A Leonor de Guzmán, la concubina más poderosa de España
No solo era tu hermosura lo que amaba el rey; también tu sensatez y ese buen juicio con el que te comportabas como reina de facto
Mi querida Leonor: te escribo hechizada por tu gran historia de amor, que cambió el curso de la de España y que, sin embargo, tan poco conocida es. ¿Cómo es posible que pese a haber sido tú la concubina de Alfonso XI durante 23 años y habiendo tenido atribuciones y consideración de reina, dentro y fuera de nuestras fronteras, apenas aparezcas en los libros de texto? Tal vez el odio paciente (y fundado) de María de Portugal, la reina legítima, a la que tanto le costó concebir al heredero al trono, Pedro, se cernió como una sombra sobre tu figura, hasta hacerla desvanecerse. Pobre María. De carácter austero frente al tuyo, encantador y lleno de inquietudes, de belleza contenida, en tanto que la tuya lo arrasaba todo… Tuvo su momento de gloria al quedarse encinta, por fin, cuando el rey pensaba que ya no sería capaz. Tú, entretanto, no dejabas de gestar y de parir. Diez hijos ilegítimos le diste al rey, mientras ella tan solo alumbró a dos: Fernando, que murió antes de cumplir el año, y Pedro, el sucesor de la corona. Para cuando su heredero nació, tú ya habías parido a cuatro hijos, que crecían fuertes y sanos; y aunque ese fue el momento de gloria de la reina y tuvo su fiesta y algo de atención por parte del monarca, su corazón era tan tuyo, que María, tras buscar toda suerte de filtros amorosos sin resultado, hubo de aceptarlo. No solo era tu hermosura lo que amaba el rey; también tu sensatez y ese buen juicio con el que te comportabas como reina de facto, que mantenía acallados a esos detractores que censuraban tu desmedida codicia y acusaban al rey de proporcionarte demasiada fortuna a ti y a tus hijos. Ni te inmutaste con las críticas. El amor que os unía a Alfonso y a ti te mantenía a salvo. El día que el rey murió, tras su última batalla contra los moros, infectado de peste bubónica, tú, como siempre, le esperabas en la tienda de campaña con el pendón de Castilla. Allí te arrimaste a su cuerpo tembloroso y le diste calor hasta que exhaló el último aliento, en tus brazos. Entonces, sin dudar, te pusiste a la cabeza de un cortejo fúnebre y trasladaste su cuerpo hasta Sevilla, donde lo esperaban la reina y su hijo, Pedro, ya convertido en Pedro I de Castilla, más tarde apodado el Cruel. La reina te recluyó en el alcázar, pero cuando se apercibió de que aun encerrada eras capaz de desarrollar estrategias políticas, te trasladó a Talavera de la Reina, donde, en connivencia con su hijo, te mandó matar. ¿Ahí acabó tu historia? En absoluto. Años más tarde, uno de los tuyos, Enrique de Trastámara, hermanastro del rey, lo asesinó y ocupó su lugar en el trono. Debiste reírte mucho en la tumba, sabiendo que, de ese modo, España cambiaba de dinastía y pasaba de la casa de Borgoña a la casa de Trastámara. Esa casa de Trastámara a la que pertenecieron ni más ni menos que tus más famosos descendientes, los Reyes Católicos descendientes, por tanto —te noto sonreír—, de la concubina más poderosa.
Marta Robles es periodista y escritora. Su último libro es Pasiones carnales (Espasa).
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