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Dulce revolución en La Alcarria

Formada en Madrid y bregada en Barcelona, Fátima Gismero es la pastelera revelación de Madrid Fusión 2021. Hoy brilla desde Pioz, su pueblo de Castilla-La Mancha.

Fatima Gismero, pastelera, en Pioz, Guadalajara, España.
Fatima Gismero, pastelera, en Pioz, Guadalajara, España.Daniel Ochoa de Olza
Pablo de Llano Neira

Qué puede llevar a un padre a conducir 70 kilómetros, desde el municipio de Las Rozas al de Pioz, para comprarle una tarta de cumpleaños a su hijo?

Respuesta: Fátima Gismero.

“Vino ayer, y no era la primera vez que lo hacía”, contaba por teléfono la pastelera unos días después de haber recibido a sus 39 años el Premio Pastelera Revelación en el congreso gastronómico Madrid Fusión 2021. El 31 de mayo compitió con otros cinco finalistas en la elaboración de un dulce inédito y venció con uno al que llamó Del origen a la evolución, una oda al rol de la almendra en la pastelería manchega en la que une técnicas de siempre y contemporáneas. Dentro de un plato de cerámica que imita una cáscara de almendra va un óvalo color canela que recrea la forma del fruto seco y que está compuesto por una mousse de almendra, un crujiente de almendra con miel, un cremoso de leche de almendra texturizado, una base de bizcocho —por supuesto de almendra— y, envuelta en todo ello como una pepita, una almendra cocida siete horas a alta presión.

Cuando el jurado dio su nombre, exhaló tras su mascarilla dos palabras que no oyó nadie: “Madre mía”.

Su éxito, dijo en esa llamada, “es el éxito de toda una familia”, y se remonta hasta los tiempos en que su difunto abuelo Antonio Gismero era empleado de una panificadora en Guadalajara. Luego, Antonio Gismero hijo siguió con el oficio. En 1991 pidió un préstamo y montó su propia panadería en Pioz, cerca de Guadalajara (Castilla-La Mancha). Y si por los años sesenta y setenta en la panificadora de Gismero padre la producción se limitaba al pan de barra, al candeal, magdalenas y a la rosca cuando era fiesta, a partir de los noventa Gismero hijo, en una España próspera, ya trabajaba en una oferta diferencial —pan integral, de centeno, de soja, de molde artesanal, tortas de anís, de pasas, de manteca…— para crear su nicho frente al auge del pan y la pastelería industriales.

“Yo empecé a evolucionar sin estudios. El libro era yo”, cuenta el padre de la pastelera en el mismo local que su esposa, Ángeles Agudo, y él levantaron hace 30 años y que hoy es el obrador y tienda de su hija, que a la entrada tiene su nombre en el toldo: Fátima Gismero. Visionary Patissier.

'Abejitas', los bombones más queridos por Gismero. Fueron su primer dulce de autor.
'Abejitas', los bombones más queridos por Gismero. Fueron su primer dulce de autor.Daniel Ochoa de Olza (Daniel Ochoa de Olza)

La pastelera visionaria pudo ser patinadora artística. De niña era lo que más le gustaba del mundo, pero se lesionó un tobillo y tuvo que dejarlo con 11 años. Lo otro que le pirraba era el dulce —comerlo y hacerlo—, y de adolescente ya tenía claro que quería dedicarse a ello —a hacerlo y, con la debida mesura, a comerlo—: “Lo primero que hago cuando me siento a la mesa de un buen restaurante es abrir la carta de postres”, cuenta en Pioz esta entusiasta del dulce que define las torrijas simplemente como “la panacea”.

—Sé de un señor al que le gusta tanto el dulce que va a un restaurante y solo come postres.

—¡De verdad! ¡Qué señor más guay! —se maravilló.

Con 16 años, comenzó su formación en una escuela de pastelería de Madrid. Vivía en un piso de Guadalajara con su hermana, María, que hoy es profesora de infantil. Iba y venía a la capital de lunes a viernes. El segundo año se empeñó en hacer prácticas en un obrador a la vez que estudiaba, y un profesor le consiguió un empleo temporal en el de la cafetería Embassy. Fue la primera mujer que trabajó en este obrador. “Soy tozuda”. El coste de su testarudez durante 10 meses fue coger un bus a las cinco de la madrugada en Guadalajara para empezar a trabajar al alba, entrar a la escuela a las dos de la tarde y regresar en el bus que llegaba a las nueve de la noche. Aquella fuerza de voluntad es la misma que sigue teniendo para levantarse a diario a las cinco de la madrugada y ponerse manos a la obra con su ayudante, Javier Dorado, de 24 años.

