El coloso de Rodas no estaba abierto de piernas y otras novedades de las siete maravillas del mundo antiguo
La historiadora Bettany Hughes recrea en un libro los célebres monumentos de la famosa lista tal y como podían verse y experimentarse originalmente
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Las siete maravillas del mundo antiguo, de las que solo queda en pie y muy distinta de como era originariamente la Gran Pirámide de Guiza, parecen algo pretérito y muerto. Monumentos lejanos y mudos de un pasado desaparecido, condenados a menudo a una existencia fantasmagórica en estampas de viejos libros. Pero ahora un apasionante ensayo de la historiadora británica Bettany Hughes (Las siete maravillas del mundo antiguo, Ático de los libros, 2025) nos las devuelve —la pirámide, los jardines colgantes de Babilonia (la más evanescente: “la única maravilla que quizá no existió”), la estatua de Zeus en Olimpia, el templo de Artemisa en Éfeso, el coloso de Rodas, el mausoleo de Halicarnaso y el faro de Alejandría— en todo su esplendor, envueltas en un torbellino de sensaciones, no solo visuales sino auditivas ¡y hasta olfativas!
Y es que Hughes nos explica no solo su aspecto y su propósito, sino incluso cómo debían oler las maravillas: la pirámide, por ejemplo, a las hogueras de carbón de acacia de los trabajadores, “con su fuerte aroma y una humareda que cubría el brillo lechoso de los planetas en un cielo saturado de estrellas”; el templo de Zeus, donde estaba su famosa estatua y contrastando con su extraordinaria belleza crisoelefantina (de oro y marfil), a los excrementos de las multitudes que atraía y el olor de la quema de los muchísimos animales sacrificados a la deidad; el faro alejandrino, al combustible que ardía en la noche para mantener su enorme llama, mezclado con la fragancia salina del mar.

Visitar las siete maravillas de la mano de Hughes (Londres, 57 años), que ha recorrido los emplazamientos de esos monumentos legendarios, encontrando muchas veces vestigios inesperados además del eco de las voces de quienes los construyeron y habitaron, es una aventura sensacional que además nos invita a repensar, con nuevos hallazgos e ideas, lo que fueron esas construcciones excepcionales. La historiadora apuesta, más allá de las cuestiones constructivas e ingenieriles, por una inmersión en la emoción y sensualidad de la experiencia. En su descripción del Artemisión, el templo de Artemisa, hasta nos hace oír (“si no escuchamos el paisaje sonoro del pasado, la experiencia histórica palidece”) la música de todo lo que sucedía en el santuario: bodas, funerales, sacrificios, bailes, entrenamientos atléticos y marchas militares y religiosas. Tintineaba el sistro, atronaban las danzas pírricas que se ejecutaban con armadura, y se honraba a la diosa con bailes llenos de misterio al son de la siringa.
Entre lo que cuenta la estudiosa —educada en Oxford, popular divulgadora en documentales y libros y oficial de la Orden del Imperio Británico (OBE) por sus servicios a la historia— figuran novedades (al menos para los profanos) como que el coloso de Rodas, la gigantesca estatua del siglo III antes de Cristo del dios Helios, seguramente no estaba como se ha creído tradicionalmente en la entrada del puerto abierto de piernas de forma que los barcos pasaban por debajo entre ellas (“eso es una fantasía, sería técnicamente imposible”, nos dice), sino en lo alto de la acrópolis, y con las piernas juntas. También sorprende lo que explica Hughes de que las amazonas —su leyenda— eran omnipresentes en el templo de Artemisa, que el Zeus de Olimpia —cuya piel por cierto, apunta, era de maleable marfil de hipopótamo— inspiró la estatua sedente de Abraham Lincoln en Washington; o que la reina Artemisia, esposa de Mausolo (el rey que dio nombre al mausoleo de Halicarnaso), era digna biznieta de la famosa capitana del mismo nombre que comandaba la flota del rey de reyes persa Jerjes y que ha popularizado la película 300: origen de un imperio, la secuela no menos musculada de 300.
Lleno de informaciones, el libro de la historiadora británica es sensacional en su manera de trasladarnos a las siete maravillas en su momento de esplendor, demostrándonos por qué eran consideradas eso, maravillas. El templo de Artemisa nos hubiera impresionado por su tamaño, que era el doble que el del Partenón de Atenas (construido 50 años más tarde), y ofrecía asilo: lo recibieron la hermana de Cleopatra, Arsínoe IV, y los asesinos de Julio César. Nos sorprendería mucho también el Mausoleo, “una imponente tarta de boda de mármol” alta como un edificio de 14 pisos y decorada con multitud de estatuas. Qué decir del coloso de Rodas, con sus 33 metros, armazón de hierro y piel de bronce, una escultura titánica que seguía asombrando en el suelo al caer durante un terremoto (estuvo más tiempo en el suelo que de pie).
Hughes nos lleva a explorar in situ los monumentos, descubrir su propósito y reconstruirlos en nuestra imaginación tal y como debieron ser. Incluida la Gran Pirámide, ubicada hace 45 siglos en una meseta de Guiza que era entonces un complejo abarrotado y ruidoso, con templos, santuarios, vías procesionales y embarcaderos. Nos muestra las conexiones entre las siete maravillas, señala que la mayoría guardaban relación con Alejandro Magno y apunta que todos los lugares podían visitarse físicamente con relativa facilidad (y eso que era el mundo antiguo).

