_
_
_
_

La Palma: el negro rastro del volcán

Juan José Millás ha viajado a la isla de La Palma y ha palpado las cicatrices del desastre. La erupción finalizó el 13 de diciembre tras 85 días de furia. Pero el rastro natural, económico y, sobre todo, humano del drama permanece vivo bajo el manto negro.

Juan José Millás, en la zona de Las Manchas, en La Palma. Foto: James Rajotte | Vídeo: James Rajotte
Juan José Millás

En la antigüedad, cuando reventaba un volcán, lo calmábamos a base de sacrificios. Ahora, en lugar de al volcán, nos calmamos a nosotros mismos a base de pastillas. El volcán no ha cambiado de estrategia; nosotros, sí. Me percaté de esto en una farmacia de Los Llanos de Aridane, en la isla canaria de La Palma, al advertir que las dos personas que me precedían llevaban recetas de Lexatin. Yo había ido a comprar unas tiritas, pero pedí también un colutorio y un cepillo de dientes que no necesitaba para entablar conversación con la farmacéutica.

—Durante la erupción —me dijo— se consumían somníferos porque no había forma de dormir. Tras ella, ha aumentado la venta de ansiolíticos.

Una prima suya, añade enseguida, salió de casa “con lo puesto”. Esta expresión, la de “salir con lo puesto”, se escucha a menudo. Da la impresión, después de hablar con unos y con otros, de que ha ido estableciéndose un relato estándar, consensuado, que oculta, por repetitivo, la magnitud de la tragedia. “Salir con lo puesto”, si lo piensas, es terrorífico, sobre todo si no puedes volver a entrar, que es lo que ocurrió en numerosas ocasiones.

—Esta calle está en el centro de Los Llanos —continúa la farmacéutica— y hasta hace poco estaba hasta arriba de cenizas. Teníamos que salir con gafas de protección, mascarillas y paraguas.

—¿Paraguas? —me extraño.

—Sí, para las cenizas. El pelo no duraba nada limpio. La ceniza no ensucia, pero se acumula en el pelo. El plato de la ducha se quedaba negro.

Retengo en la memoria, por surreal, la imagen de las personas con paraguas bajo una lluvia de gotas negras sólidas.

Las tiritas eran porque el zapato me había hecho una rozadura en el pie izquierdo y al día siguiente tenía que caminar por un terreno abrupto. Había quedado con Felipa Guzmán Reyes, directora adjunta del parque nacional de la Caldera de Taburiente, situada al norte de La Palma, y el lugar donde hace apenas dos millones de años comenzó a formarse esta isla preadolescente que de vez en cuando da un susto. Los últimos de los que se guarda memoria son, sucesivamente, el del volcán de San Antonio, en 1677; el de San Juan, en 1941; el de Teneguía, en 1971, y el de Cumbre Vieja, ayer mismo, en septiembre de 2021.

Una casa cerca del cráter de Cumbre Vieja semienterrada por la ceniza volcánica.
Una casa cerca del cráter de Cumbre Vieja semienterrada por la ceniza volcánica.James Rajotte

Se trata, en fin, de una isla en formación, una isla que de vez en cuando se abre las carnes por aquí o por allá para continuar pariéndose a sí misma. A los estudiantes palmeros se les enseña que su tierra tiene forma de corazón, y es cierto, pero también, pensamos nosotros, de lágrima invertida, y ahora nos hallábamos al norte, es decir, en la zona gruesa de la lágrima, el sitio donde la isla emergió de lo hondo del océano, cuyo suelo se encuentra a 4.000 metros de profundidad. En esa parte gruesa de la lágrima hay una gigantesca olla conocida como la Caldera de Taburiente en cuya pared interior se han abierto, a distintas alturas, senderos que te permiten recorrerla. Felipa Guzmán y yo caminábamos por uno de esos senderos interiores de la parte alta de la caldera mientras James Rajotte, el fotógrafo, buscaba emplazamientos de cámara para hacer su trabajo.

Aquella depresión enorme del terreno (daba vértigo mirar abajo, aunque también hacia arriba) era el resultado del desplazamiento del edificio volcánico original moldeado por el agua. La olla aparece rota por la pared suroeste dando lugar a un formidable barranco, conocido como el de las Angustias, por el que las aguas que no se recogen antes o que sobran llegan al mar a la altura de la localidad de Tazacorte. El barranco es pues, asimismo, producto de la erosión provocada por el agua en el principio de los tiempos de esta isla de 708 kilómetros cuadrados, una altura máxima de 2.426 metros (el Roque de los Muchachos) y una población de 83.000 habitantes (unos 117 por kilómetro cuadrado). Se trata de una zona poco afectada por la reciente erupción del Cumbre Vieja, pero imposible de evitar cuando los orígenes importan. Es bueno, pienso, contemplar el último estallido a la luz de donde se produjo el primero.

