A pedales por la Patagonia: un relato en primera persona de la exigente prueba Across Andes
La región de Aysén acoge parte de la panorámica Carretera Austral que recorre el sur de Chile, el destino soñado para ciclistas, antes viajeros con alforjas y ahora flamantes adeptos del ‘bikepacking’


“Quien se apura en la Patagonia, pierde el tiempo”, me digo una y otra vez, recitando el mantra local. Paradójicamente, formo parte de una prueba ciclista de ultrarresistencia y dispongo de cinco días para recorrer 1.000 kilómetros por pistas de tierra y guijarros, así que debo encontrar un equilibrio entre mis deseos de empaparme de la Patagonia Verde y mis modestas aspiraciones deportivas. Decido tomármelo con calma y, una eternidad después, me arrimo a la rueda trasera de otro ciclista, un rival, y me fijo en los detalles de su bici, en sus modernas alforjas aerodinámicas, en su pedaleo de cadencia elevada. No es solo un ciclista, sino un viajero. Una frase escrita a mano con rotulador destaca en la parte trasera de su casco, como si fuese un aviso o una advertencia: “El miedo no es fe”. Curioso, hago un nuevo esfuerzo para ponerme a su altura, saludarle, preguntarle de dónde es (norteamericano) y, tras un breve intercambio de charla intranscendente, lanzar la única pregunta que me interesa: “¿Qué quieres decir con eso que llevas escrito en el casco?”. El joven ríe y reconoce que en inglés es un dicho frecuente que suena mejor que en castellano: fear is not faith. Pero, dice, al estar en Chile le parecía más apropiado lanzar su mensaje en castellano para recordar a los potenciales lectores que conviene no confundir los sentimientos.
Perdidos en la Patagonia chilena y con el núcleo habitado más próximo a casi 150 kilómetros de distancia, los únicos que podemos leer la advertencia de su casco somos los casi 200 participantes de la prueba Across Andes. Algunos la consideran una carrera a cara de perro que hay que completar en el menor tiempo posible y, a ser posible, sin dormir; otros contemplan el reto de acabarla en menos de las 130 horas permitidas por la organización, y para los menos se trata de una forma como cualquier otra de viajar.
Yo pertenezco al último grupo, casi por descarte: no ganaría ni con un milagro genético y tampoco me importa gran cosa acabar en el horario acordado y convertirme en lo que ahora llaman finisher. De hecho, me inscribí en la Across Andes debido a una confusión: invitado por Federico, un amigo uruguayo, di por supuesto que se trataba de una prueba por etapas, que cada día dormiría en un hotel en el que la organización depositaría mis enseres. Como la estupidez humana es insondable, solo caí en el error después de comprar los billetes e inscribirme. No pagué seguro alguno de cancelación. Me costó varios días asumir el trauma.
Intenté consolarme a base de matemáticas básicas: si lograba recorrer 200 kilómetros al día, entraría en el tiempo. Tampoco era descabellado. Federico, siempre tan práctico y sincero, me advirtió de que con el peso del material, la grava y los 15.000 metros de desnivel positivo anunciados, alcanzar una media de 14 kilómetros por hora era una gesta. En ese punto, las matemáticas empezaron a fallarme. ¿Podía pedalear casi 15 horas diarias durante cinco días? ¿Qué pintaba yo en una competición, si lo que buscaba era hacer turismo? Finalmente fui un turista camuflado de competidor. Y es una de las mejores experiencias viajeras que he tenido, pese al infierno de la lluvia constante que nos regó el 80% del tiempo. Sí, la primavera patagónica es harto caprichosa.
El bikepacking ha llegado para refrescar una vieja forma de desplazarse y conocer mundo: la bicicleta con alforjas. Mientras los anglicismos ganan terreno a toda pastilla, las alforjas clásicas ya han dejado de ser un complemento digno de los tiempos que corren. Ni son aerodinámicas, ni mucho menos cool, ni casan con la reinvención que conoce el mundo del ciclismo que ha logrado en apenas 15 años ordeñar casi todas las formas posibles de pedalear.
Una de las que está en plena expansión se llama gravel, con guijarros sobre pistas de tierra. El término anglosajón llega importado de Estados Unidos y nace del miedo. No de una confusión entre miedo y fe sino de la ausencia manifiesta de fe en el sentido común de los conductores de vehículos motorizados que cada año causan decenas de muertos y que, lógicamente, más que miedo, infunden pavor entre la población ciclista. Así que hartos de sufrir atropellos, muchos decidieron dejar el asfalto para lanzarse a las pistas de grava secundarias y poco transitadas. Solo necesitaban bicicletas un tanto diferentes, con neumáticos más resistentes y anchos, y máquinas de geometrías más cómodas que compensasen la incomodidad de la grava. El fabricante vasco de bicis Orbea vio clara la oportunidad hace ya unos años: “Viajar en bici no es una moda, sino una tendencia que crece y es cada vez más sofisticada”, apunta su servicio de prensa. De hecho, todos los grandes fabricantes de bicicletas ofrecen esta categoría.