La célebre lista, por supuesto, tiene mucho de aleatoria: había otras versiones que cambiaban una maravilla por otra, aunque generalmente eran siete, por la magia del número. La historiadora cita a un Antípatro (que no es el de Sidón, el primero en ofrecer la lista aunque omitió el faro de Alejandría) y que parece haberlas visto todas. Su testimonio (que tampoco menciona el faro: Hughes sugiere que quizá era demasiado obvio) es digno del replicante Roy Batty: “He visto las murallas de la rocosa Babilonia, sobre las que pueden correr los carros [esas murallas que cuentan a veces como otra de las maravillas, en conexión o no con los jardines], y a Zeus sobre el Alfeo, y los Jardines Colgantes, y la gran estatua del Sol, y el enorme trabajo de las escarpadas pirámides, y la poderosa tumba de Mausolo. También me maravilla la estatua de Artemisa en Éfeso”.
“No he querido solo catalogar las siete maravillas, sino mostrarlas como habrían sido vistas y vividas en su tiempo”, explicó Hughes a este diario en una reciente visita a Barcelona. “He pretendido hacerlas resucitar como monumentos vivos”. En su empresa, ha vivido muchas aventuras, no la menor la de visitar los pasadizos y cámara subterráneos de la Gran Pirámide, un trance para alguien claustrofóbico como ella (“creo que no escogí la mejor profesión”, bromea) y con miedo a las serpientes (“no me ha mordido ninguna, todavía”). Al menos en la oscuridad de los bajos de la pirámide pudo experimentar algo sorprendente: había un sabor salino, pues el lecho rocoso había estado bajo el mar. Hughes también ha tenido el privilegio de sostener una espada de amazona: extraída de la tumba de una de las guerreras reales escitas que inspiraron la leyenda.
La historiadora destaca los muchos restos de las siete maravillas que se conservan (por no hablar de la Gran Pirámide, que ya es resto), desde uno de los caballos de la cuadriga que coronaba el Mausoleo y leones del monumento (en el British Museum de Londres) a los grandes bloques del faro en el puerto de Alejandría, y el podio de la estatua de Zeus. Del coloso, la mayor escultura de la Antigüedad, no quedan trozos (el supuesto puño hallado bajo el mar en el puerto de Rodas era una roca rascada por una draga) pero se han hallado grandes pozos donde se debió fundir el bronce de la estatua, para construirla o para reciclarla tras su caída. Ya se sabe: como alguien ha dicho muy sensatamente, nada es tan grande como para no poder caer.

En cuanto a la perspectiva feminista sobre las maravillas, Hughes destaca cómo las mujeres estaban en el centro del culto a Artemisa en Éfeso, incluyendo salvajes danzas de estilo coribántico en las que las muchachas imitaban a las amazonas; o que Artemisia II fue la responsable de concebir y construir el mausoleo de su marido. El templo de Artemisa, al que podía acceder todo el mundo, es la maravilla favorita de la historiadora. Y la que tiene una relación más directa con Alejandro, pues el santuario original lo quemó por afán de notoriedad el pirómano Eróstrato la misma noche en que nació el conquistador macedonio. Por cierto, Eróstrato, al que se quiso borrar de la historia como castigo, ha tenido el dudoso privilegio de ser citado hasta por Hitler, en relación con el incendio del Reichstag. Pero Hughes destaca que en todas las maravillas se puede observar algo del espíritu del joven héroe (aparte de que visitó la mayoría e incluso pudo plantearse reciclar la Gran Pirámide como su tumba): esa idea de hacer real lo impensable, de ambición hecha piedra, mármol o bronce, de búsqueda de asombrar. Aunque, claro, algunas —el coloso y el faro—, no existía todavía en vida suya.
¿Y qué maravillas antiguas considera Bettany Hughes que deberían estar en la lista y no están? “Quizá Persépolis, por ejemplo, y el templo de Hera en Samos. A veces se incluyen las murallas de Babilonia, mucho más reales, hay que decir, que los jardines”.
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