Vuelta al mundo con los cinco sentidos
De las suaves alfombras tunecinas a las luces de Broadway, con paradas en una almazara en Jaén, las pizzerías napolitanas y una samba callejera en Río de Janeiro
Me siento una privilegiada. Estoy confinada, como gran parte del mundo, y los recuerdos se despiertan cuando huelo el café o salgo al balcón para que el sol me caliente las palmas de las manos. No soy ni muy vieja ni muy joven, pero tengo ya cierta edad, y vivimos unas circunstancias en las que la conciencia y la vulnerabilidad del cuerpo se multiplican. Entonces, también como todo el mundo, pero especialmente como quienes nos dedicamos a este oficio de escribir que ojalá no se extinga nunca pese a las trompetas del apocalipsis, los sentidos me llevan al recuerdo: al recuerdo de esos viajes, lugares, personas, a los que un día volveré. Aunque ahora nuestro sitio sea el salón y saquemos el pasaporte para ir al dormitorio. Google Fotos me envía un mensaje: en un día como hoy, hace un año, yo andaba por un París que no estaba desierto a causa de la enfermedad, sino porque la policía y el Ejército trataban de anticiparse a las concentraciones de los chalecos amarillos. Caminaba por las Tullerías al lado de mi amigo Isaac. Estábamos solos y todo nos parecía surrealista. No podíamos prever lo que hoy estaría pasando. El sol me da en las manos y me acuerdo de…
1. Lo que no se toca
En La lección de anatomía (2008) escribí que en mi primera visita a Roma no llegué a meter la mano en la Bocca della Verità, situada en el pronaos de Santa María en Cosmedin. No es que mintiera, pero tampoco dije la verdad. No me gusta ese tipo de ritos iniciáticos y soy una supersticiosa laica que teme que dentro del agujero de esa boca aniden serpientes o arañas. Una sustancia húmeda y babosa, inidentificable, como la materia de los escritos de Lovecraft… Con esa mentira estaba diciendo verdades sobre mí. ¿Cómo iba a estar allí y no meter la mano? La metí, la saqué y espero que nadie haga analogías groseras. Aún recuerdo que el tacto del mármol no estaba del todo frío. Sería por la cantidad de dedos que habían tanteado la oscuridad. Calentándola.
Sí me habría gustado pasar las manos por las estatuas grecorromanas del Louvre. Por el cuerpo de la Victoria de Samotracia, expuesta en el museo parisiense. Meter el dedo índice entre los pliegues de su vestimenta. Me habría gustado tocar las anatomías barrocas del museo de la Villa Borghese, en Roma: Dafne metamorfoseada en laurel ante la rijosidad de un Apolo mal acostumbrado. Habría experimentado la suavidad, el repeluco, de acariciar el pelo de las figuras barrocas —estas no mitológicas, sino confesionales— del Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Pasar los dedos, como lectora de braille, por los animales y fornicadores y figuras fantásticas de la sillería obscena del coro de la catedral de Oviedo. Pero me han enseñado que hay cosas que no se tocan y quizá el aprendizaje no es malo. Así que recuerdo objetos que sí se pueden profanar: los cálidos y acolchados protectores de las tazas del váter en Tokio y una alfombra con historia mágica en la tunecina Cairuán. Había una vez un niño que fingió un accidente, le recogimos de la carretera, lo subimos al coche y él nos indicó dónde quedaba la casa de su padre. Era un negocio de alfombras. Compramos dos. Aquel comerciante de Las mil y una noches, agradecido por la compra y no por la pantomima del salvamento de su primogénito, mandó a un empleado a que nos hiciera un recorrido por los tejados de esta hermosa ciudad. También nos sacó los tiques para visitar la mezquita. Hoy paso el dedo por la alfombra, bordada de hilos azules, sobre la que descansan mis pies en el salón. Vuelvo a acordarme. Como me acuerdo de ese azul del caserío de Sidi Bou Said y del color rojo imposible del lago salado de Chott el Jerid. Pero los colores, las alteraciones daltónicas de la memoria, pertenecen a un negociado diferente.
