_
_
_
_
Palos de ciego
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Perversión

Mientras los creadores corren el riesgo permanente de ser silenciados, los políticos parecen adquirir una impunidad total.

Javier Cercas

Carlos Granés es en mi opinión uno de los mejores ensayistas de nuestra lengua. Sus libros están escritos en una prosa precisa y flexible, prodigan ideas frescas y son capaces de abrir perspectivas nuevas sobre viejos problemas. El último ensayo suyo que he leído se titula “Una paradoja contemporánea: ¿reputación o visibilidad?” y se publicó en Letras Libres.

Granés empieza observando que, hasta hace poco, los artistas gozaban de una enorme libertad para decir las cosas más salvajes sin que su reputación se resintiera por ello. “Desde mediados del siglo XIX”, recuerda el escritor colombiano, “el prestigio del creador estuvo ligado a su sinceridad, a su coraje para desafiar las convenciones, desoxidar los moralismos o incluso ofender a los burgueses con la exhibición impúdica de sus alucinaciones violentas y sus pulsiones mórbidas”. Este espíritu ácrata, fruto de la concepción romántica del artista como héroe o genio cuyas reglas de conducta eran excepcionales, se ha frenado en seco, lo cual podría no ser del todo malo. Lo malo es que ahora estamos padeciendo el extremo opuesto; no es sólo que el artista se abstenga de comportarse de manera escabrosa o de expresar lo incorrecto: es que “ha pasado a ser un siervo del moralismo puritano que se extiende como la covid-19 por las sociedades contemporáneas”. Según constata Granés, las noticias de grandes cineastas o escritores defenestrados de un día para otro por comentarios o tuits, incluso por bromas o tonterías dichas o hechas hace décadas, son ahora mismo un pasatiempo cotidiano en las redes sociales; así que, para no convertirse en víctima de la llamada “cancelación”, el artista procura no salirse del sendero trillado y, aunque a menudo alardeando de transgresor, evita cualquier atisbo de transgresión, cosa que lo amansa y lo vuelve dócil, previsible y acomodaticio, tanto en su obra como en sus declaraciones públicas. Pero —y ahí radica la paradoja denunciada por Granés— mientras los creadores corren el riesgo permanente de ser silenciados, los políticos parecen adquirir una impunidad total. Tipos como Donald Trump o Jair Bolsonaro han logrado en efecto llegar a la presidencia de sus países soltando las mayores burradas y han descubierto así una de las reglas del éxito del líder nacionalpopulista, tal y como la formulan Leila Abboud y Victor Mallet en el Financial Times: si quieres ganar, sé radical, incluso ofensivo (el ultraderechista Éric Zemmour, probabilísimo candidato a la presidencia de Francia, propuso en septiembre prohibir en su país los nombres de pila extranjeros, como Mohammed). Granés refiere que el poeta venezolano Willy McKey, acosado en las redes sociales tras revelarse su relación con una adolescente, acabó suicidándose, mientras que en Argentina se siguen ganando elecciones en nombre de Juan Domingo Perón, pese a ser de dominio público que el general tuvo una amante de 14 años llamada Nelly Rivas. Tal vez esto explique el fenómeno desconcertante, de resonancias autoritarias, de que los políticos critiquen por sus declaraciones a los escritores —y no lo contrario, que sería lo lógico—: sin ir más lejos, yo mismo he sido honrado con alguna lindeza por Matteo Salvini, y nuestra vicepresidenta Díaz perdió no hace mucho el comedimiento que le atribuíamos insultando a Mario Vargas Llosa (“señoro”, lo llamó) porque el novelista peruano recordó la evidencia de que no basta con votar en libertad: además, hay que votar bien. ¿O acaso no es evidente que los ingleses que votaron el Brexit votaron fatal, que los estadounidenses que votaron a Trump lo hicieron de puñetera pena o que los alemanes que en 1933 elevaron al poder a Hitler votaron catastróficamente?

Nada bueno puede ocurrir, concluye Granés, cuando las licencias del artista se las toma el político y la prudencia del político se le impone al artista. “Quien debería cuidar su reputación, comprometiéndose moralmente con la sociedad, es el político”, mientras que es saludable conceder al artista “un amplio margen para decir o revelar cosas incómodas”. Lo contrario, me permito añadir, es una perversión. Y ya estamos empezando a pagarla muy caro.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_