Across Andes tiene su salida y llegada en la localidad de Coyhaique, capital de la región de Aysén, localizada prácticamente en el extremo sur de Chile y señalada como la puerta de acceso a la Patagonia chilena. Su extensión enorme (es la tercera región más grande del país) contrasta con su escasísima población y esto pese a los esfuerzos locales por fomentar el desarrollo del turismo. Uno de los activos turísticos más poderosos de la región es la Carretera Austral, ruta icónica que en verano rebosa de visitantes motorizados y que se ha convertido en una fuente de inspiración para cicloturistas de todo el planeta que la recorren, sin prisas, con alforjas. La pesca es otro de los atractivos de la zona, un destino que seduce especialmente al público norteamericano. La zona tiene un potencial inmenso para el desarrollo del senderismo, e incluso del esquí de montaña. De hecho, una cima (cerro Mackay) domina Coyhaique, una ciudad de casas bajas estructurada en cuadrículas y rodeada de montañas que aún muestran la nieve del invierno.

La prueba se celebra en primavera, anticipándose al desembarco turístico, y pisa parte de la ruta austral al tiempo que dibuja un bucle que remonta al norte hasta la preciosa población de Lago Verde y regresa sobre sus pasos sorprendiendo de nuevo al ciclista con las vistas del Pacífico, lagos majestuosos, planicies áridas venteadas, montañas remotas, vegetación exuberante y soledad, mucha soledad. El trazado pasa por las localidades de El Blanco y Ñirehuao, pero solo a la ida. Después, tanto al ir como al volver, por las poblaciones de Mañihuales, Villa Amengual, Puyuhuapi, La Junta y Lago Verde, lo que suma 10 oportunidades de dormir y avituallarse. Es posible beber de los arroyos, pero dormir al raso ya no resulta tan evidente. En cambio, no es complicado encontrar habitaciones donde pasar la noche, cabañas y hoteles… siempre que una pájara no te deje tirado antes en la cuneta.
Este trozo de la ruta austral pasa también por el parque nacional de Queulat y su puerto de montaña con una vertiente ejemplarmente asfaltada y la otra absolutamente descarnada. Las nubes esconden su glaciar suspendido, así que seguimos dando tumbos camino de La Junta. Puyuhuapi, en el extremo de un interminable fiordo homónimo, es de obligada parada, y no solo para comer o secar la ropa, sino para admirar un lugar que hace apenas un siglo estaba absolutamente deshabitado.
En 1930, cuatro colonos de origen alemán bien financiados por un mecenas, y animados por la promesa de tierras chilenas, acabaron solos y aislados en el fin del mundo. Durante años, se afanaron en subsistir con la pesca, la ganadería y la tala de madera. La II Guerra Mundial frenó la migración y los únicos que se acercaron eran oriundos del archipiélago vecino de Chiloé. Con el tiempo, Puyuhuapi se ha convertido en un precioso pueblo famoso por sus tapices y por sus aguas termales: es típico alternar su calor con baños en las aguas heladas del Pacífico. Muchos optan igualmente por navegar y avistar delfines o leones marinos, tirar de kayak, pescar y observar aves… El resto, pedaleamos camino del punto que marca nuestro regreso: Lago Verde. Es el lugar que uno elegiría para retirarse del mundo.
El refugio para ciclistas Doña Inés
En Villa Amengual, dos modestos contenedores de chapa se han convertido en un santuario ciclista: el refugio para ciclistas Doña Inés. “Cuando imagino el paraíso, veo lugares como este”, musita alguien. Durante la Across Andes 2023, la primavera traicionera regaló a los ciclistas una nevada tardía. Poco a poco, el refugio empezó a llenarse de ciclistas ateridos, incluso hipotérmicos. Fuera, las bicis se amontonaban de cualquier forma contra la chapa del edificio, acumulando nieve. “Estuve dos días sin dormir, acomodando a más de 100 ciclistas en un espacio que apenas cuenta con 14 literas. Mientras unos dormían, otros comían”, recuerda Inés. La mitad de los participantes abandonó. “Fue un motoquero [motorista y viajero] quien me dio la idea de crear este refugio para acoger a los que viajan en sus bicis recorriendo la Carretera Austral. Por aquí pasan personas de todo el planeta y yo solo les ofrezco refugio, comida, calor y un lugar donde dormir. Algunos me pagan trabajando conmigo varios días”, explica. Mientras dura la prueba, vive días de enorme ocupación. Ni siquiera le interesa hacer negocio. Su preocupación por los viajeros es tan genuina que muchos le pagan más de lo que señala la cuenta. De hecho, su refugio se quemó en 2017: en apenas unas semanas muchos de los ciclistas que habían conocido el lugar reunieron los 3.000 euros necesarios para rehabilitarlo.
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