_
_
_
_
_
Garazi Olaziregi, con su hija, Ada, y su madre, Piedad, en casa de esta, donde pasaron el confinamiento, en Madrid.
Garazi Olaziregi, con su hija, Ada, y su madre, Piedad, en casa de esta, donde pasaron el confinamiento, en Madrid.Samuel Sánchez (EPS)

Cómo amamantar a la hija mientras se soluciona una urgencia en el trabajo

Garazi Olaziregi, ingeniera informática y madre soltera, tuvo que hacer malabares durante el confinamiento para poder conciliar su profesión con el cuidado de su hija

Pilar Álvarez

Se cayó la plataforma. El instrumento a través del cual más de 3,5 millones de usuarios (alumnos, profesores, familias…) seguían las clases desde casa en la segunda semana del confinamiento se quedó in albis. Garazi Olaziregi es una de las tres únicas personas que podía arreglarlo. Ingeniera informática, única desarrolladora de su empresa (con 20 desarrolladores varones), jefa de equipo y también madre soltera. Aquel día, más que nunca, fue todas esas cosas a la vez. Estaba de pie en mitad de la cocina de su casa, en el centro de Madrid. Con una mano atendía el chat Guardias en el que se comunican para las urgencias del trabajo. Con la otra sujetaba la cabecita de su hija, Ada, mientras la amamantaba. Garazi se movía dando saltitos, meciéndola. Una mano iba del ratón al chat, la otra del teclado a la cabeza de la niña. Lo solucionaron en solo unos minutos. Ada se durmió. Ella siguió un buen rato dando saltitos de forma casi mecánica.

“Voy a atender a lo que más se caiga, a mi hija o a la plataforma”, bromeaba Garazi (San Sebastián, 36 años) con su jefe en esos primeros días de estado de alarma, a finales de marzo de 2020. Su hija, que entonces tenía un año y tres meses, estaba aprendiendo a andar y se movía por toda la casa. Su empresa y su puesto de responsable de soporte técnico y sistemas se convirtieron en fundamentales para que los colegios ­funcionaran en la distancia. Recuerda aquellos días como un continuo. “No había horarios, todo me daba igual. Si Ada dormía, me ponía a trabajar. Me duchaba cuando podía, estaba agotada”. Y entonces tomó la mejor decisión posible: irse a casa de su madre.

Garazi Olaziregi tuvo que ir a vivir con su madre, Piedad, durante el confinamiento y mientras no hubo escuela para poder trabajar.
Garazi Olaziregi tuvo que ir a vivir con su madre, Piedad, durante el confinamiento y mientras no hubo escuela para poder trabajar. Samuel Sanchez (EPS)

Lo recuerda sentada en el sofá de su salón casi un año después. La ­pequeña Ada le pasa por encima y le hace carantoñas. “Teta… favor… tar ni llorar”, dice la niña. “Teta, por ­favor, sin gritar ni llorar”, traduce su ­madre.

La conciliación o corresponsabilidad es una asignatura pendiente desde mucho antes de esta crisis y está en el centro de las demandas feministas. El cuidado de hijos y mayores lo asumen de forma abrumadora las mujeres. Por cada europeo que deja su trabajo para cuidar hay 17 mujeres que abandonan su puesto para hacerse cargo de algún familiar (Eurostat, 2019). Durante la pandemia, una de cada cinco trabajadoras ha renunciado a todo o a parte de su trabajo para cuidar, según una encuesta de la organización Malas Madres con 7.500 respuestas. Usaron sus vacaciones (74%), excedencias (21%) o una reducción de jornada (11%), como Garazi.

A finales de marzo se mudó a casa de su madre, Piedad Gómez, de 68 años. Vive en el barrio de al lado, pero trasladarse en aquellos días de pánico era el equivalente a pasear por Marte. Mandó una maleta con lo básico por correo. Llevó a la niña envuelta en plástico, con el miedo de contagiar a la abuela. Para evitar que Piedad se expusiera, Garazi trabajaba, hacía la compra y paseaba al perro. La abuela se encargaba de la niña durante sus siete horas de trabajo. “Ada consume mucha energía y se le hacía muy largo”, recuerda Garazi. Mientras trabajaba, apenas podía apartar los ojos del ordenador. “A mi madre le parecía que las tenía un poco abandonadas y a mí que habíamos invadido su casa”. Durante el confinamiento su madre la salvó.

No había horarios, todo me daba igual. Si mi hija dormía, me ponía a trabajar. Me duchaba cuando podía, estaba agotada

Ahora Garazi trabaja presencialmente. Y todo es milimétrico en su vida. Se levanta a las 6.30, se ducha y se viste. A las 7.20 despierta a Ada. Al filo de las ocho de la mañana cogen el autobús hacia la escuela infantil. Ada se queda allí hasta las cinco de la tarde. Ella va a su empresa, trabaja siete horas y come a toda prisa antes de salir a por su hija. “Voy corriendo a todas partes y siento que nunca llego a tiempo”, dice. A ratos le puede la culpa: “Siento que no soy buena madre ni buena hija”.

Cree que la pandemia ha dejado lecciones para compatibilizar la vida en familia y el trabajo. En julio pudo trasladarse con su madre y su hija a Galicia, donde Piedad tiene una casa, y disfrutar de ellas y del mar cuando acababa de trabajar. Pero quedan otras lecciones pendientes: “Hemos aprendido a aceptar restricciones, pero aún no se ha articulado la forma de que el justificante de tu hijo enfermo valga para que puedas quedar exenta del trabajo. Debería ser una norma que no quedara a la decisión de cada compañía, y no solo en pandemia. Si el toque de queda es una distopía, la conciliación sigue siendo ciencia ficción”.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Pilar Álvarez
Es jefa de Última Hora de EL PAÍS. Ha sido la primera corresponsal de género del periódico. Está especializada en temas sociales y ha desarrollado la mayor parte de su carrera en este diario. Antes trabajó en Efe, Cadena Ser, Onda Cero y el diario La Opinión. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Sevilla y Máster de periodismo de EL PAÍS.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_