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el atlas de Pandora
Columna
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La invención del éxito

En la crónica del significado de las palabras, la evolución del sentido es un espejo de nuestras ideas cambiantes

Irene Vallejo
EPS
Irene Vallejo

El tópico de la inocencia infantil siempre te ha parecido una extraña invención adulta, un efecto colateral de la nostalgia. Del colegio recuerdas más bien las bravuconadas de los líderes y su exuberante picaresca para aprobar exámenes: chuletas tatuadas en la piel bajo las mangas o el reloj, fórmulas grabadas en el boli Bic a punta de compás, apuntes en la papelera, perfeccionadas maniobras de distracción a la autoridad. Quienes aprobaban gracias a esas tretas gozaban de un aura de admiración, mientras que estudiar se consideraba una sumisión burda y sin mérito. Había una clarísima división entre los listos y los empollones, entre los audaces y los obreros del esfuerzo. De adultos, correteando en nuestro patio de recreo digital, seguimos haciendo trampas y falsificando el expediente: fingir es fácil con el filtro adecuado. A través de fotos y frases elegidas, amañamos versiones mejoradas de nosotros mismos. Allí donde chirría hablar de fracaso o soledad, celebramos la multitudinaria fiesta de la realidad maquillada.

En la crónica del significado de las palabras, la evolución del sentido es un espejo de nuestras ideas cambiantes. La mutación del término “éxito” es particularmente reveladora. En latín significaba “desenlace, salida” —de ahí el inglés exit—, asumiendo que el resultado de nuestros afanes es incierto: bueno, malo, o la mezcla de ambos. Todavía en el Siglo de las Luces, Moratín hablaba de “buen éxito” y “éxito infeliz”. Frente a aquella visión equilibrada, sin vencedores o perdedores, hoy solo concebimos el éxito triunfador: ese oscuro objeto de deseo. Para nuestro imaginario colectivo, una buena historia debe tener un final —exit— victorioso, feliz. Más allá del glorioso apogeo, el cuento no tiene nada que contar.

Frente a esta visión, Carlos García Gual señala en La muerte de los héroes que los personajes legendarios siguen siendo fascinantes —y más humanos— cuando envejecen y conocen sus límites. La Odisea narra el regreso de Ulises a Ítaca tras vagabundear durante 10 años de costa a costa, afrontar peligros incontables y amar por el camino, entre otras mujeres y diosas, a la hechicera Circe. Sin embargo, la historia no termina con la conquista del trono y el sosiego hogareño: a Ulises le gustaba más estar volviendo que haber llegado. Quizás por eso, en la Divina comedia Dante recuperó la tradición del último viaje del viejo marino: navegó hacia Hesperia —España—, traspasó las Columnas de Hércules, frontera del mundo conocido, y puso rumbo al sur inexplorado. El anciano héroe y su tripulación habrían muerto en un naufragio del que nadie tuvo noticia.

Curiosamente, la historia de un fracaso puede llegar a ser más consoladora que la de una victoria. Primo Levi evoca en Si esto es un hombre cierto día en Auschwitz, cuando fue obligado a cargar una marmita de 50 kilos llena de comida junto a un joven francés apodado Pikolo. Durante el largo trayecto, Levi recita a su compañero un pasaje del Infierno, de Dante, la arenga de Ulises mientras su navío atraviesa el estrecho de Gibraltar: “Considerad vuestra ascendencia: para la vida animal no habéis nacido, sino para adquirir virtud y ciencia”. Conmovidos, Primo y Pikolo olvidan por un momento la deshumanización del campo de concentración, la salvaje atrocidad de la maquinaria nazi, incluso el peso que acarrean, recordando emocionados al navegante que encara con esfuerzo y orgullo su naufragio final.

La derrota no solo desnuda nuestra ficticia fortaleza, también puede desencadenar sorprendentes epílogos. Cuenta el mito griego que, tras la muerte de Ulises, Penélope visitó a Circe en su isla. Las dos habían amado al héroe ahogado y ambas le habían dado un heredero. En uno de los giros más inesperados y modernos de la leyenda antigua, cada una se enamora del hijo de la otra y, muy civilizadamente, las antiguas rivales se emparejan con sus jovencísimos novios cruzados, convirtiéndose en insospechadas consuegras. Todo un ejemplo de las posibilidades infinitas de ese relato extraño y zarandeado que son nuestras vidas: el éxito no es la única salida.

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