Con la música a cualquier parte: melodías históricas que invitan a viajar
A ciudades concretas o lugares abstractos, es buen momento para volar a través de la música de grandes compositores del siglo XX. De la Praga que retrató Bedrich Smetana a la Viena de Alban Berg
La capacidad de la música para hacernos recordar y viajar es una gran oportunidad para la mente. Experimentar el placer de saltar las fronteras geográficas y dejarse llevar por tentaciones melódicas es, ahora que esperamos que pronto acabe el confinamiento, una buena ocasión para revivir el lenguaje de las vanguardias del siglo XX. La música de Heitor Villa-Lobos nos remite a Río de Janeiro, la de Anton Webern a Viena, la de Amadeo Roldán a La Habana y la de Krzysztof Penderecki a Cracovia, porque la música, como decía Alex Ross en el prólogo de El ruido eterno, actúa sobre los oyentes por medio de la física sonora, agitando el aire y despertando extrañas sensaciones.
En el convulso siglo XX, las composiciones estuvieron muy ligadas a los acontecimientos históricos. En un mundo desmembrado, muchos compositores volvieron a las raíces de sus antepasados para entenderse a ellos mismos, e investigaron en el arraigo folclórico de la vida preurbana. Otros escribieron al hilo de la tragedia y amenazados por el totalitarismo. Shostakóvich compuso Leningrado (dedicada a lo que hoy es San Petersburgo) mientras los alemanes acribillaban la ciudad. Schoenberg inventa el dodecafonismo en la Viena efervescente y creativa de principios de siglo, casi en paralelo al estallido del movimiento artístico de la Sezession, y, de alguna manera, anticipando el antisemitismo pujante. El propio Stravinski, genio mayor de la música en el siglo XX, también bebió en su juventud de las danzas rurales rusas, que, además, le sirvieron para La consagración de la primavera, historia de una doncella condenada a bailar hasta la muerte en la Rusia pagana antigua, para lo que se valió de los recuerdos de su infancia en Ustiluh.
Siempre es buen momento para viajar a través de melodías, ya sea a lugares reconocibles o a otros más abstractos. Le invitamos, pues, a sentarse en el sofá, ajustar el volumen y escapar.
Praga, melodías bohemias
Para empezar, Praga, capital de la República Checha adonde volamos a través de los seis poemas sinfónicos de Bedrich Smetana recogidos en Má vlast (Mi patria, de finales del XIX), en la que transcribió con música una travesía por el Moldava para describir su belleza y adjetivar todo un país. La primera parada se llama igual que el castillo de Vysehrad, a orillas del río. Las cualidades sonoras (como la evocación de Kafka) acompañan cualquier ruta por la ciudad, desde el puente de Carlos hasta el Grand Café Orient (la única cafetería cubista del mundo), situado en el primer piso de la Casa de la Madona Negra, del arquitecto Josef Gočár.
Barcelona, la inspiración de Frederic Mompou
Las piezas de Mom- pou invitan a un paseo desde el Paralelo que le vio nacer hasta su casa en el Eixample
Frederic Mompou estaba tan ligado a Barcelona (nació en la calle de Fontrodona, 2; pero vivió y murió en el número 108 del Paseo de Gracia, donde hoy está su fundación) que desde sus largas estancias en París imaginaba incluso los suburbios de la ciudad catalana. A ellos les dedicó cuatro piezas tempranas. Bastan Record de platja (marcadamente impresionista, y que recuerda a las Gymnopédies de Satie) y Barri de platja, de 1914, para palpar la melancolía y la arena. Mompou se inspiró en versos del cántico espiritual de San Juan de la Cruz (la noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora...) para explicar su filosofía musical y ética: la vida más discreta, la música menos compuesta (“yo no compongo, descompongo”, decía). Unos acordes de gran sensibilidad que nos invitan a un paseo delicado y metafísico, desde el Paralelo que le vio nacer hasta su casa en el Eixample, para seguir hasta el Museo de la Música de Barcelona, sobre el Auditorio (de Rafael Moneo), donde apreciar el piano del maestro, cuya obra Música callada está considerada una de las cumbres del siglo XX dentro del repertorio español.
