Urbino, Pésaro y Ancona: un recorrido por la Italia menos contada
Desde la atemporalidad que transmite Urbino hasta las coloridas calles de Pésaro y la amalgama de modernidad y tradición de Ancona, un viaje entre lugares que mezclan paisajes de cuento y el mundo real y un místico Adriático como telón de fondo


Hace muchas décadas que la provincia de Pésaro y Urbino asiste a una lucha administrativa sin cuartel para decidir si la capital es Pésaro, si la capital es Urbino o si ambas son capitales —como ahora— en pie de igualdad. El hecho de que este momento procesal haya impuesto la capitalidad compartida no debe, sin embargo, distraernos de la paradoja primera: llamar a una provincia “Pésaro y Urbino” tiene la misma congruencia que llamarla “Benidorm y Ávila” o, por buscar otros antónimos, “Mata Hari y santa Teresita de Lisieux”. Pésaro es playita, tatus, hoteles, comercio. Urbino es interior, recogimiento, universidad, palacios. En realidad, también puede pensarse en el acierto de la fórmula “Pésaro y Urbino” para encerrar, entre un extremo y otro, cuanto contienen Las Marcas desde los Apeninos hasta el Adriático.
Alguien con gracia llamó a Urbino “la ciudad equidistante” para subrayar la verdad de que está igualmente lejos de todas partes. Esto puede ser molesto si uno es un comercial de azulejos, pero constituye una ventaja para quien solo va a Urbino a ver Urbino: la presión turística es tan baja, el sentimiento de la vida es tan atemporal, que a uno no le extrañaría encontrarse con un zapatero remendón trabajando a las puertas de su comercio.
En Urbino, quien tenga la suerte de no haber hecho demasiados preparativos se verá recompensado: podemos estar curados de hipérboles, podemos estar muy hechos a las bellezas de Italia, pero —aun así— resulta imposible no poner un pie en la plaza del Rinascimento, frente al palacio Ducale, sin decirnos que estamos en uno de los lugares más hermosos de este mundo. Esto es un Renacimiento muy antiguo y muy puro: una foto nos puede decir algo de la belleza de un cuadro o de un puma, pero no nos puede comunicar nada de la monumentalidad serena, del sentimiento del espacio que mandó abrir aquí el duque de Montefeltro. ¿Han estado en el Campo de Siena? Es esa misma mezcla de belleza y desconcierto, solo que aquí, con la niebla y el frío —en Urbino nieva mucho— de la región de Las Marcas y, si acaso, con un par de chicos que cruzan, mochila al hombro, hacia su facultad. Nada ni nadie más. Dado el urbanismo casi platónico de la ciudad, tiene todo el sentido que su Galleria Nazionale delle Marche acoja La città ideale, otro ejemplo de Renacimiento antiguo y puro. Después, Urbino premia la subida hacia la fortaleza Albornoz con una vista en gran angular sobre sí misma.

Cada ciudad italiana tiene un café señero, pero, tan pequeña, Urbino tiene dos, y además están el uno junto al otro: el Basili y el Caffè Degli Archi, con un rótulo de Campari capaz de cifrar todo deseo o nostalgia de Italia. Son bares informales para tomar la crescia, un pan atortado con manteca que se suele rellenar de casciotta —queso— de Urbino y jamón de Carpegna. Si, cosa incomprensible, el cuerpo pide más, la pasta local son los passatelli en caldo, una de las 800 recetas canonizadas allá en el siglo XIX por Pellegrino Artusi, quien, según se dice, hizo más por la unidad de Italia con sus libros de cocina que Garibaldi con sus revoluciones. Un lugar para comerlos es La Trattoria del Leone, donde el detector de italianidad se pone al rojo.