Entonces, la directora adjunta del parque cuenta:

—El día que explotó el Cumbre Vieja era domingo [19 de septiembre] y estaba en casa de mi madre. Había mucha excitación porque jamás habíamos visto un volcán en erupción, cosa que, según habían anunciado, pasaría de un momento a otro. Nos pusimos eufóricos. Mi madre, que había vivido la de 1949 y la de 1971, dijo: “Qué ignorantes son mis hijos”. Cuando explotó, cogimos el coche y nos acercamos cuanto pudimos. Por la fisura salían pinchos de fuego como los de la corona de la estatua de la Libertad. Estábamos fascinados. Pero los mayores avisaban: “¡Ay, que la lava se va a tragar la finca de fulano, que ha trabajado tanto!”. El volcán tiene esa doble vertiente: algo que parece que viene del más allá, aunque viene de lo más profundo, viene de dentro, no de fuera. Es una cosa mágica hasta que ves que baja y baja y baja y va enterrando casas, tierras, proyectos. Pasamos de la magia a la tragedia en nada. Hubo gente que tuvo que salir corriendo, con lo puesto (“salir con lo puesto”, una vez más).

A medida que progresamos por el borde interior del gigantesco cráter, el día se cubre, de modo que los barrancos, precipicios y arrugas cubiertas de vegetación que forman las paredes de la olla se tornan, sin perder su grandeza, tan amenazantes como un paisaje torturado. Solo falta un poeta romántico arrojándose al precipicio con la cabellera al viento. Da miedo imaginar la caída. En ese instante, Felipa Guzmán, de 48 años, casada, con un hijo, dice:

—Mi marido tenía 6.000 metros cuadrados en la costa y la lava se lo llevó todo. Cultivábamos aguacates. Teníamos una piscina y ya estaban hechos los cimientos para construir la casa. La lava se llevó de entrada la mitad de la finca y luego la otra mitad. Mi marido estuvo 10 días que no era capaz de ubicarse. Antes de la erupción iba todas las tardes a trabajar en la finca, era su vida, y ahora las tardes…

Insisto: no sabe uno qué provoca más vértigo, si mirar hacia arriba, donde hay picos que forman una crestería inmensa, de más de 2.000 metros de altura (nosotros estamos a unos 1.000), o hacia abajo, por uno de cuyos surcos me imagino rodando hacia el abismo. He perdido un poco el sentido de la orientación, no sabría decir dónde está el norte, ni siquiera el norte de mí mismo. Me siento como una hormiga diminuta recorriendo el rostro de un viejo dormido, un viejo tan lleno de pliegues y de arrugas que la pobre hormiga ignora si se halla cerca de la boca, del párpado o de las cejas del anciano.

La Cumbrecita, en el parque nacional de la Caldera de Taburiente.
La Cumbrecita, en el parque nacional de la Caldera de Taburiente. James Rajotte

Felipa dice:

—Mi marido piensa que todavía podemos recuperarlo, que podríamos levantar la lava…

—Como una costra —añado yo—, porque la lava se parece un poco a eso, a la costra de las heridas que nos hacíamos de pequeños en las rodillas, aunque recuerda también, por su aspecto irregular, a un melanoma, a una de esas verrugas feas feas, que evolucionan mal.

—Como si fuera una costra —confirma ella.

La depresión en la que nos hallamos está cubierta de pinos porque el pino es endémico en esta zona. El pino canario ha evolucionado de tal forma que resiste temperaturas altísimas. Se queman la corteza y las hojas, pero por dentro continúa vivo y, aunque parece muerto, enseguida empiezan a salirle brotes. El sotobosque es de una riqueza considerable: hay pampillo, retama, espirradera, tajinaste azul, cabezote, salvia blanca, tomillo, hierba conejera, col de risco, lechuguilla, violeta, bejeque rojo… No es que uno conozca todas estas variedades, pero su mera enumeración, y aun sin distinguir unas de otras, le alegra el oído y le quita dramatismo al paisaje. En cuanto a la fauna, hay mariposas, escarabajos, mosquiteros comunes, abejorros, arañas, murciélagos de Madeira, saltamontes, gavilanes, libélulas, palomas bravías, cernícalos, chinches, lagartos, búhos, reyezuelos… Todo un mundo cuyos ojos nos acechan, supongo, desde el musgo, las rocas, las grietas, las cortezas de los árboles, los repliegues del terreno. Oigo, de súbito, un sonido lejano y suave, como el de la vibración de un instrumento de cuerda. Supongo que se trata de una de las formas en las que se manifiesta el silencio. Esta zona de la isla está intacta, aunque recibió algunas cenizas los días en los que el viento soplaba en dirección norte, lo que no era normal, pues suele hacerlo hacia el sur. Aun así, la responsable del parque dice:

—Yo noté que las cenizas molestaban a algunas plantas. Los animales se movían de forma diferente porque las especies de las que se alimentaban tenían cenizas. Saltaban el barranco y se iban al norte. Mira, en esos riscos anidan halcones, cernícalos…

El hecho de llamar “cenizas” a las emisiones más pequeñas del volcán genera malentendidos. Para la mayoría de la gente, la ceniza es ese polvo blando, resultante de una combustión, que se deshace entre los dedos. Pero las “cenizas” de volcán, no importa su tamaño, incluso si es el de un grano de arena, son duras como limaduras de hierro. Pura metralla, en fin. Si te la metes en la boca, sabe a metal.