Londres, armonías de la Inglaterra profunda
Aunque se mantuvo fiel al mar de su adorada Aldeburgh (en el condado de Suffolk) y desde niño no escondiera su debilidad por las “perversas” influencias de Stravinski o Alban Berg (mal vistos en la Inglaterra de los años veinte), Benjamin Britten, el compositor británico más relevante del siglo XX, tuvo una gran vinculación con Londres. Se formó en el Royal College of Music y, en 1945, estrenó en el teatro de Sadler’s Wells la ópera que le cambiaría la vida: Peter Grimes (basada en la vida de un pescador sádico). Allí también conoció al tenor Peter Pears. La historia de amor entre ambos merece la película que la honra: The Hidden Heart, de 2001. Con él (con ellos) podemos viajar a la Inglaterra profunda a través del sublime ciclo de canciones folclóricas inglesas, con Britten al piano y cantadas por Pears. O, mejor aún, a la City de Londres con su musicalización de los sonetos sagrados de John Donne, el gran poeta metafísico inglés (1572-1631) y deán de la catedral de Sant Paul, en cuyos alrededores tiene su estatua. Britten escribió 14 óperas, igualando a Richard Strauss, y colaboró con W. H. Auden y con Wilfred Owen, el poeta soldado que le proveyó para su alegato antibelicista War Requiem.
Nueva York, la ciudad que late con Gershwin
Del sueño de unir música sinfónica con elementos del jazz nació Rhapsody in Blue, obra orquestal de George Gershwin escrita, según contó, entre el ruido de un tren rumbo a Boston. No es fácil encontrar otro inicio con un canto de clarinete tan largo y memorable, esa sirena que despierta el día en Manhattan y que nos entrega a la melodía para que nos sitúe ante rascacielos y nos lleve de aquí para allá entre el tránsito y las estridencias y las prisas, para devolvernos, no sin cierta tristeza, a la calma del ocaso, cuando las luces y los sonidos de Nueva York se van apagando. Gershwin nació en Brooklyn en 1898 y en el Aeolian Hall estrenó esta obra una noche de 1924. El gran maestro compositor y director de orquesta Leonard Bernstein llegó a decir: “Rhapsody in Blue hizo temblar a Nueva York, después a todo el país y finalmente a todo el mundo civilizado”. Y Woddy Allen la eligió para iniciar su emocionante Manhattan mientras su voz en off decía: “Era una ciudad que latía a los acordes de las melodías de Gershwin”.
Hungría y Rumania: inmersión folclórica
Este es un viaje al origen, a la armonía de la cuna, cuando el mundo interior y el exterior conviven en avenencia. Béla Bartók (1881-1945) quiso recuperar, estudiar, grabar con fonógrafo y clasificar la música vernácula, danzas, ritmos y sonidos ancestrales de Hungría, Rumania, Serbia o de los Montes Cárpatos en Transilvania, de ahí que el compositor sea uno de los fundadores de la etnomusicología. Emprendió largos viajes por pueblos remotos en compañía del también músico húngaro Zoltán Kodály. Qué buena idea. Ahora viajamos con sus Danzas rumanas a regiones de frontera alejadas de la civilización. “Nuestros cuerpos delgados no pueden ocultarse con la ropa”, decía el texto de su Cantata profana (1930), una fábula en la que los niños salvajes acaban convertidos en ciervos. “Tenemos que beber hasta saciarnos, no de vuestras copas de plata, sino de los frescos manantiales de las montañas”. Y eso hacemos al escuchar sus composiciones, saciarnos del paisaje que el folclore nos revela: montañas, agua, matices zíngaros, polkas e instrumentos de Oriente Medio para asumir que estamos ante una metáfora de la totalidad. Según Alex Ross: “La búsqueda de Bartók lo condujo tanto hacia delante como hacia dentro”. En un rincón de la antigua ciudad de Buda —la parte occidental de la actual Budapest— sigue en pie la Casa Memorial Béla Bartók , su residencia hasta su exilio a Nueva York, donde vivió hasta su muerte.
Moscú, la rebeldía de Gubaidúlina
“No hay mayor ocupación que la de recomponer la integridad espiritual a través de la composición”, sostiene Sofiya Gubaidúlina, una de las compositoras más aplaudidas de la actualidad. Nació en 1931 en Tartaristán, raíces que han marcado su obra. Estudió composición en Kazán, pero se mudó a Moscú. En el conservatorio fundado por los Rubinstein en 1886, en la calle Bol’shaya Nikitskaya Ulitsa, cerca del Kremlin y la plaza Roja, fue tildada de irresponsable por sus afinaciones contracorriente. Shostakóvich, que fue su profesor, la animó a seguir por el mal camino y forjar una carrera imbatible y libre. De sus años en Moscú es Offertorium (1980), con la que profundizó en la “renovación espiritual” de una música, deudora de Bach y Webern, en la que los ritos, la realidad, el folclore ruso y la historia se transfiguran.