—Esta duerme como las liebres —­la elogia paisanamente desde una esquina de la tienda Anselmo, un pastor al que le gusta pasar por allí para echar un ratito con ellos.

Ella asegura que suele acostarse antes de las diez de la noche, y que el yoga, el pilates e ir a nadar le ayudan a estar bien.

Con 19 años, terminó sus estudios en Madrid. Amplió su formación en otra escuela de Barcelona. Hizo prácticas con un maestro bombonero de Gijón. De nuevo en Barcelona, pasó un tiempo en Bubó aprendiendo del pastelero Carles Mampel, y durante varios años trabajó en la compañía de alta restauración Solé Graells enseñando a cocineros la técnica de texturas de Albert y Ferran Adrià, asociados con esta empresa, que también la envió unos meses a aprender en Mugaritz. Le hizo un balón de baloncesto de chocolate a La Bomba Navarro, unas gafas de chocolate a Dani Alves y una guitarra de chocolate (ocho kilos) a Alejandro Sanz, a quien se la entregó en el camerino. Y después de este enérgico y meritorio periplo, hace más de dos años regresó a su pueblo para tomar el relevo de Ángeles y Antonio, que habían decidido jubilarse. “No quería que se perdiera el negocio familiar y además me apetecía ser mi propia jefa para poder expandir mi creatividad”, explica. También dice que deseaba volver a estar más cerca de su familia. Adora a sus sobrinas. Ha concebido dos postres en su nombre. Sofía es una tarta individual de coco, bergamota y vainilla. Irene es un cake de té verde con una ganache (cobertura) montada de pistacho.

Al fotógrafo y al reportero —salivantes desde su llegada— los convida a probar la tarta de San Marcos, copy­right de su madre, una estructura laminar de capas de bizcocho caladitas en suave almíbar, más nata de primera y yema tostada; y una mousse de vainilla, chocolate blanco y cremoso de frutos rojos, dulce y aérea al contacto con la lengua. También nos comemos su producto insignia, que comercializa en una caja como Mis abejitas. Es un bombón con chocolate con leche, negro y blanco relleno de una ganache de intenso sabor a miel de romero de La Alcarria, la comarca donde se encuentra Pioz y que Cela dejó inscrita en la historia de la literatura.

Gismero corta con tiento un trozo de mousse de vainilla.
Gismero corta con tiento un trozo de mousse de vainilla.Daniel Ochoa de Olza (Daniel Ochoa de Olza)

“Este bombón define mi pastelería”, dice Fátima Gismero, “que consiste en respetar el producto con sus características organolépticas y buscar el sabor de una manera equilibrada, con suavidad y ligereza”. Además, representa para ella la importancia que tuvo su confianza en sí misma. “Fue el primer producto de autor que creé y saqué a la venta. Hubo gente que me dijo que no lo veía claro. Otros, como mis padres, me dijeron que adelante. Y yo creí en mí, porque si piensas demasiado en la opinión de los demás te paralizas en la duda”, expone esta mujer decidida, que lleva un tatuaje que hace referencia al cáncer de mama, otro de una varilla pastelera y un tercero con el rostro de un símbolo del feminismo, Frida Kahlo.

Sergio, su pareja, atiende el mostrador de la tienda. Rodeado de un amplio surtido de panes y dulces (cruasanes rellenos de crema tostada, de nata, de pistacho y fresa, de limón y vainilla; cookies de espelta, de cúrcuma y pimienta, de avellana, de espirulina; tortas de manteca de cerdo ibérico, magdalenas sin azúcar, rosquillas con anís), despacha a vecinas entregadas como Sonia: “Son nuestro orgullo”, dice. “Pero cómo me cabreo cuando cogen vacaciones y tengo que ir a comprar al Híper Usera”.

Gismero da “gracias a Dios” porque la cultura gastronómica esté creciendo y se valore más la calidad, “y no los dulces esos tan azucarados que parece que se te van a caer los dientes o esos turrones de las cestas” que nunca se come nadie. “Yo veo que los clientes cada vez piden productos más elaborados. No hay que ser ningún chef para distinguir lo bueno”, afirma. “El paladar no es tonto”.

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