Llegamos caminando al mirador de la Cumbrecita, a unos 1.300 metros. Desde aquí el paisaje es más asombroso, si cabe. Se parece, por su belleza atroz, al de una conciencia atormentada, solo que, en vez de estar compuesto por ideas obsesivas, está lleno de naturaleza salvaje capaz de sobrevivir en desbarrancaderos, en fisuras, en despeñaderos, y hasta en la mera roca, como la pimpinella, la silene itálica, el bejeque tabaquero, la carlina falcate, la arabis caucásica…, todos de tallos y hojas en apariencia frágiles, aunque con una conmovedora capacidad de supervivencia.

Felipa dice que un centímetro de suelo procedente del magma original tarda cientos de años en devenir cultivable. La lava se tiene que descomponer. Cuanto mayor sea la erosión producida por la lluvia y el viento, mejor. La lava meteorizada, trabajada por el agua y por el viento y por las bacterias y por los microorganismos en general, se convierte en lo que los profanos llamamos “tierra”, y que no es otra cosa que el suelo, el sustrato que a continuación colonizan las plantas y después los animales. Ella explica que el “agua de baja conductividad eléctrica”, como la que se da aquí, es excelente para los cultivos. Retengo este sintagma, el del “agua de baja conductividad eléctrica”, no porque lo entienda, sino porque suena bien. Me gusta.

Y añade:

—Antes, la gente hacía un hoyo en la lava, lo llenaba de tierra y cultivaba porque la lava es muy rica en nutrientes.

El camino se vuelve ahora más agresivo, más áspero, de modo que me detengo un instante para comprobar que la tirita del pie continúa en su sitio. Canta un pájaro (otra de las manifestaciones del silencio) pero no soy capaz de identificarlo. Hay chovas, canarios, vencejos, cuervos, arandillos…

El espacio resulta opresivo y liberador a la vez, con paredes altas y verticales a un lado y el vacío al otro.

—Somos tan efímeros con relación a los tiempos geológicos… —reflexiona Felipa—. Mi madre ha vivido tres erupciones, la de 1949, la de 1971, y ahora esta. A veces intento recordar lo que había debajo de la lava. Me digo: “Aquí estaba esta tienda, aquí la casa de fulano o de mengano”. Hago imaginariamente el recorrido que hacía antes para ir a nuestra finca. Tenías el paisaje aprendido y ahora… Una compañera me contó que el día que llegó la lava a su casa estaba acostada, esperándola. Tenía el volcán prácticamente en casa. El desconcierto es… La gente que tiene trabajo sale de trabajar y no sabe adónde ir ni qué hacer. A lo mejor te tienes que acostumbrar a vivir en un piso cuando nunca has vivido en un piso, o en un hotel como siguen muchos evacuados de las zonas donde hay gases. Aquí se le da mucho valor a la propiedad porque viene de gente que se fue a Cuba y volvió con dinero que invirtió en la isla. Mi madre tiene unas propiedades que heredó de su padre. Dice que si algún día las vendemos él se nos aparecerá por la noche. El territorio es muy pequeño y la gente está muy apegada a él.

Y dice:

—El ruido era espantoso, como si estuvieras en medio de la pista de un aeropuerto. Y, de vez en cuando, una explosión. Las explosiones…, el tremor…

Retengo el término “tremor” como el entomólogo que fija en el corcho, después de atravesarla con un alfiler, una mariposa singular. Tremor, qué palabra hermosa para designar el temblor que viene del interior de la Tierra o de lo más profundo de uno mismo, del magma del que está hecho el mundo natural o el subconsciente.

Unos técnicos trabajan cerca del cráter de Cumbre Vieja.
Unos técnicos trabajan cerca del cráter de Cumbre Vieja.James Rajotte

Hemos abandonado el parque nacional, el lugar donde nació está isla jovencísima, todavía sin acabar de nacerse, para bajar en el coche de Felipa Guzmán hacia el sur al objeto de ver y tocar y pisar, si fuera posible, una de esas coladas que tantas veces vimos en la tele.

