La buena vida de los artistas de Hitler
Tras perder la guerra y durante décadas, los creadores favoritos del nazismo gozaron de grandes carreras.
Si en 1945 hubiera existido una pastilla del olvido, la mayoría de los alemanes la habrían ingerido. Olvidar los millones de muertos, la destrucción, el horror del Holocausto, la devastación. Pero “el pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”. Imposible contradecir a Faulkner. Después de acabar la guerra, importantes miembros del nacionalsocialismo continuaron una vida de “éxito”. Pensaron: “Alemania es otro país”. Ingenieros, políticos o músicos “extraviaron” los recuerdos. El arte moldeó su vergüenza. Muchos artistas nazis siguieron recibiendo lucrativos encargos de la Administración, la Iglesia y la industria, continuaron enseñando en las universidades, exponiendo y erigiendo monumentos por los fallecidos de la guerra. El verdugo honrando a las víctimas.
El origen aguarda en unas cuartillas de un amarillo gastado tecleadas a máquina en azul en agosto de 1944. En ellas aparece el nombre de 378 artistas que encargaron Hitler y Goebbels. Es la lista de los “dotados divinos” (Gottbegnadeten-Liste), creadores “indispensables” para la estética nazi (Richard Strauss, Carl Orff), a quienes se les eximió del frente. Willy Meller (esculpió las esculturas del Estadio Olímpico), Adolf Wamper, Richard Scheibe, Arno Breker o Georg Kolbe (regaló en 1939 al Führer un busto de Franco) demostraban que la República Federal seguía en la misma geografía tras el suicidio de Hitler. Todos siguieron activos tras la pérdida de la guerra.
Dos exposiciones en Berlín cuentan por primera vez ese ¿cómo pudo suceder? “El sector artístico alemán no estaba interesado en cuestionar las obras y las carreras de los antiguos divinos”, explica por correo electrónico Wolfgang Brauneis, comisario de la exposición Los dotados divinos. “La historia ha situado a estos creadores en la periferia, pero no los ha aniquilado”, recuerda el experto Bartomeu Marí. Las primeras protestas llegarían en 1965 contra un tapiz de Kaspar regalado a Núremberg por el Estado bávaro. O el escándalo del inmenso bronce de Palas Atenea, que todavía se encuentra frente a una escuela pública en Wuppertal, fundido por Breker durante 1957. ¿Qué hacer? ¿Demolerlas? Quizá sea mejor contextualizarlas y aprender del pasado. El filósofo judío-alemán Max Horkheimer —cuando regresó a Alemania del exilio en Estados Unidos en los años cuarenta— se sintió humillado. “Acudí a una reunión ayer y encontré tan alegre a la gente que daban ganas de vomitar”, escribe. “Todos estaban ahí, sentados, al igual que antes del III Reich. Como si nada hubiera sucedido”.
Esa indignidad se prolongó en la primera edición de la Documenta de Kassel, que es hoy una de las citas (cada cinco años) más importantes del planeta-arte, pero que por aquel entonces, en 1955, quería vender al mundo el fin de la era nazi. Mentira. “El equipo inicial contaba con 21 personas. Diez de ellos eran antiguos paramilitares de la SA, SS o del Partido Nazi. Esto era algo común en la sociedad”, narra Julia Voss, comisaria de Documenta, Politics and Art. Y añade: “Desde el punto de vista estético, el cofundador, Werner Haftmann [el historiador Carlo Gentile descubrió en julio que lo buscaban en Italia en 1946 por crímenes contra la humanidad], y la Documenta se desmarcaron de la época nacionalsocialista. Aunque al mismo tiempo la historia del arte moderno se reformuló en una versión en la que no aparecían los asesinados”. Los nazis hallaron una Solución Final para el arte: mezclar silencio y olvido.
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