna delas manifestaciones, aunque compartiera los valores de la convocatoria oficial | Columna de Rosa Montero
Todavía me emociona recordar la manifestación del 8 de marzo de 2019 en Madrid, una de las más grandes marchas feministas de la historia y del mundo. Participamos 370.000 personas, según la policía, y tal vez un 30% o más eran hombres. Había muchísimos jóvenes: me sentí como si mi generación estuviera pasando el testigo. Fue una inmensa fiesta de reafirmación que reivindicaba a todas las mujeres que el machismo oprimió. Fue una explosión de fuerza y de luz.
Y ahora henos aquí, tres años después, con el feminismo dividido y dos marchas convocadas al mismo tiempo en Madrid. La oficial y la alternativa (50.000 y 6.000 participantes respectivamente, según la Delegación de Gobierno). La alternativa, ya saben, era la que defendía la abolición de la prostitución y estaba en contra de la ley trans. Dos posiciones que no comparto. Todos queremos que la prostitución acabe, pero para eso hay que llevar a cabo un esfuerzo educativo colosal y un profundo cambio social que no afecta solo a las prostitutas. Porque me resulta chocante que la gente diga: ¿acaso son libres las mujeres para escoger la prostitución? Cierto, probablemente 999 de cada 1.000 no desean ser meretrices, pero creo que tampoco se escoge libremente trabajar en un matadero, por ejemplo, dicho sea con todo respeto hacia los matarifes (el mismo respeto que tengo hacia las prostitutas). Esto es, hay un problema de explotación laboral que es mucho más amplio. Pero repito: todos queremos que la prostitución acabe, en lo que diferimos es en la vía. Y para mí es obvio que, si prohíbes a las mujeres ofrecer sus servicios libre y directamente, estás fomentando al intermediario. Es decir, a los proxenetas. Pasó lo mismo con la ley seca. Las prohibiciones engordan a las mafias.
En cuanto a los trans, los opositores a la ley han aportado críticas interesantes, como los posibles conflictos en las competiciones deportivas, pero tengo la sensación de que la mayoría desconoce lo que es la transexualidad. La confunden con el travestismo (que es muy lícito, pero no tiene nada que ver) y creen que es un capricho de personas de aspecto muy llamativo y pechos siliconados y reventones. Ignoran que la mayoría de los transexuales son discretísimos y aspiran al anonimato (estoy segura de que todos conocemos personas trans sin saberlo); que no es un capricho, sino una necesidad biológica, y que además hay un 25% de transexuales que nacen mujeres pero se sienten hombres. De esos nunca hablan.
No escribo este artículo para combatir el abolicionismo o defender la ley trans. Solo he dado un par de pinceladas para mostrar que disiento y que tengo argumentos. Pero, aunque estuviera del todo equivocada, estas ideas mías y esta discusión siguen siendo necesarias en el movimiento feminista, como me parece esencial que permanezcan dentro de él las más radicales abolicionistas, aunque yo crea que están erradas. Por eso este año no he acudido a ninguna de las manifestaciones, aunque compartiera los valores de la convocatoria oficial. Pero no podemos permitirnos partir el feminismo. Es prioritario que logremos mantener al mismo tiempo la unidad y el debate. Una de las abolicionistas dijo en Twitter: “Nadie es marxista si no está de acuerdo con los principios del marxismo (…) Nadie puede decirse feminista si defiende cosas contrarias a la agenda feminista” y, de no ser por la pena que sentía, me hubiera partido de risa, porque no ha habido más cismas, enfrentamientos y peleas por ver quién es más puro que entre los mil y un grupúsculos marxistas. Mal ejemplo, querida. Pero, además, es que el feminismo no es una ideología, por fortuna. No es un sistema cerrado de ideas, sino un grandioso movimiento cultural y social que está cambiando el mundo. Por eso hablamos de los feminismos, porque es una revolución plural en construcción desde hace siglos, desde la querelle des femmes o querella de las mujeres, que comenzó Christine de Pizan en 1405 con su libro La ciudad de las damas, o incluso desde antes, desde el amor cortés del siglo XII y las poderosas abadesas medievales. Opinar distinto sobre la prostitución o los trans no es algo malo. El problema es que algunas se sientan dueñas absolutas de la verdad y las únicas con legitimidad para decidir quiénes son feministas o no. Eso, amigas, no se llama feminismo. Se llama dogmatismo.
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