Los passatelli son un plato compartido con la región de Romaña, en tanto que una de las peculiaridades de Pésaro —instalados ya en la cocapital— es la pizza Rossini, que de haberse inventado fuera de Italia hubiera provocado una lluvia de anatemas: no llevará piña, pero sí huevo duro y mayonesa. Para que el crimen sea perfecto, a veces la mayonesa dibuja una clave de sol como manera de honrar al propio Rossini, gran compositor y tragón de nota —con perdón—, además del lugareño de más alcance universal. Esta pizza solo se puede comer aquí: por compensar, está por todas partes.
Los elegiacos, o quizá solo los viejos, recordarán Pésaro por el Scavolini de Pésaro, que, con Walter Magnifico al frente, dio muchos minutos de buen baloncesto a finales de los ochenta. Por lo demás, tiene fama de ciudad fácil de prescindir, lo cual, sin duda, sería una pena: por su paseo marítimo se extiende una milla larga de hoteles de nombres caros (Bristol, Savoy, Excelsior, Viena) y precios baratos que constituyen un homenaje de melancolía costera cuando están atestados en verano y aún más cuando están cerrados en invierno. Pésaro tiene, además, media docena de calles coloridas, una plaza —la del Popolo— con un bar de vinos con el verdicchio de Umani Ronchi y, también para honrar a Rossini, un buen teatro de ópera y varios restaurantes a los que ir una vez y recordar muchas más. En lo moderno, Lo Scudiero. En lo tradicional, Osteria La Guercia. Y el café, en un lugar importante: Caffè Barrier, que solo lleva ahí 20 años, pero parecería llevar 200.

Lejos de los mitos de Venecia, la moda de Croacia o la irrupción de Albania, al Adriático que vemos entre Pésaro y Ancona —40 minutos, rumbo sur— darían ganas de llamarlo el verdadero Adriático: un mar de aguas estancadas, color metal, con playas abiertas en apariencia infinitas y una niebla tan fina como permanente. No es un mar de grandes faenas pesqueras. No es un mar de turismo fastuoso. Parecería un mar modesto, de no ser por el exceso festivo —son célebres en todo el mundo— de sus amaneceres. Pasada esta hora, en el Adriático, no siempre será fácil saber si son las doce de la mañana o las seis de la tarde: el gris, la bruma, los arenales vacíos, un silencio muy propio, dejan los espacios indeterminados y los contornos inconclusos. Uno ha contrastado su opinión con otros y hay consenso: el Adriático es una metafísica.
Llegar a Ancona, sin embargo, es llegar de nuevo al mundo real y concreto de las cosas: hay un punto de la ciudad en el que pueden verse al mismo tiempo una catedral románica y unos astilleros, un puerto de carga y un arco —extraordinario— de los años de Trajano. Solo este homenaje a la diligencia humana ya le daría su curiosidad a la capital de Las Marcas, pero el destino de Ancona ha consistido siempre en ser más importante que alabada: puerta de Oriente con el Imperio Romano y república sin la fama póstuma de Venecia o de Génova, aunque la impronta más profunda es la del dominio pontificio. Véase que a la plaza del Plebiscito aún la llaman plaza del Papa.

Uno se pregunta si esa fama rara de Ancona no tendrá que ver con haber mezclado muchos colores sin que predomine un trazo. Es una ciudad de mar y puerto que además es una ciudad de industria y de pequeños comerciantes, y hay en ella todavía un no sé qué de levítico y ensimismado, quizá el infusionado de tantos años de presencia papal. Desde luego, aquí las iglesias no están para hacer bonito: como los cafés, se frecuentan todos los días, y si uno ha de cubrir esa necesidad, quizá quiera hacerlo en la iglesia de San Francesco alle Scale y en el café Alla Tazza D’Oro. Una alternativa juiciosa es una pastelería con uno de los mejores nombres que recuerdo: Moldavia desde 1920. La pastelería Moldavia, como conviene, está en el ensanche decimonónico y elegante de Ancona, que nos lleva a un mirador con cierto aire novecento para subrayar que ha sido también ciudad burguesa. Desde ahí, cuando la niebla adriática se levanta, uno puede contemplar la playa del Passetto o, directamente, coger la toalla y bajar a través de unas escalinatas muy teatrales. Porque otra belleza de Ancona está en la geografía que la ha moldeado, con acantilados, fondeaderos naturales, lenguas de arena y un monte, el Conero, que la señala ya desde el horizonte. Para no ponernos demasiado metafísicos nosotros, habrá que señalar que a la sombra del Conero se hace un montepulciano —un tinto— excelente.

El wine bar de Umani Ronchi en el Grand Hotel Palace es el mejor sitio para tomarlo y luego dormirlo, aunque también puede acompañar el stocafiso de la taberna marinera Sot’aj Archi o esa caldereta que en Las Marcas llaman brodetto y que tiene más tipos de pescado que un oceanográfico. Su color, de un rojo aguado, no deja de recordar un poco al de algunas calles de Ancona los días de sol. Para la copa, busquemos un sitio serio como el Liberty, que hay que debatir a fondo si debemos proclamar las bellezas de Ancona o si es mejor quedárnoslas nosotros.
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