Granada, el ensueño de Manuel de Falla
También Manuel de Falla sintió la necesidad de la búsqueda de lo real en el folclore. Animado por Felipe Pedrell primero, y por Lorca después, escarbó en el flamenco y en el cante jondo. Le gustaba tanto Granada que, desde su Cádiz natal, la soñó por adelantado y así luego pudo vivir lo inventado. Sin conocerla ambientó allí su primera ópera: La vida breve (1913). Pidió consejo a su amigo Antonio Arango, que había visitado la Alhambra, quien le contestó por carta: “El Albaicín es un barrio extremo de la ciudad, que está en cuesta... La fuente de donde dices que es buena el agua es la del Avellano; pero esta no creo que se venda a gritos por la calle [...]. La que sí se pregona es ¡agua de los aljibes de la Alhambra!”.
Después de estrenar obras mayores y de hacerse amigo en París de los compositores Debussy y Dukas, en 1920 se instaló al fin en la ciudad andaluza, en la que hoy es la Casa Museo Manuel de Falla, en un carmen en la Antequeruela Alta, donde tantas veces se juntó con su amigo Lorca, que veía en él lo que tanto perseguía: la unión de la música culta y popular. Escuchando sus Noches en los jardines de España (partiendo de En el Generalife) evocamos una Granada nocturna y misteriosa, de calles que retan a la geometría y esa Alhambra que tan cerca tuvo el compositor, el encanto de un pueblo en una ciudad, el embrujo, los patios, los jardines. La primera obra que compuso aquí fue el Homenaje pour le tombeau de Claude Debussy. No es de extrañar. Los intensos años en la capital francesa le marcaron. Por algo dijo: “Me siento en Granada como en el centro del mundo, como si fuera un pequeño París”.
París, las hermanas Boulanger
Uno de los nombres más influyentes del siglo XX en el circuito musical parisién fue el de Nadia Boulanger. Según el poeta y ensayista Paul Valéry, “la música personificada”. Compositora y profesora de tantos (Stravinski —su debilidad—, Aaron Copland, Philip Glass...), su piso de la Rue Ballu es tan determinante como la sala de conciertos Salle Cortot (joya de Auguste Perret), la iglesia de la Santa Trinidad (donde Messiaen ejerció de organista todos los domingos ¡desde 1931 hasta su muerte en 1992!) o la Maison Claude Debussy, en Saint-Germain-en-Laye. También su hermana Lili fue compositora. Tempranamente enferma, falleció a los 24, pero tuvo tiempo de crear un repertorio entre la depresión y la religiosidad. Aunque su Nocturne o Cortège gocen de prestigio, D’un matin de printemps condensa sus virtudes contrapuntísticas y nos muestra una mañana de primavera que se abre con ímpetu a su IX Arrondissement, donde la Place Lili-Boulanger la mantiene viva.
Viena, a la capital de la música con Berg
Y para acabar, Viena, la capital histórica de la música, y Alban Berg, uno de los mejores alumnos de Schoenberg (junto a Webern, los tres formaron la llamada Segunda Escuela de Viena). Aunque triunfó en Berlín (con su ópera Wozzeck, basada en el drama inconcluso de Büchner), vivió siempre en la ciudad austriaca. A través de su emocional Suite Lírica para cuarteto de cuerda, pieza en la que, según Ross, el lirismo vienés se refina “hasta convertirse en algo parecido a un peligroso narcótico”, atonal y al mismo tiempo romántica, visitamos la Viena menos ornamental, la que soñaban colegas como el poeta Peter Altenberg o el arquitecto Adolf Loos, que diseñó en 1899 su refugio favorito: el Cafe Museum, ubicado entre el pabellón de la Secession de Olbrich, la Ópera y el Musikverein, y donde todavía sirven schnitzels deliciosos; de apariencia expresionista, merecen su protagonismo en la Trinidad Vienesa.
Use Lahoz es autor de la novela ‘Jauja’ (Destino).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.