2. Veo, veo…
Veo las luces de Broadway en Nueva York e imagino el Godzilla que sale entre dos edificios del barrio tokiota de Shinjuku, alumbrado con tantos carteles luminosos que estoy a punto de sufrir un ataque epiléptico. Las casas coloridas del malecón de La Habana, el grafiti por las calles de La Candelaria en Bogotá y las chanclas de colores en los puestos del distrito de Quiapo en Manila, con sus árboles de cables y su vegetación de tendido eléctrico. Veo el perfil de arena de Cehegín, en Murcia, y los pueblos blancos de Cádiz. Ciudades desde los miradores: Berlín desde la Torre de la Televisión de Alexanderplatz, Nueva York desde lo alto del Empire State, la rojiza panorámica de La Paz desde su teleférico, la postal de Río de Janeiro desde el Corcovado. En San Petersburgo veo la fachada pintada con tonos verdes del Hermitage. Y dentro del Museo del Prado atravieso el espejo y me meto en la profundidad limpia de Las meninas. Los tulipanes rojos en el Mercado de las Flores —que, por supuesto, también huelen— y la casa de Rembrandt en Ámsterdam. Recuerdo y visualizo las grandes plazas del mundo: el Zócalo en Ciudad de México, la Grand Place de Bruselas, la Place Bellecour en Lyon, la del Comercio en Lisboa, la plaza Mayor de Salamanca o la de Madrid, San Marcos en Venecia, la plaza de Jemaa el Fna en Marraquech, con sus encantadores de serpientes. Tiananmen y la indescifrable Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo donde los pequineses juegan a extraños juegos de mesa y tocan instrumentos musicales. Sitios en los que no sabes hacia dónde fijar la vista y otros en los que pierdes los puntos de referencia, como los laberintos de Fez con sus medinas concéntricas.
Veo las naturalezas sublimes, que en mi caso se han circunscrito casi siempre al perfil de la península Ibérica y sus islas. Naturalezas que no caben dentro de los ojos: Ordesa, las hoces del Duratón, las Cañadas del Teide, el Roque de los Muchachos, la sierra de Cazorla, la secreta península de Formentor, el Mediterráneo en la isla de Menorca y, por debajo de la plancha del mar, el azul eléctrico, el verde de las algas, las medusas violáceas, el dorado y plata de los peces que aún son peces porque nadie los ha pescado…
Me viene a la memoria el viaje por el interior de Ecuador: de Quito a Guayaquil, pasando por los volcanes Cotopaxi y la mole apabullante del Chimborazo, helado, empedrado de estrellas. Asisto al espectáculo de una calle viva bajando por Las Ramblas de Barcelona y me mareo al observar las esculturas volantes de la Gran Vía madrileña: Diana Cazadora y sus perros. Hay que mirar de arriba abajo —qué ondulantes y hermosos son los pavimentos del artista Burle Marx en Brasil—, pero también de abajo arriba. No conozco las pirámides de Egipto, pero sí las del Sol y la Luna en Teotihuacán (México). No conozco las Montañas Rocosas. Ni Toronto. No obstante, añoro Benidorm y su skyline. Estos son mis recuerdos y no pienso pedir perdón.
3. Recuerdos aromáticos
Mi infancia y ahora mi madurez están ligadas al Mediterráneo. Alicante, Valencia, Murcia. Quizá por eso identifico el buen olor con el del jazmín. También en Túnez los hombres llevan ramilletes de jazmines detrás de las orejas. En Córdoba, para mí la ciudad más bonita del mundo, el Patio de los Naranjos, el barrio de San Basilio y el Alcázar huelen a hojas verdes. Y cómo olvidar la untuosidad del aroma a almazara, que te impregna en aceite, cuando atraviesas los olivares de Jaén y circundas Andújar. El incienso produce cierto mareo y picor en la garganta: ocurre dentro de la catedral de Santiago de Compostela. Estos días echo de menos también el olor, a podrido, combustible y sal, del mar en los puertos de Galicia, Cantabria, Euskadi… La esencia maravillosa, imposible de decantar en un frasco, del mar removido en la playa de La Concha en San Sebastián. Humo. Las sardinas en Santurce y los espetos en Málaga. En el barrio de Cimadevilla de Gijón o en Villaviciosa se huele la sidra que se derramó de los bordes del vaso. Y cerca de Haro y de Peñafiel huele a esas bodegas donde el vino duerme.