Y estamos ahora frente a ella, frente a una verruga porosa, más alta que nosotros, frente a esa excrecencia carnosa, de carne dura y negra y afilada y cortante e irregular, frente a la escoria, ideal como refugio para toda clase de reptiles.

Lugar común que viene a la cabeza: paisaje lunar.

Estremece pensar que aquí debajo había casas, cocinas, sartenes, televisores, juegos de cama, armarios empotrados, juguetes de los niños en el pasillo, lápices de colores, álbumes de fotografía, cepillos de dientes, libros, aparatos de radio, secadores de pelo.

Hay un paisano a la puerta de una casa pegada al muro de la escombrera, una casa a la que la lava ha pasado rozando. Cuando ve que me acerco con el cuaderno de notas y el bolígrafo, hace con la mano un gesto de negación, acompañado de una expresión de hastío.

—No doy entrevistas —dice.

—Se libró usted por poco —digo yo.

—Por poco —concede educadamente.

Y como sigo allí, fingiendo tomar notas, añade:

—Ahí, solo a unos metros, había casas. Algunas se han salvado, pero se han quedado aisladas. No hay forma de llegar.

— ¿Y usted cómo se llama? —pregunto.

—No se lo digo —contesta.

Subimos a lo alto de la costra de lava, a lo alto del tumor cutáneo que le ha salido al paisaje, a lo alto de la verruga fea fea. El suelo es muy cortante.

Felipa advierte refiriéndose a las cenizas:

—Limpias, dejas el suelo limpio, bueno, pues ya está. Pero llega el viento otra vez, llega la lluvia y a empezar de nuevo.

Desde allí, descendemos a una zona de plataneras donde las calles aparecen flanqueadas por las paredes altísimas de las telas que cubren las plantaciones. Es como un barrio raro, un barrio vegetal que la lava ha respetado, aunque las cenizas han ensuciado los invernaderos. Me asomo por uno de los agujeros de estos muros de lienzo y observo que el suelo está también negro debido a la abundancia de toda esa metralla mineral. Los plátanos, con sus extrañas formas, parecen animales prehistóricos atrapados en un mundo oscuro: el mundo que debió de quedar tras el impacto del meteorito gigante que acabó con los dinosaurios.

Ascendemos a pie por la montaña de La Laguna, desde la que se ve perfectamente el cráter del volcán, con forma de herradura, con forma de agujero, de boca, de orificio, de ojal.

Dice Felipa que la montaña sobre la que se erige esa boca humeante no existía, no estaba allí.

—¿Qué había entonces? —pregunto.

—La vertiente que iba hacia el valle. Era un valle.

La extrañeza con la que habla es la de quien no reconociera su propio rostro en el espejo.

Felipa Guzmán, subdirectora del parque nacional de la Caldera de Taburiente.
Felipa Guzmán, subdirectora del parque nacional de la Caldera de Taburiente. James Rajotte

—Al principio —añade—, solo bajaba una lengua de fuego, luego se fueron multiplicando. La montaña de la derecha es la de Todoque, que desapareció bajo la lava.

Desde este lugar se aprecia, en efecto, la gran mancha negra que desde la base del volcán desciende en dirección al mar.

—Hubo gente —dice— que se llevó hasta las puertas de las casas. Los que tuvieron tiempo, claro. Yo intento recordar cómo era la carretera que conducía a Puerto Naos. No quiero olvidarme.

El observatorio es adictivo porque desde él se aprecia la magnitud de la tragedia con la claridad con la que podríamos observarla en un mapa de tres dimensiones. Parece simultáneamente una representación de la realidad y la realidad representada. Dos días después regresaríamos el fotógrafo y yo, reclamados por esta visión estupefaciente, acompañados por Miguel Ángel Morcuende, de 67 años, director técnico del Plan Especial de Protección Civil y Atención de Emergencias por riesgo volcánico. Habla de meses agotadores, de jornadas de 16 horas con el nivel de adrenalina alto, alto, para poder aguantar. Dice que tenían un plan de protección que funcionó, pero que luego había que ir tomando decisiones de acuerdo con los movimientos del volcán, que eran imprevisibles.

—Es la primera vez —añade— que en Europa irrumpe un volcán en una conurbación. El Etna está vivo, pero no tiene viviendas alrededor. Pero es que aquí no había volcán, no existía esta mole —dice señalando la montaña humeante.

Morcuende coordinaba a más de 700 personas que formaban un equipo multidisciplinar en el que había desde guardias civiles a médicos, pasando por expertos en incendios forestales, voluntarios, geólogos, físicos, Cruz Roja, efectivos de la UME, infraestructuras del Cabildo, bomberos de las distintas islas además de los de La Palma y voluntarios que vinieron de la Península.

—Yo me movía —apunta— entre el puesto de mando avanzado y las reuniones con el Comité Científico y con el Comité de Dirección, que era el que tomaba las decisiones.

