La mujer que perdió el miedo
Una década después de su detención por su oposición a Putin, Maria Alyokhina, del grupo musical ruso Pussy Riot, sigue en libertad vigilada
¿Se acuerdan de Pussy Riot? Hace justo ahora una década, una noticia sorprendió al mundo: un grupo de jóvenes entró en la catedral del Cristo Salvador de Moscú para dar un concierto punk. Fue el 21 de febrero de 2012 cuando esas mujeres con vestidos de colores suplicaban a la Madre de Dios que librara al mundo de Putin. La policía no tardó en reprimir la actuación. Durante los meses siguientes, las líderes del grupo, Maria Alyokhina y Nadia Tolokónnikova, fueron detenidas, juzgadas y condenadas a una remota colonia penitenciaria. Sus imágenes se hicieron virales, tanto por la brutal represión como por el contenido artístico del evento: en un universo plagado de mentiras como el ruso, había surgido una nueva forma de intentar decir la verdad.
Recientemente acudí al Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) para asistir a una conversación telemática con Alyokhina. El debate acompañaba la exposición La máscara nunca miente, que hasta mayo se puede ver en dicho centro cultural. La primera pregunta para Masha, según llaman a Maria sus fans y amigos, se interesó por la máscara: las Pussy Riot eran notorias por sus pasamontañas multicolores. “Nuestra indumentaria ha ido adquiriendo significado simbólico de protesta contra el régimen”, explicó Masha. “Hoy, los rusos que llevan pasamontañas se identifican como disidentes del Kremlin”.
Alyokhina no pudo viajar a Barcelona porque tiene prohibido desplazarse. Después del juicio que siguió a la actuación de Pussy Riot en la catedral moscovita, y en el que la artista tuvo que responder desde una jaula, fue enviada a lo que ella define como pos-Gulag: un campo de trabajo menos duro que los estalinistas: “En vez de 14 horas al día nos hacían trabajar 12″. Ahora Masha está en régimen de libertad vigilada: la obligan a volver a casa a las nueve de la noche y debe llevar un brazalete electrónico a través del cual la policía la tiene siempre localizada. “No me quejo”, cuenta. “En comparación con aquellos disidentes a los que han asesinado o que están en el Gulag, como Navalni, no estoy mal”. Alyokhina participa en el debate desde la cocina de unos amigos. Desde los tiempos soviéticos, la cocina es un refugio donde se habla de las cosas delicadas: es donde la policía secreta no suele instalar los aparatos de escucha.
A finales del verano pasado algunas integrantes de Pussy Riot huyeron a Tiflis, capital de Georgia. Pero Masha se quedó: “A las autoridades rusas les encantaría verme fuera del país, ¡pero no les voy a facilitar las cosas!”. Cuenta que el Estado ruso está eliminando la organización de Navalni, a los historiadores y al Memorial, la asociación de defensa de los derechos civiles más antigua de Rusia: “Y destruyen hasta a aquellos que ponen un tuit con espíritu crítico; quien lo hace debe saber que por la noche un desconocido le puede pegar una paliza o las autoridades convertirlo en agente extranjero”.
En el turno de preguntas en el CCCB, una asistente quiso saber si las tropas rusas en la frontera ucrania la han sorprendido. Masha respondió con amargura. “¡El Kremlin busca una guerra permanente para chantajear a sus adversarios! Pero me asombra la actitud de Europa, generalmente tan apática, que por primera vez se está movilizando”. Ya eran casi las nueve en Moscú y Masha debía volver a casa; pero le dirigí una última pregunta: ¿De qué forma la ha cambiado el cautiverio? Masha reflexionó y dijo: “Salí del Gulag transformada. Ahora sé lo que quiero hacer en la vida: buscar la verdad. He perdido el miedo. Ante cualquier decisión compleja me pregunto: ¿Qué pensará mi hijo de mí cuando sea mayor? Esta es mi brújula.”
Maria Alyokhina entra en un tribunal de Moscú en febrero del año pasado.
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