Que la ficción guíe tus pasos
De los paisajes mexicanos que arrebataron a Malcolm Lowry y plasmó en 'Bajo el volcán' al vibrante puerto de los aromas que fue Hong Kong para John Lanchester. Seis novelas para un gran viaje
Los viajes son una brutalidad. Le obligan a uno a confiar en extraños y a perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se está en continuo desequilibrio. Nada le pertenece a uno salvo las cosas esenciales: el aire, el mar, el cielo, y todo tiende hacia lo que imaginamos de la eternidad”, escribió Cesare Pavese, a quien, más que días, le gustaba recordar momentos. Tenía razón. A menudo (y más en esta época) lo más sólido que tenemos está hecho de espacio vacío, y solo fuera de casa —o en los libros— esperan otras vidas. Viajar enriquece la memoria, y la memoria, ya se sabe, es una de las herramientas de las que dispone un escritor para dotar sus ficciones de verdad literaria.
Se dice que quien se desplaza a un lugar y se instala en él vive con mayor intensidad que un nativo, porque cuanto mejor se conoce algo, o a alguien, menor atención se le presta. Según esta premisa, puede que el escritor Gerald Brenan acabara entendiendo la vida de la Alpujarra mejor que sus vecinos, o que M. F. K. Fisher asimilara con más detalle Aix-en-Provence que el mismo Cézanne. El argentino (nacido en Bélgica) Julio Cortázar sentía tal debilidad por París que no solo aconteció allí su Rayuela (1963), también afirmó que “caminar por París es caminar hacia mí”. Javier Marías impartió clases en Oxford durante dos años, y ahí transcurren novelas suyas como Todas las almas o Tu rostro mañana. Seis meses duró la travesía por el Congo que inspiró El corazón de las tinieblas al polaco-británico Joseph Conrad. Thomas Mann viajó a Venecia del 26 de mayo al 11 de julio de 1911, suficiente para escribir La muerte en Venecia. Mann y su personaje Aschenbach disfrutaron de la “indolencia embrujadora” que supone deslizarse en góndola por los canales de una de las ciudades más escritas. La gran cronista Jan Morris le dedicó un libro de 400 páginas (Venecia), convertido en clásico de la literatura de viajes (lo mismo que Venecias, de Paul Morand), e Ian McEwan ambientó allí su novela El placer del viajero.
Cortázar sentía tal debilidad por París que afirmó que “caminar por ella es caminar hacia mí”
Muchos relatos germinaron de la fascinación que determinados lugares despertaron en sus autores, quienes acabaron convirtiéndolos en escenografías de sus historias (estos son solo seis ejemplos). De ahí que algunos viajes comiencen en una biblioteca, o en una librería. Las novelas suelen decir más cosas que los atlas. Y las emociones de estas narrativas maduran en la imaginación de lectores que en breve comprobarán que hay periplos que son como paréntesis que no se cierran.
1. Lisboa (Portugal)
Sostiene Pereira, 1994
Siendo muy joven, el italiano Antonio Tabucchi viajó a París y en un banco de la Gare de Lyon encontró un poema en portugués que le cambiaría la vida: Tabacaria, de Álvaro de Campos, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, con versos como estos: “No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo…”. Con ellos se fue Tabucchi a vivir a Lisboa. Según explicó, una mañana de agosto de 1992 compró el periódico y leyó la noticia de la muerte de un periodista al que había conocido en la capital francesa. Por la tarde se acercó a la capilla ardiente del hospital de Santa María. Allí vio a Pereira. Bastó esa imagen para resucitarlo y escribir una novela sobre el terror de la dictadura de Salazar.