Carmen López, directora del Observatorio Geofísico Central.
Carmen López, directora del Observatorio Geofísico Central. James Rajotte

—Pero el tratamiento de la emergencia ha sido un éxito —afirmo yo.

—En mi opinión, sí —concede—, dentro del desastre, claro.

—¿Cambiaría algo si tuviera la oportunidad de volver al principio? —pregunto.

—Eso no se lo voy a decir —responde—. Pero claro que tenemos que cambiar cosas del Plan Especial, tenemos que afinarlo.

Y bien, ahí estamos de nuevo, en lo alto de la montaña de La Laguna, con la de Todoque a nuestra derecha. Hoy toca lluvia. Llueve y llueve y ahí seguimos bajo el chaparrón, fascinados por el cráter en forma de herradura que no deja de expulsar humo.

—El edificio volcánico —dice Morcuende— era inestable. Colapsaba y se reconstruía constantemente, lo que daba lugar a que se abrieran nuevas fisuras porque la lava buscaba el punto más débil de la corteza. Eso daba lugar a la aparición de varias coladas que luego se movieron todas hacia la falda del volcán recién creado, formando esa gigantesca mancha negra que después se dividiría en brazos.

Da la impresión, en efecto, de que el volcán recién surgido ha vomitado una baba negra como el ala de un cuervo. El brazo norte de la baba arrasó la mitad del núcleo de La Laguna. La colada sur llegó al faro de La Bombilla, arrasando a su paso el núcleo de Todoque y afectando a unas 1.400 personas. Apreciamos también un cuerpo central. Entre esos tres brazos bajo los que han quedado sepultadas casas y cultivos y costumbres, se distinguen aquí y allá conjuntos de viviendas o invernaderos respetados por la colada, aunque completamente inaccesibles. Hablamos de las coladas norte, central y sur por entendernos, por simplificar, pues tampoco era raro que una colada se montara sobre otra. Hay, en fin, coladas sobre coladas en un desorden difícil de entender.

Cerca de donde nos hallamos contemplando de forma simultánea el mapa de la realidad y la realidad misma, se encuentra detenido un coche en cuyo interior vemos a una pareja con la mirada perdida en el paisaje (o en el antipaisaje), quizá intentando ubicar el sitio exacto en el que tenían su casa. Las escobillas del limpiaparabrisas van de un lado a otro dejando entrever de forma intermitente sus rostros serios, como los que en los tanatorios contemplan el cadáver al otro lado del cristal.

—Los núcleos de La Bombilla y Puerto Naos —explica Morcuende señalándolos— continúan desalojados por los gases. Hay acumulación de dióxido de carbono y, en menor proporción, de monóxido. El dióxido pesa más que el aire, de modo que desplaza al oxígeno y la atmósfera deja de ser respirable, te tienes que ir.

Camisetas a la venta en una iglesia en la localidad de Tajuya.
Camisetas a la venta en una iglesia en la localidad de Tajuya.James Rajotte

La calima, que los peninsulares confundimos con la niebla, es una especie de bruma formada por arena, polvo, cenizas y sales en suspensión. Se da con frecuencia en las Canarias durante el invierno debido a los vientos procedentes del Sáhara. Reduce más o menos la visibilidad, según sea el grado de concentración de las partículas, y es mala para la salud física, porque dificulta realmente la respiración, y para la salud mental, pues te obliga a imaginar que no respiras bien.

Hoy, que ha amanecido con calima, hemos quedado a las tres de la tarde con Carmen López y un grupo de técnicos del Instituto Geográfico Nacional (IGN) al objeto de acercarnos a la parte alta de Cabeza de Vaca, un paraje privilegiado para la observación del volcán. Carmen es la directora del Observatorio Geofísico Central del IGN. Nos ha citado en el llamado Refugio de El Pilar, donde dejamos los coches, para subirnos en los 4×4 del instituto, pues el espesor de las cenizas no permite llegar de otro modo.

Rodamos sobre un suelo completamente negro y blando, frente a un paisaje de montaña también negro sobre el que se recortan, difuminadas por la calima, las siluetas de los negros árboles. Tanta negrura, sumada a la escasa visibilidad, proporciona a los barrancos que se abren a nuestros ojos el aspecto de uno de los círculos del infierno.

Explica Carmen López:

—El volcán se encuentra en fase poseruptiva, lo que no significa que el proceso magmático haya terminado. Las islas volcánicas tienen tres fases: juventud, madurez y desmantelamiento. En la juventud puede más el aporte de materiales que la erosión, y en la final la erosión prevalece sobre el aporte. Tenemos una red de vigilancia para identificar los fenómenos precursores, hacer el pronóstico de la evolución y determinar los escenarios de los distintos peligros con antelación a que se produzcan, comunicándolos a Protección Civil para que respondan con las medidas de mitigación apropiadas.

