Aix-en-Provence, la ciudad de Cézanne
Coquetas plazas y calles a la sombra de los árboles, fuentes a cada paso y mercados a rebosar de delicias del sur de Francia. Aix invita a parar, disfrutar y contemplar
Hay ciudades hechas para vivir en ellas con la tranquilidad de espíritu de un auténtico monsieur bonhomme, aquella variación del termino flâneur que se acuñó en 1806 para denominar al “hombre de ciudad lo bastante rico como para disponer de tiempo y pasear a su antojo”. Aix es una de esas ciudades. Juan Manuel Bonet lo dejó reflejado en un poema titulado, precisamente, Aix en Provence: “Soñar una vida entre la luz del Cours Mirabeau / una vida fuera del tiempo, tan fuera del mundo y de la historia / crucigrama infeliz de los arsenales / una vida al ritmo de las estaciones / bajo el túnel de los plátanos antiguos / escuchando el rumor lento de las fuentes / una vida quieta, con pocos neones / apartada del siglo y su vano estruendo…”. Cuesta hallar mejor lugar que esta ciudad del sur francés —que no llega a los 150.000 habitantes— para una vida contemplativa.
10.00 Dos copas para Belmondo
El Cours Mirabeau (1), jalonado por plátanos, fuentes, cafés y villas de los siglos XVII y XVIII, tiene todo para ser punto de encuentro y de partida. Desde aquí se entiende que en Aix el ruido de las fuentes es un lenguaje que se debe aprender cuanto antes. La del agua es una compañía constante. La fuente de la Rotonde (2) salta a la vista por sus proporciones. Data de 1860 y en lo alto se reconocen tres estatuas de mármol que representan la justicia (mira hacia el centro), la agricultura (mira en dirección Marsella) y las artes (con la vista puesta en Aviñón). Por el Cours Mirabeau se pasea reinterpretando mentalmente escenas idílicas llenas de condicionales: viviría, me instalaría, podría, me encantaría, pasearía… Ese es el tono. Claro que hay que sentarse en el café Les Deux Garçons (3), aunque solo sea para recordar a Zola y Cézanne, que tantas horas pasaron aquí forjando su amistad, o para emular a Jean Paul Belmondo en aquella memorable escena de la película de Chabrol Á double tour (Una doble vida, 1959), en la que se sentaba en esta terraza y pedía de primeras “¡deux pastis!” que bebía sin necesidad de mezclar con agua. Y, por supuesto, conviene pedir un helado en la Gelateria Giovanni (4).
12.00 Para chuparse los dedos
En Cours Mirabeau también se encuentra la fuente des Neuf-Canons (5) (de 1961) y, un poco más arriba, la fuente d’Eau Chaude (de 1734), cuya agua proviene de las termas de Bagniers y sale a 18 grados. Al final de la calle, la fuente du Roi René (6) (1819) representa al rey comiendo uvas, y tal vez esté ahí para avisarnos de que la relación de Aix con la comida está marcada por la improvisación. No se busca, se tropieza con ella en los mercados. Por ejemplo, en el que se despliega a diario en la plaza Richelme (7), paradigma de la plaza provenzal, donde agricultores y productores venden desde aceitunas y tapenades hasta brandada, quesos, fuagrás y fruta.
14.00 Encanto provenzal
En el paseo por el centro histórico se acabará pasando por la Rue Espariat y por la plaza d’Albertas (8), quizá la más hermosa de la ciudad. Es un decorado barroco y gastado. Un rincón tan imperfecto como armónico, capricho de Jean-Baptiste d’Albertas, frente al hôtel particulier (o villa) donde residía. Su conjunto, ideado por Georges Vallon en 1714, con la debida fuente, evoca una vida sencilla y fluida y sirve de escondite para niños que han tocado un timbre que no debían o parejas adolescentes que sabrían llegar con los ojos cerrados. Es una representación a pequeña escala del charme que irradia Aix, extensible sin duda a la vecina plaza des Trois Ormeaux, cuya sombra, en la que se reparten las mesas de L’Épicerie (9) (1, Place des Trois Ormeaux), está muy reputada a la hora del café.
15.00 El taller del pintor
La proliferación de terrazas de restaurantes en la plaza des Cardeurs (10) hace inviable el paseo por una explanada que desde 1977 esconde entre sillas y mesas una estupenda fuente del artista local Jean Amado. Así que mejor seguir la Rue Saporta y entregarse a la plaza de l’Archevêché (11), otro irresistible modelo de consonancia estética entre arquitectura (palacio construido entre 1650 y 1730) y naturaleza (qué bien dispuestos los plátanos).
Es el camino que conduce al atelier de Paul Cézanne (12) (abre todos los días, y la entrada de adulto cuesta 6,50 euros). Una visita clásica. Cézanne nació en Aix-en-Provence en 1839 y murió también aquí en 1906. Asomados a las ventanas del estudio del pintor, con la ciudad y sus afueras iluminadas por la claridad, cobra sentido una de sus sentencias más célebres: “Me puse muy contento cuando descubrí que la luz solar no puede reproducirse, sino que tenía que ser representada por otra cosa… el color”.
17.00 Arte óptico y vegetal
Una opción impactante es la visita a la Fundación Vasarely (13) (9 euros), en el barrio de Jas de Bouffan. Solo la panorámica del edificio da una idea de lo que nos espera dentro. Cinco celdas hexagonales concebidas por el propio artista franco-húngaro (1906-1997), impulsor del arte óptico. Para más arte conviene tener en cuenta dos obras contemporáneas en la avenida Mozart (14): el Muro Vegetal (2008), del biólogo y botánico Patrick Blanc, y el Muro de Agua (2014), del diseñador Christian Ghion.
19.00 Delfines de mármol
La ausencia de vanidad está también presente en el barrio de Mazarin. En el cruce entre la Rue Cardinal y la Rue du 4 Septembre se encuentra la plaza y la fuente des Quatre Dauphins (15). Estos entrañables cetáceos de mármol armonizan con unas calles ajenas al tumulto que exhiben sin ostentación palacetes (algunos, como el Hôtel d’Olivary, también de Vallon). Más allá del Museo Granet (16), que expone obras de Rembrandt, Ingres o Cézanne, se halla la oculta plaza d’Arménie, donde la simpática Brasserie Solferino (17) (3, Place d’Arménie) siempre tiene libre una mesa. En frente, la librería Les Heures Lentes (1, Place d’Arménie) tiene todo lo que necesita el viajero que pretenda convertirse en un monsieur bonhomme y seguir las enseñazas que dejó M.F.K. Fisher en su libro Two towns in Provence, esa obra maestra en la que la ciudad se convierte en un mapa propio.
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