Tres insólitas maravillas de la Antigüedad en la actual Turquía
El mausoleo de Halicarnaso en Bodrum, el monte Nemrut y Göbekli Tepe protagonizan un viaje que pone en el centro la historia y los tesoros culturales del país

Este viaje empieza en Bodrum, en un mar Egeo tan lleno de vestigios helenísticos, de tumbas y templos como el mausoleo de Halicarnaso. Luego sigue hacia el sur de Turquía, donde se alza Nemrut, el piramidal monte sagrado. Y, más al sureste del país, espera después la incógnita de Göbekli Tepe, una colina en cuyo vientre pudo haber una población megalítica y refinada.
El pasado de Bodrum
Bordeando la playa del pueblo de Bodrum se extiende una malla de restaurantes, hoteles y tiendas. Luego viene la Marina con sus goletas para hacer cruceros de un día a islas (incluso a algunas griegas como Cos). A espaldas de todo ese vaivén, las calles de la ciudad vieja serpentean por una colina que guarda sorpresas. La mayor es un jardín solitario, pero donde estuvo el mausoleo de Halicarnaso, una de las siete maravillas de la Antigüedad. Lo cual suponía figurar en una lista excelsa con la de Antípatro de Sidón, las pirámides de Giza, el Coloso de Rodas… y así hasta siete. En Turquía figuraba el templo de Artemisa en Éfeso, aunque de este no queda nada tras el incendio que lo asoló en el año 356 antes de Cristo.
El mausoleo de Halicarnaso —como se llamó antes Bodrum— se alzó donde ahora se visitan sus cimientos y columnas rotas. El resto hay que imaginarlo. Tenía 46 metros de altura y cuatro plantas. Hoy lo más alto son las higueras que engordan sus frutos al final del verano. No siendo pocos los gatos que han encontrado su hogar en lo que queda de una de las siete maravillas del mundo antiguo. Este recinto arqueológico, menos los lunes, abre todos los días. A falta de piedras espectaculares, ofrece una sala de proyección donde un vídeo da cuenta de lo que fue el sepulcro más fastuoso del mundo, excluyendo a las pirámides egipcias.

Enseguida se evoca la figura de Mausolo, el rey de Caria, que quiso ser enterrado bajo la mayor abundancia de mármoles, pilares y frisos, como temiendo que todo era poco para un mortal de su clase. Una escalinata de 23 gradas llevaba a una pirámide rematada con una cuadriga de caballos de bronce de tamaño natural. Más estatuas y relieves con tantos personajes, comparsas de las pompas funerarias de Mausolo. Tanto fue así que la palabra mausoleo viene precisamente de la construcción del rey, una especie de Midas que quiso hacer de su ultratumba un tremendo viaje de lujo y mármoles. Fue en el año 350 a.C. y no sin el concurso de su hermana, la reina Artemisa. Después vendría la destrucción, no la atribuida a Alejandro Magno, sino al terremoto de 1404.
Al final, las piezas más valiosas acabaron en el Museo Británico. Ocurrió lo mismo con los hallazgos del templo de Artemisa, hoy en la Sala Éfeso de dicho museo londinense. En Bodrum, si acaso, quedan capiteles interesantes del mausoleo en el patio del Kalé, o Castillo, un lugar donde poder divisar luego cómo atardece en la bahía.
Nemrut, el monte de los dioses
Lo que impresiona sin remisión es un viaje al monte Nemrut, a 80 kilómetros de Adiyaman, la ciudad donde se registró un terremoto de 7,6 en febrero de 2023. Nemrut (o Nemrud) es el nombre de una cumbre de los montes Tauro que se alza a 2.150 metros sobre el nivel del mar. Un lugar que es como una pirámide natural que sirvió de mausoleo al rey Antíoco Teos (86-38 a.C.). Este fue el monarca de Comagene, el curioso reino “amortiguador” entre potencias, religiones y culturas. El mausoleo se extendía desde la orilla derecha del Éufrates hasta el sur de Turquía, donde estaba su antigua capital, Arsameia. Tras la muerte de Alejandro Magno, los reyes de comagene supieron conservar cierta autonomía, al menos hasta la conquista romana de Asia Menor.
El monte Nemrut, patrimonio mundial de la Unesco desde 1987, fue su lugar más sagrado, no en vano lo eligió el rey Antíoco Teos como su grandiosa tumba. Toda una montaña respaldaba su mausoleo de mármol junto a un túmulo de piedras sueltas de 50 metros de altura.