El protagonista va de su casa de Alfama, en la Rua da Saudade, a la Rua Rodrigo da Fonseca, donde está la redacción del diario. A menudo transita por la Praça da Alegria (donde “la cúpula del cielo que se veía sobre los farolillos coloreados le hizo sentir una gran nostalgia, y no quisiera decir por qué”), la avenida da Liberdade, Rossio o el Terreiro do Paço, donde contempla los transbordadores que van a la otra orilla del Tajo. Sus paseos terminan en el café Orquidea (hoy Pastelaria Orquidea), donde da cuenta de tantas omelettes a las finas hierbas que el plato ha devenido en souvenir. Es fácil de hacer, basta añadir finas hierbas a los huevos; pero aún mejor es la omelette que Pereira prepara a su amigo Monteiro Rossi, el joven resistente clandestino que devora la tortilla de dos huevos batidos con una cucharada de mostaza de Dijon y orégano. En sus primeras conversaciones, Pereira sostiene: “La filosofía parece ocuparse solo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse solo de fantasías, pero quizá diga la verdad”. De verdad resulta Pereira, que acaba escapando apresurado a la estación con su “yo hegemónico”, quizá pensando, como Álvaro de Campos, que “la mejor forma de viajar es sentirse”.
2. Hong Kong
El puerto de los aromas, 2002
John Lanchester, autor británico nacido en Hamburgo y criado en Hong Kong, se valió de sus recuerdos para crear una obra compulsiva y polifónica en la que tres personajes se mueven al ritmo de ese puerto de los aromas (que es lo que significa Hong Kong en chino). Una escenografía burbujeante que, tras guerras y revoluciones, pasa de ser un pueblo a un laboratorio del capitalismo moderno lleno de expatriados conscientes de la imposibilidad de adaptarse a un lugar que se define por sus contrastes y en el que “nada se hace a las claras”. En la novela, Hong Kong pasa de colonia perdida a enclave envilecido. No deja de atraer, por eso es difícil visitarlo sin recordar la voz de los personajes, que nos dicen: “Mira, eso es el Banco de China, la obra maestra de I. M. Pei, el tipo que puso la pirámide esa en el Louvre… Ahora estamos pasando por el Peak Tram, el tranvía que sube hasta la cima”. Así obedece el lector, y sigue los avatares de Tom Stewart, Matthew Ho y la intrépida Dawn Stone, entre “limpiabotas con algún diente de oro, hombres de negocios japoneses desdentados, fumadores de opio a la luz de las ventanas, águilas aprovechando las corrientes de viento sobre el Peak y la vista de Kowloon desde arriba, europeos sin nacionalidad ni ocupación concretas, furiosos dioses chinos con la cara verde y los ojos rojos, el olor del pescado fermentado en el exterior de los templos taoístas, regatas de dragones, ancianos con los pies vendados, la dignidad y los ídolos y el feng shui…”.
3. Berlín (Alemania)
Middlesex, 2002
El estadounidense Jeffrey Eugenides talló el recuerdo de sus vivencias en Berlín (donde vivió entre 1997 y 2004) para implantarlo en esta obra maestra. Su personaje es el hermafrodita Cal Stephanides, agregado cultural de la Embajada de EE UU en Berlín, desde donde evoca su pasado: “Nací dos veces, fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica en Detroit, en enero de 1960, y chico después, en Michigan, en 1974… Berlín, esta ciudad anteriormente dividida, me recuerda a mí mismo. Mi lucha por la unificación. Oriundo de una ciudad aún dividida por el odio racial aquí, en Berlín, me siento lleno de esperanza”.
Cal se encuentra tan bien en este Berlín multicultural y multirracial que teme que en breve lo destinen a otro lugar. “He vuelto a mis paseos solitarios por Viktoriapark. A los conciertos de la Philharmonie (edificio de Hans Scharoun), a las visitas nocturnas a la Felsenkeller. Es mi época favorita del año, el otoño. Ese aire fresco que acelera la actividad mental y los recuerdos de infancia… Anoche fui en bici de Schöneberg a Oranienburger Strasse, en Mitte…”. Como Cal, vale la pena instalarse en Felsenkeller (o Möve im Felsenkeller), en la vibrante Akazienstrasse, un kneipe (bar) auténtico, y seguir sus pasos por edificios imprescindibles: “Asistía a la inauguración de la exposición de Warhol en la Neue Nationalgalerie. En el interior del prestigioso edificio de Mies van der Rohe, por las ventanas se veía la Stadtbibliothek, y la nueva Potsdamer Platz parecía un paseo de Vancouver”.
