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Palos de ciego
Columna
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La invención del pasado

La verdad hace mujeres y hombres libres, mientras que la mentira sólo hace esclavos. Pero no soy optimista.

Ley de Memoria Democrática
Javier Cercas

En un relato del escritor vasco Iban Zaldua, Eli, la protagonista, se encuentra con un viejo amigo llamado Ander y duda si saludarlo o no. ETA está agonizando, pero Eli recuerda que, 30 años atrás, cuando la banda terrorista mató a Yoyes, Ander era un entusiasta de los terroristas. También recuerda que, hace 20 años, Ander justificaba el secuestro de Ortega Lara y que, todavía hace 13, era incapaz de condenar el asesinato de Joseba Pagazaurtundua. Eli recuerda las discusiones sobre ETA que a lo largo de los años mantuvo con Ander e imagina que, si se acerca a saludarlo, él le dirá, con una sonrisa, “que siempre ha estado a favor del proceso de paz, que siempre ha estado contra la violencia”. Entonces Eli, que también aplaudió la extorsión y el asesinato, pero no se engaña sobre su pasado y se avergüenza de él, decide no saludar a su amigo y seguir adelante “como si nada hubiera pasado”.

Pero sí ha pasado; de hecho, lo que pasa con Ander habrá pasado miles de veces: cada vez que se produce un cambio histórico, sobre todo cada vez que concluye un periodo traumático, los seres humanos tendemos a mentirnos sobre nuestro pasado. Lo hacen sobre todo los arribistas, que así preparan su futuro; pero no sólo los arribistas. La mayor hazaña del general De Gaulle fue convencer a los franceses de la falsedad flagrante de que, durante la ocupación alemana de su país, todos o casi todos habían sido resistentes antinazis, y de que sólo una ínfima minoría de colaboracionistas se había puesto del lado de los invasores (“Les français n’on pas besoin de la verité”, repetía por aquella época el militar). Algo en el fondo no muy distinto ocurrió durante la transición española, que fue el verdadero final de la Guerra Civil. De repente, mientras se abría paso la democracia, montones de españoles descubrieron que siempre habían sido antifranquistas, aunque durante 40 años de franquismo no habían movido un solo dedo contra Franco y, en el mejor de los casos, la asistencia a una manifestación en los estertores del régimen bastaba para construirse un currículo de heroico luchador contra la dictadura. ¿Y cuántos Ander como el de Zaldua hay ahora mismo en el País Vasco? ¿Cuántos adalides contra ETA han sido incapaces de reconocer que en los años ochenta celebraban cada bomba de ETA? ¿No se ha refugiado la sociedad vasca en la mentira gaullista de que el apoyo a ETA fue cosa de unos pocos botarates de pueblo, y no de una escalofriante cantidad de vascos (empezando por algunos de sus más refinados intelectuales)? Ahora, en Cataluña, la señal inequívoca del fracaso sin paliativos del secesionismo salvaje del otoño de 2017 —o simplemente del procés— es que muchos de los que en los peores momentos estaban más o menos abiertamente a su favor, o callaban o contemporizaban o no fueron claros o se hicieron los suecos, ahora no sólo están contra aquello, sino que aseguran que siempre lo estuvieron y critican a quienes callaban o contemporizaban o no fueron claros o se hicieron los suecos, como si quisieran eludir su propia responsabilidad responsabilizando a otros. Esto es moralmente repugnante, por supuesto, pero tiene su parte buena, porque significa que cada vez más gente entiende que nunca debió ocurrir lo que ocurrió.

De Gaulle se equivocaba: necesitamos la verdad. Es posible que, después de un trauma personal o colectivo —la II Guerra Mundial, la Guerra Civil, ETA o el otoño catalán de 2017—, sea inevitable, o al menos comprensible, apartar la verdad o no enfrentarse a ella, para poder seguir adelante, como hace Eli en el relato de Zaldua; pero más temprano que tarde hay que afrontarla: para que no se nos pudra dentro la mentira, para no volver a cometer los mismos errores, porque la verdad hace mujeres y hombres libres, mientras que la mentira sólo hace esclavos. Pero no soy optimista: ni los españoles ni los franceses hemos sido capaces de afrontar de verdad nuestro pasado, y no hay ninguna razón para pensar que vayamos a hacerlo los vascos y los catalanes. Nos falta coraje y nos sobran arribistas. Seguiremos inventando el pasado. Volveremos a cometer los mismos errores.

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