—¿Y cuándo comenzó esto? —pregunto.

—Los precursores tempranos, en este caso, fueron enjambres sísmicos de baja magnitud que vienen registrándose desde 2017. Todavía habrá sismicidad residual y emisiones de gases durante la tendencia al reequilibrio y al enfriamiento. Precede a la erupción, un proceso que puede comenzar meses o años antes durante el que se acumula magma presurizado en el lugar donde se producirá la erupción. Ahora estamos en el momento de estabilización que puede durar años. Durante ese tiempo puede haber sismos. Queda una actividad remanente.

Debajo de las cenizas sobre las que discurrimos había antes del desastre una pista forestal.

—Aquí caía fuego —dice Carmen López—. Los cuervos estaban muertos de hambre. Mira el volcán —añade señalando su boca—, los colores amarillentos son por el azufre; los blancos, por el carbonato; los rojizos, por el hierro.

Bajamos de los coches, que no pueden avanzar más, y caminamos dificultosamente sobre las cenizas hasta situarnos a unos 400 metros de la boca y a su misma altura. Pese a la calima, reconocemos perfectamente los labios del cráter, adornados por los amarillos, los blancos y los rojizos de los que hablaba Carmen. De entre esos labios sale una columna de humo permanente, como si un gigante fumara en su interior.

Enrique Alonso, del equipo de Vigilancia Volcánica (izquierda), y el técnico Cecilio Rodríguez, cerca del cráter de Cumbre Vieja.
Enrique Alonso, del equipo de Vigilancia Volcánica (izquierda), y el técnico Cecilio Rodríguez, cerca del cráter de Cumbre Vieja. James Rajotte

La impresión general es la de encontrarnos en otro mundo para el que no hallamos analogías eficaces. El conjunto remite más al universo de los sueños que al de la vigilia. Estamos todos despiertos, muy despiertos, pero en el interior de un sueño muy profundo.

Escucho decir a Carmen López:

—Primero el suelo empieza a fisurar y luego se eleva.

El suelo de cenizas no es completamente uniforme, pues aparecen aquí y allá, rompiendo esa uniformidad, rocas del tamaño de un balón, incluso más grandes, denominadas “bombas”. Y es que los piroplastos emitidos por el volcán se subdividen, según su tamaño y morfología, en cenizas, lapilli, bombas y escoria. En este paisaje, además de las cenizas y el lapilli, abundan las bombas, que salían despedidas con una fuerza tal que se llegaron a encontrar a un kilómetro de distancia.

De vez en cuando, en medio de la densidad de la calima, se abre un agujero por el que penetra el sol. Sin embargo, nuestras sombras no se reflejan en el suelo porque el suelo es negro, igual que la sombra. Esa ausencia me trae a la memoria aquella novela en la que un hombre vende su sombra al diablo convencido de hacer un gran negocio. Pronto descubrirá con horror que se puede vivir sin otras cosas, pero no sin sombra. El propio Peter Pan, que la pierde al comienzo del relato, ha de cosérsela a los pies para no extraviar algo tan preciado, al tiempo que simbólico.

Pues allí nos hallábamos un grupo de seis o siete personas expuestas a los peligros morales de no arrastrar o de no ser arrastrados por la sombra.

—Hay unos nueve puntos de emisión funcionando de forma intermitente —dice Carmen López—, pues esto ha sido una emisión fisural, no como la del Teide. La morfología del edificio volcánico cambiaba constantemente: sumaba y restaba. Finalmente ha sumado más.

El sol cae como un disco de plata en medio de la calima y arrecia el frío debido a la altura a la que nos encontramos y a una brisa que ha empezado a soplar desde alguna de las partes del sueño. James, el fotógrafo, se aleja siguiendo el dibujo de lo que en su día debió de ser un angosto camino forestal y su figura parece la de un fantasma en medio de la bruma. Yo permanezco junto a Carmen, que me describe con paciencia infinita las distintas capas de las que está compuesta la Tierra. Nosotros, usted, lector, y yo, nos hallamos sobre la corteza, que es la parte más exterior y rígida y cuyo espesor varía según nos refiramos a zonas montañosas o al fondo del mar. En todo caso, es fina comparada con el manto o magma, que es la capa que viene a continuación y que es semisólida debido a las altas temperaturas de allá abajo. Ocurre en esta capa lo que en una olla de agua puesta a hervir: que el agua caliente del fondo sube y la de la superficie baja, provocando corrientes convectivas que mueven las placas litosféricas, que, como ya hemos dicho, son rígidas.

Esta imagen del magma actuando sobre la corteza y provocando fenómenos volcánicos capaces de crear islas como esta en la que nos hallamos me obsesiona, porque me recuerda al subconsciente buscando, a través de manifestaciones como el sueño y el lapsus, fisuras por las que llegar al mundo consciente.

