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La zona fantasma
Columna
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Cuento de noviembre 2 (El profesor Pírfano)

Vio la expresión de estupor de Martuni y pensó que saldría corriendo, pero estaba cautiva de la fascinación, la compasión y el repelús | Columna de Javier Marías

Javier Marías

Quien prueba insospechadamente las mieles de algo, ya no puede renunciar a ellas. Las personas que dan satisfacción en la cama deberían ser más cautas que las torpes o tibias, porque se encuentran con que sus parejas ocasionales siempre quieren repetir. Precisamente por habérseles dado a conocer un alto gozo, son capaces de perseguir hasta el infinito al causante. El profesor Pírfano de Lerma sabía que él no era deslumbrante en ese campo, y que sus probabilidades de éxito dependían más de la ignorancia que del conocimiento. Al constatar que su capacidad de fascinación estaba limitada a sus alumnas y que nunca alcanzaría a nadie fuera del aula, concluyó que debía convertirse en alguien con proyección nacional, para que se le ensanchara el territorio de caza. Había comprobado, además, que tanto Olga Juez como Conchín Bailly-Baillière y las otras víctimas de su elocuencia, evitaron repetir, seguramente debido a lo siguiente:

Pírfano, desde la infancia, había sido muy propenso a pillar catarros y siempre se moría de frío. Y como entonces eran raras las llamadas “prendas térmicas”, recurría a lo que más lo protegía, el papel higiénico. Así que, bajo la camisa o el jersey de cuello alto, llevaba un rollo enrollado alrededor del tórax. A Olga, a Conchín y a las demás se vio obligado a advertirles: “Te vas a sorprender, pero, por culpa de una tuberculosis mal curada que padecí en la infancia, no me puedo permitir ni un estornudo, por lo que me cubro el pecho con algo que deberás ayudarme a desenrollarme, si pretendes seguir adelante. ¿Te lo cuento o prefieres verlo tú misma?” Al hechizo provocado por el “efecto tarima” se añadían de pronto la compasión anticipada (“Pobrecillo, una enfermedad que arrastra”) y la curiosidad morbosa (“¿Qué demonios llevará? Si fuera una faja no me avisaría, se la quitaría en el cuarto de baño y listos”), así que la respuesta de sus cinco seducidas apenas varió: “Déjame ver, yo soy muy comprensiva”. Lo peor del rollo salvífico era que salía muy sudado. Después del acto amoroso Pírfano lo tiraba y se colocaba otro nuevo.

Pero tuvo mala suerte con Martuni Böhl de Faber, gaditana de origen alemán. El día que llevó a esta joven a su casa se le había agotado el papel higiénico y no había tenido más remedio que ponerse unas cuantas hojas de periódico enteras, que formaban la armadura. Le costó retirárselas, y, por el abundante sudor, se le quedaron fragmentos pegados y también manchas de tinta. Vio la expresión de estupor de Martuni y pensó que saldría corriendo en el acto, pero no fue así, cautiva como estaba de la fascinación, la compasión y el repelús. Al cabo de un rato, no obstante, y cuando ella cabalgaba a horcajadas, Pírfano notó unas sacudidas desacompasadas y descubrió que obedecían a carcajadas. “¿Qué te da ahora tanta risa, muchacha? Esto es un anticlímax, y como tú comprenderás…”, le dijo Pírfano airado, le salían las malas pulgas cuando sentía una burla. “Perdona”, le contestó Böhl de Faber, “pero es que me distraigo leyendo los titulares que se te han quedado aquí y allá. Ya sabes, el poder de la letra impresa…” El profesor fue a mirarse al espejo del cuarto de baño y vio que el fragmento de noticia más visible rezaba: “Muchos nazis sufrieron”, la frase estaba incompleta. Se arrancó a disgusto cuanto se le había pegado y volvió a la alcoba, donde Martuni lo recibió aún con risas: “¿Qué, te has leído ya toda la prensa? Ahora se te ve bien pulido”. El profesor se lo tomó a mal, se vistió sin protección interior y la echó con cajas destempladas. De lo que se arrepintió en seguida: había destruido la compasión y le había facilitado a Böhl de Faber contar el episodio a los cuatro vientos.

Tenía un amigo del colegio que acababa de ser nombrado director de un periódico nuevo que había creado expectación considerable. Fue a verlo a su despacho y le pidió que le diera una columna diaria. Amatriain, que así se llamaba el amigo, puso los ojos en blanco: “¿Diaria? ¿Tú sabes lo que cuesta y desgasta eso? Claro que a ti siempre se te dio bien la redacción. ¿Y sobre qué? Ya tenemos analistas políticos y deportivos”. “Si tú me das libertad, te escrito una columna a la que los lectores irán derechos tras los titulares de primera plana, o aun antes. En el plazo de dos o tres meses estará en boca de todos. Si no es así, me echas. Yo no cobraré de momento, y tampoco si no te convence. Eso sí, si se cumple lo que vaticino, entonces hablaremos de las condiciones, del contrato y la tarifa. Escribir se me dio bien siempre, lo reconozco”.

No perdía gran cosa Pírfano con aquella apuesta, y, sobre todo, no se le había ocurrido otra manera de adquirir reputación nacional. Se creía muy capaz de extender por escrito aquel “efecto tarima”, sin perder horas de su vida dejándose la garganta en un aula. Y añadió: “Firmaré Pírfano de Lerma, sin nombre de pila. Como deberían haber hecho Camba, Gómez de la Serna y González Ruano. ¿Qué te parece? Tu periódico va a necesitar lectores adictos. Yo te los traigo”.

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