En mi mapa de olores hay un espacio de anosmia: el mercado de las especias de Estambul estaba cerrado cuando lo encontramos. A perrito caliente y grasa hieden los centros de un mundo globalizado y arterioesclerótico: calles del centro de Londres, que también desprenden olor al papel viejo de las librerías de Charing Cross, Foyles y Blackwell’s. En Múnich huele a cerveza mientras hombres vestidos (no disfrazados) de tirolés o algo similar sacan sus jarras de una taquilla. En Damasco, antes de la guerra, algunas callecitas olían a té.
4. Momento para la gula
La borrachera de olores me conduce al gusto, y aquí seré parca porque la prensa está llena de suplementos de gastronomía. Me gusta comer, pero no estoy a una altura gourmet. Me acuerdo de un cuscús que comí con mujeres maravillosas en Orán. Una pizza en Nápoles y un helado de ostras en un templo gastronómico donostiarra. Del pescado crudo en esas tabernas de Tokio donde te quitas los zapatos en la puerta y aún se puede fumar. Los restaurantes de soba. Un pollo con langosta en el Maresme. El chupe de camarón en Arequipa, ciudad peruana que alberga el misterioso convento-ciudad de Santa Catalina, al Niño Jesús Terremotito y un mercado con productos mágicos contra la impotencia y tropecientas mil variedades de patata. En el barrio de Bellavista de Santiago de Chile rejuvenecimos mil años bebiendo a morro litronas con los estudiantes. Y hago memoria de una tarde comiendo porchetta y bebiendo vino en Frascati. Después, de vuelta en Roma, alguien acabó vomitando en Via Merulana. Fue un homenaje a Carlo Emilio Gadda.
5. Sensibilidad acústica
Cuando atravesábamos la plaza de la República (siempre en Roma), el ruido de los estorninos casi nos trepana el cerebro. Los transeúntes llevaban paraguas para evitar el impacto de sus excrementos. No me podía ahorrar este detalle. El inarticulado sonido de aquellos pájaros estaba orquestado, sin duda, por Bernard Herrmann, autor de algunas de las mejores músicas de la historia del cine. Ahora me parece escuchar un aria en la Ópera de Viena. La Filarmónica de Berlín. La Scala de Milán. El imponente órgano, tocado por Mozart y Haendel, de la iglesia de San Bavón en Haarlem, en los Países Bajos. Me acuerdo de un concierto en el Rudolfinum en Praga donde, sin ser disciplinados melómanos, nos deslumbró la Octava sinfonía en do menor de Shostakóvich: solo hacía falta un poco de sensibilidad. Parte del público permanecía de pie. Luego recuerdo fados en el barrio lisboeta de Alfama, la samba callejera en la pacificada favela de Santa Teresa en Río, los tangos en San Telmo: un hombre y una mujer se entrelazan, con elegancia y violencia, para los turistas. Nunca vi una impostura tan auténtica. El flamenco, a deshoras y de improviso, se esconde en Santiago y San Miguel: estamos en Jerez de la Frontera y Caballero Bonald es nuestro anfitrión. Un grupo de chavales con flequillo toca en Washington Square, pero en Chicago nos volvemos locos con sus templos del blues. Y es que algunas experiencias auditivas son sobrenaturales: una mujer canta Piensa en mí en la Casa de La Trova, en Santiago de Cuba, y aún recuerdo cómo gotea el agua en las cisternas, los palacios sumergidos, de Estambul y Cáceres: cada ciudad a su bellísima escala. El lenguaje de las fuentes en la Alhambra de Granada o en los jardines del palacio de La Granja de Segovia, territorio de agua domada y Acueducto. El dulce acento zumbón de mis amigas en San Juan de Puerto Rico (“¡Ay, Bendito!”) me llega como música celestial. Recuerdo sus voces y, desde el salón de mi casa, las extraño, y juro, apretando una escuálida zanahoria, que un día, sin magdalenas de Proust ni virus, volveré para celebrar con ellas los cinco sentidos.
Marta Sanz es autora de la novela ‘pequeñas mujeres rojas’ (editorial Anagrama).
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