Estoy pensando en ello en medio de aquel paisaje fantasmagórico cuando tropiezo con Enrique Alonso, una de las personas que nos han acompañado, ingeniero en geodesia. Me vuelve a explicar, a petición propia, lo que me acaba de exponer Carmen López. No es que no me fíe, sino que quiero escucharlo otra vez, como el que vuelve obsesivamente al lugar del crimen. Mientras habla de las corrientes convectivas del magma, pongo cara de no entender, que es una cara que me sale de forma natural en las situaciones que requieren un poco de talento porque soy un poco duro de mollera.

—Dentro del manto —dice— hay diferentes temperaturas, lo que provoca la aparición de corrientes convectivas. El manto más profundo sube y, si hay mucha presión, rompe las zonas más débiles de la corteza y sale. Y eso que sale es lo que llamamos magma, que puede ser más denso o menos denso en función de la cantidad de sílice que arrastre. Aquí, unos días salía más denso y otros menos denso.

—Ya —digo porque creo haberlo entendido, pero debo de seguir involuntariamente con la expresión contraria, por lo que Enrique Alonso continúa:

—La corteza terrestre está compuesta por placas tectónicas que flotan y se deslizan sobre el manto, de manera que chocan, se tocan, se rozan. Nosotros, ahora, estamos sobre la placa tectónica africana. La Península se halla sobre la euroasiática.

Una calle de la localidad de Tajuya alcanzada por la colada de lava. Han comenzado las tareas de limpieza y de construcción de una nueva carretera.
Una calle de la localidad de Tajuya alcanzada por la colada de lava. Han comenzado las tareas de limpieza y de construcción de una nueva carretera.James Rajotte

—Ya —repito sin cambiar mi expresión de idiota, que a veces da buenos resultados.

—Imagínate —continúa él armado de paciencia didáctica— un tazón de natillas.

—Lo tengo —digo.

—Si pones una galleta encima, la galleta flota y se desplaza.

—De acuerdo —apunto.

—Si el tazón de natillas fuera muy grande y hubiera muchas galletas, todas se desplazarían y chocarían entre sí, se rozarían. Pues esa es un poco la relación entre la corteza terrestre y el magma.

La cara de idiota, en los momentos adecuados, consigue estos hallazgos analógicos, créanme. Debo a esta cara todo lo que sé porque la gente cree, con razón, que ha de repetirme las cosas siete veces.

Asombra pensar que hubo una época en la que la Tierra no tenía corteza, pues era puro gas, como hay una época del embrión humano en la que aún no ha aparecido la piel o en la que no se han formado sus diferentes capas, mostrándose como un papel de fumar en el que se transparentan los capilares y los vasos. Quiere uno imaginar que hubo semejanzas entre la formación de la Tierra y la del cuerpo humano.

Enrique Alonso es uno más del equipo de Vigilancia Volcánica formado por 43 personas entre las que hay físicos, matemáticos, químicos, ingenieros de Telecomunicaciones, ingenieros electrónicos y expertos en geodesia, entre otros. Significa que tienen al volcán vigiladísimo y desde cualquier punto de vista posible. La unidad se creó en 2007 y a los cuatro años, en 2011, sobrevino la erupción de El Hierro.

Tres o cuatro integrantes de ese equipo multidisciplinar con el que hemos llegado a este punto se alejan ahora en dirección al volcán ataviados con mascarillas, gafas y trajes especiales de protección, pues van a llegar al borde mismo del cráter para tomar nota de sus emisiones. Sus cuerpos se van desvaneciendo entre la calima como las materias solubles desaparecen en el agua. La brisa trae olor a ácido sulfúrico y a clorhídrico, que es el olor característico de los huevos podridos.

Es, pues, la hora de volver.

Valentina Fontecha es la directora del hotel Benahoare, situado en Los Llanos de Aridane, donde nos hospedamos. Perdió la casa a los tres días de la erupción.

—El volcán —dice— surgió prácticamente de mi jardín, pues vivíamos a 500 metros. No tuvieron que avisarnos. Salimos corriendo al ver el panorama. Nunca habíamos estado en una situación semejante, no sabíamos qué hacer. No éramos conscientes de vivir en una zona volcánica. Llevábamos varios días de terremotos. No se podía estar. Yo tengo perros y estaban inquietos. Avisaban. Le dije a mi marido: “Recogemos la autocaravana y nos vamos”. No nos dio tiempo a recoger más. Era domingo. Mucha gente que había salido a pasear ya no pudo volver. Todo lo que llevaban consigo era el bolso. A los 10 minutos de salir, volvimos la cabeza y vimos la explosión. Dijo mi marido: “Menos mal que te hemos hecho caso”. Durante los dos primeros días, la lava rodeó la casa. Al tercero se la comió.