El viajero ha de ascender a pie el último trecho hasta coronar el Nemrut y pisar el sector oriental de las ruinas. Ahí se sitúan los restos del sepulcro real y del altar. Pero los ojos vuelan a la galería de cinco dioses labrados en blanca piedra caliza. Estas deidades no tienen cuerpo ni extremidades. Sus rostros miran severamente a quien se les acercan, bajo sus gorros picudos que aluden a su pasada potencia. De lo que no hay duda es de los nombres de esas divinidades, dadas las inscripciones que tienen, demuestran la actitud ecléctica y conciliadora del antiguo reino. Ahí está Antíoco Teos, el hábil rey-dios. Junto él, se encuentra Theychye, la diosa comagene de la Fortuna, con su corona de racimos de uvas y espigas de trigo. Y después las dos deidades helénicas: Zeus (Oromasdes para los persas, y Júpiter en Roma) y Apolo; y el héroe clásico más conocido: Hércules. El visitante moderno está separado por una valla de esas estatuas de casi 10 metros de altura con sus pedestales. Sin embargo, pudo haberse dado una decapitación de las mismas, o una iconoclastia, y así solo han sobrevivo las testas y tocados de las esculturas.
Vamos rodeando luego hasta la terraza occidental. El sol cae a pico. No hay sombras, ni árboles aquí. Los mismos dioses citados se alzan en la terraza a poniente. Se aprecian a menor distancia sus rictus llenos de soberbia y confianza. El león y el águila de piedra blanca custodian la galería de las deidades. Además, hay aquí cinco relieves tan singulares como el del rey Antíoco estrechando la mano a los dioses. O el llamado Horóscopo del León, en cuyo cuerpo se grabaron 19 estrellas y tres planetas.
El misterio de Göbekli Tepe
Nos alejamos de Urfa, ciudad meridional de Turquía próxima a la frontera con Siria, en dirección a una catedral megalítica. Se puede calificar de templo, pero su datación es de al menos 11.500 años. Eso le otorga aún misterio a Göbekli Tepe (Colina de la Barriga, en turco). Se va pasando por vastos campos sembrados de pimientos. Y, poco después, se empiezan a divisar las amarillas colinas que rodean a Göbekli Tepe, un yacimiento descubierto en los años noventa del pasado siglo y que para algunos arqueólogos podría ser el conjunto religioso más antiguo del planeta. Sin descartar que igual fue una ciudad, no solo un lugar ceremonial, a finales de la última glaciación. Eso rompía muchos esquemas, según el descubridor del sitio, Klaus Schmidt, del Instituto Arqueológico Alemán.

Aquí encontramos una veintena de estructuras megalíticas circulares, con sus columnas de caliza adornadas con estilizadas figuras humanas y animales. Pero sin inscripciones, ni jeroglíficos, que permitan saber algo sobre el destino del lugar, ya fuera como adoratorio, funeral o de un refinado amor al arte. Se cree acaso que aquellas gentes eran cazadores-recolectores. Ni domesticaban animales ni eran campesinos. Desconocían los metales, pero labraban, con perfección geométrica, columnas de cinco metros de altura y diez toneladas de peso. Además, las trasladaban desde la cantera con sus brazos y tal vez con algunas sogas. Para colmo las remataban siempre en forma de T.
Aún queda mucho por investigar de este lugar que la Unesco incluyó en su lista de patrimonio mundial en 2018. Mientras tanto, sobre Göbekli Tepe se ha colocado una gigantesca cubierta de metal y tejido impermeable que da al sitio una apariencia de gran velero. El visitante tiene que contemplar el conjunto desde una pasarela circular, sin poder acercarse a las columnas. Por eso también han abierto al lado un museo donde se proyecta un vídeo lleno de interrogantes. Se ve a unos indígenas pintados como salvajes, con músicas dignas de Encuentros en la tercera fase y, al final, se insinúa la imagen de un ovni aterrizando. “Es una película”, me comenta con una sonrisa el señor Dogan, el arqueólogo turco que dirige los trabajos en estas colinas. “Seguimos estudiando” y excavando el futuro.
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