4. Cuernavaca (México)
Bajo el volcán, 1947
Si hay una novela mítica y culpable de que generaciones de bohemios inquietos se mudaran a México es esta Divina comedia ebria, como la definió su autor, el británico (y malogrado) Malcolm Lowry, que concentró en un libro reescrito cinco veces todos sus tormentos. Bajo el volcán sucede el día de muertos de 1938 en Cuernavaca, ciudad “construida sobre una colina, sus muros son altos, las calles y veredas tortuosas y accidentadas… Cuenta con dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas… A lo lejos, a su izquierda, más allá del valle y de las terrazas al pie de Sierra Madre, los dos volcanes, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, majestuosos y nítidos contra el crepúsculo”. Cuando amanece, el autodestructivo narrador, el excónsul británico Geoffrey Firmin, todavía no sabe que la silueta de un volcán será lo último que verá en su vida. Estamos, ya con una copa en la mano, en la terraza del desaparecido Casino de la Selva, edificio que tanto frecuentó Lowry unos años antes con su primera esposa, la actriz Jan Gabrial (trasunto de la Yvonne de la ficción), a la que intentó recuperar en vano. Conforme avanza el día, áspero por el bochorno, Firmin se refugia en una Cuernavaca de cantinas, malos augurios y personajes de toda índole con la lucidez de los delirios etílicos provocados por el mezcal.
Por cierto, entre Cuernavaca y el Popo se halla Tepoztlán, pueblo que inspiró a Aute su hermosa canción Cinco minutos, regada de tequila y dedicada a la actriz Katy Jurado.
5. Tokio (Japón)
Estupor y temblores, 1999
También se sirvió de sus experiencias de infancia y juventud Amélie Nothomb para recrear un Tokio deshumanizado en Estupor y temblores. Nació en Etterbeek (Bélgica), pero desde pequeña viajó por el mundo acompañando a su padre, diplomático. Estudió en Bruselas, pero regresó a Tokio para trabajar. De ahí surgió la historia de una belga de 22 años que entra en la compañía Yumimoto. Lo hace con estupor y con temblores, tal como el emperador del Sol Naciente exigía que sus súbditos se presentaran ante él. La escritora ofrece un Tokio jerarquizado y hostil para una mujer occidental. “Todas las bellezas emocionan, pero la belleza japonesa resulta todavía más desgarradora. En primer lugar porque esa tez de lis, esos ojos suaves, esa nariz de aletas inimitables, esos labios de contornos tan dibujados, esa complicada dulzura de los rasgos ya bastan para eclipsar los rostros más logrados”. La narradora asume órdenes y humillaciones. Empieza en contabilidad, luego sirve cafés, pasa a la fotocopiadora y acaba ocupándose de los lavabos masculinos al tiempo que sueña con hallar una ventana, porque “mientras existieran ventanas, el más débil de los humanos tendría su parte de libertad”.
6. Kenia
Memorias de África, 1937
Otra obra fruto de experiencias lejos del hogar que Karen Blixen publicó con el seudónimo de Isak Dinesen. La vida de esta aristócrata danesa se vio marcada por sus más de 20 años en Kenia, empeñada en cosechar café en tierras poco fértiles cerca de Nairobi, lo que no le impidió enamorarse del aventurero Denys Finch-Hatton. Fascinó a Truman Capote, que escribió: “Ah, qué fascinante era… fumando cigarrillos negros con filtros plateados, refrescando su lengua vivaz con tragos de champaña, y atrayéndole a uno con sus años de granjera en África (asegúrese de leer Memorias de África, de los libros más espléndidos del siglo)”; y a Hemingway, quien al recibir el Nobel dijo que, más que él, lo merecía una escritora llamada Karen Blixen. Su novela autobiográfica describe paisajes así: “Cuando la tierra respondía como una caja de resonancia, con un ruido fértil y profundo, y el mundo cantaba en torno a ti, en todas las dimensiones, por encima y por debajo, ésa era la lluvia. Era como volver al mar cuando has estado mucho tiempo lejos de él, como el abrazo de un amante”.
Use Lahoz es autor de la novela ‘Jauja’ (Ediciones Destino).
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