Igual que ver un desastre a cámara lenta, pienso.

—Menos mal que teníamos contratado un seguro —añade—. La gente que no lo tenía está más desamparada. Llevábamos 15 años allí… Mis gallinas, mis frutales.

—¿Qué hiciste con las gallinas?

—Las solté. Saqué los papeles, las escrituras. No tengo hijos, no soy muy materialista. También tenía perros enterrados a los que habíamos querido mucho.

Atiende una llamada del teléfono. Luego continúa:

—Yo nunca he llamado al volcán cabrón…

Vuelve a atender otra llamada. Cuelga.

—Aquí empezaron a cancelar todas las reservas porque este es un hotel al que vienen muchos senderistas alemanes y austriacos. Pasamos de alojar a los senderistas a llenar el hotel de periodistas. Desde la habitación que ocupas tú, la 26, se veía la erupción. Así que desde el punto de vista del trabajo nosotros seguíamos igual, trabajando, aunque había camareros o camareras que habían perdido su casa.

—¿Dónde vives ahora?

—En la autocaravana en la que me escapé. Tuve esa suerte. Nos movemos de un lado a otro en función del clima y del movimiento de las cenizas. Hemos cobrado ya del consorcio de seguros, pero comprar algo ahora es bastante complicado, ha subido todo mucho. Lo peor es la gente cuya casa ha quedado en pie, pero no tienen acceso a ella y no les pagan porque la casa está intacta. Hay gente que tiene media vivienda inundada por la lava y media que no. Los peritos dicen: “Ya veremos”. Aquí, lo que más falta hace ahora son notarios y psicólogos.

¿En ese orden?, me pregunto.

Un barco en la zona de Las Manchas.
Un barco en la zona de Las Manchas.James Rajotte

María del Mar Falcón es recepcionista en el Museo Arqueológico de Los Llanos. Dice que ella, de forma personal, no está afectada, pero luego, paradójicamente, añade que se encuentra agotada física y mentalmente.

—Las cenizas, los ruidos, los gases, tener que dejar a los niños en casa… —enumera lentamente—. El humo de ahora es por la desgasificación, pero Cumbre Vieja es una cordillera de volcanes con actividad. A ver qué dicen los vulcanólogos. La zona de la costa es la que está más vigilada, por los gases. El volcán de Cumbre Vieja era como un niño ruin que por el día estaba tranquilo y por la noche decía aquí estoy yo. No se podía dormir de los temblores, del ruido…, temblaban las cristaleras, las ventanas, las vitrinas de las casas. En la zona sur se notaba más, claro.

Hay zonas que, sin sufrir el peso de la lava, han quedado enterradas en las cenizas. Tal ocurre en Las Manchas, perteneciente a los municipios de El Paso y de Los Llanos de Aridane, por donde el fotógrafo y yo deambulamos (él en busca de una imagen fotográfica, yo en busca de una imagen retórica), sin saber si debajo de nuestros zapatos hay tierra o casas. El volcán humea, quizá vapor de agua, quizá los gases de la digestión. Sobre el suelo negro, a unos metros, se aprecia un agujero al que nos acercamos para descubrir a través de él, sorpresivamente, una cocina en la que todo está en su sitio, aunque ennegrecido: vemos la pila, los cacharros de loza, los estantes con las botellas de aceite y de vinagre, los botes de cristal con el arroz, las judías, las especias, el aparador con los platos y los vasos… El resto de la casa ha quedado cubierto por las cenizas; el tejado, excepto en esta parte, debe de haber resistido. Nos alejamos con cuidado por miedo a que se abra otro agujero y acabemos en el salón de la vivienda o en uno de los dormitorios.

Hay personas sobre los tejados que han quedado a la vista revisando las estructuras de los edificios, a veces en compañía de los peritos de las casas de seguros.

Mires donde mires, todo es ruina y desolación de color negro.

Aparece en la ventana de una de las casas una mujer limpiando las cenizas del alféizar con un aspirador. Tras apagar el aparato, me cuenta que la noche anterior a la explosión había luna llena.

—Dije a mis hijos: “Hoy revienta el volcán, pero ojalá que lo haga de día”. Las ventanas llevaban cuatro días temblando. La casa quedó cubierta hasta aquí, hasta el segundo piso. Tuvimos que entrar por la ventana.

—¿A qué huele hoy? —le pregunto.

—A azufre —responde—, pero mejor que huela, o eso dicen. Nosotros —añade mirando al infinito— no heredamos nada. Todo lo hicimos trabajando y ahora ya ve…

Miro alrededor y todo está negro, todo oscuro. James, el fotógrafo, me proporciona la imagen retórica tras de la que iba desde que pisé la isla:

—Este paisaje es como el negativo de la fotografía de una estación de nieve. —

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_