Shostakóvich, entre el arte y el poder
En los tiempos de la Guerra Fría, a los escritores y artistas de Occidente les gustaba plantearse un dilema inútil pero persistente. ¿Era preferible vivir en un Estado represivo, en el que la obra del artista estaba sujeta a la vigilancia oficial, pero representaba una bocanada de oxígeno llena de inspiración para los lectores, los oyentes, los espectadores, en el que la verdad era tan importante como el pan y el arte valía para algo? ¿O vivir en un país en el que el poder era más bien indiferente a sus actividades, en el que todos (con ciertas excepciones) podían escribir, pintar, componer lo que quisieran, pero con el corolario de que no le importaba gran cosa a nadie y casi todo el mundo se negaba a sentirse ofendido por sus obras? ¿El escrutinio ponzoñoso o la indiferencia liberal? ¿Unos lectores y oyentes intensos y en busca de significados ocultos, de claves, o unos vagos consentidos en una sociedad de consumo?
La cuestión –que, como es natural, se planteaba más en Occidente que en el bloque del Este– se repetía, en parte, porque era imposible de responder. Muy pocos artistas occidentales viajaban al Este a vivir y trabajar bajo la censura del Estado; mientras que los que venían a Occidente –como Kundera, Solzhenitsin y Josef Brodsky–, en general, habían sido expulsados por las autoridades y ya estaban totalmente formados como artistas para cuando llegaban aquí. Ahora bien, en el trasfondo de esta pregunta había otra, más inquietante: ¿podría ser que la censura del Estado –el rancio aliento de la burocracia vigilante– sirviera de estímulo al individuo creativo, le obligara a repensar su arte, a encontrar nuevas formas de expresar verdades viejas y nuevas? Tal vez no haya muchos artistas que estén de acuerdo –pocos encuentran alentadora la idea de la creatividad vigilada–, pero existen voces que lo han defendido. El director Valery Gergiev, por ejemplo, en el documental de Larry Weinstein sobre Shostakóvich [Sinfonías de guerra: Shostakóvich contra Stalin], afirmaba que las “presiones” habían empujado al compositor a escribir “su mejor música”. Es cierto que, tras el furor a propósito de Lady Macbeth de Mtsensk (1936), se recuperó y compuso su sinfonía más popular, la Quinta. Pero no hay que olvidar tampoco que la presión soviética acabó con su carrera como compositor de ópera, y muchos opinan que ahí era donde residía su auténtico talento.
La colisión entre arte y poder –con el ejemplo concreto de Shostakóvich– constituye el núcleo de mi novela El ruido del tiempo (Anagrama). Shostakóvich fue el compositor más célebre de la Unión Soviética durante medio siglo, desde el éxito mundial de su Primera Sinfonía en 1926 (cuando tenía 19 años) hasta su muerte en 1975. Pero también fue el compositor que, en toda la historia de la música occidental, más tiempo pasó acosado y perseguido por el Estado: desde las pequeñas injerencias caprichosas hasta las más crudas amenazas de muerte, pasando por un hostigamiento continuado. Durante la paranoica dictadura de Stalin hubo muchas ocasiones en las que Shostakóvich temió por su vida, y con razón. Pocos de los denunciados por el diario del partido como “enemigos del pueblo” lograron sobrevivir mucho tiempo.
Además, Shostakóvich no solo fue criticado, despreciado e incluso ridiculizado en su país. Su caso hizo mucho ruido durante varias décadas. Si un Estado comunista declaraba que alguien era un artista ejemplar, en Occidente muchos –independientemente de cuál fuera la verdadera realidad– suponían de forma automática que no podía ser bueno. El arte disidente era el único genuino; todo el que contara con la aprobación oficial debía ser una basura. Esta actitud fácil, perezosa y maniquea podía también convertirse en algo más siniestro: la expectativa, incluso el empeño (occidental) de que el artista (en el Este) plantara cara al Estado, lo condenara, fuera un héroe, cuando ser un héroe solía significar ser un mártir. Detrás del apoyo público y privado acechaba quizá una sed inconsciente de sangre: demuestra tu integridad –y por tanto, la integridad de tu arte– muriendo por él.
En la primera imagen, Shostakóvich, el compositor Dmitri Kabalevsky y el cosmonauta Yuri Gagarin, en una sesión del Sóviet Supremo de la URSS. En la segunda, junto al director alemán Gennady Rozhdestvensky y al chelista ruso Mstislav Rostropóvich, en el Royal Albert Hall de Londres.
Por eso a quienes sobrevivieron a la tiranía muchas veces se les miró, y se les mira, con desconfianza. ¿Hasta qué punto fueron cómplices? ¿En qué medida estaba manchado su arte por lo que les exigían? Me parece que estamos demasiado dispuestos a condenar, incluso tras la caída del comunismo; claro que el presente, muchas veces, desea que el pasado sea más simple de lo que fue. Se ha acusado al gran novelista albanés Ismaíl Kadaré de mantener una sospechosa proximidad con el poder antes de exiliarse; se ha descubierto que la escritora Christa Wolf, aclamada por lectores tanto de Alemania Oriental como Occidental, en sus primeros tiempos tuvo (ciertos) contactos con la Stasi. Shostakóvich recibió todos los honores del Estado y firmó cartas de condena contra Solzhenitsin y Sájarov. Pero lo que no suelen hacer los occidentales que adoptan una postura de superioridad moral a posteriori es preguntarse qué habrían hecho ellos en esas circunstancias. En la Rusia soviética, el Estado controlaba todo lo relacionado con la actividad artística; por tanto, si alguien quería componer música, no podía ni comprar papel pautado salvo que fuera miembro de la Unión de Compositores. Control diario en un extremo, amenaza existencial en el otro: aquel era un país en el que, como hago decir a Shostakóvich en mi novela, “era imposible decir la verdad y vivir”. Cuando declaraban a un artista enemigo del pueblo, el título afectaba también a su familia, sus amigos y sus colegas de profesión. Cuando el poder denunció a Shostakóvich, al instante, a los solistas, directores y orquestas les dio miedo interpretar sus obras, y a los promotores, programarlas. Su música se volvió no música, con repercusiones económicas inmediatas. Y aunque al artista le hubiera podido parecer fácil –e incluso atractivo– ser un mártir, siempre que la única muerte fuera la suya, sabía que no lo sería. El totalitarismo siempre se mostró toscamente desprendido en sus persecuciones y venganzas.
Uno de los primeros lectores de mi novela me reconoció que siempre había dado por supuesto –sin darle demasiadas vueltas– que Shostakóvich fue “alguien que colaboró con el Estado”. No se le había ocurrido pensar en las complejidades humanas de esa zona gris en la que muchos vivían bajo el totalitarismo. Por suerte, ha habido y sigue habiendo reajustes; ya antes de su fallecimiento existía un empeño por comprender mejor la espantosa situación en la que se encontró el músico. El compositor Pierre Boulez había criticado con dureza la música de Shostakóvich; cuando se conocieron, el francés besó la mano al ruso. Richard Eyre, cuando trabajaba con el director Georg Solti, le preguntó en una ocasión qué era de lo que más se arrepentía. La respuesta fue: “No haber pedido perdón a Shostakóvich por haberle menospreciado y haberle considerado un lacayo del Estado”.
A medida que se desvanece el ruido del tiempo se vuelve más fácil oír la música de Shostakóvich con claridad; la mejor sobrevive, y se interpreta a menudo, mientras que la inevitable escoria, producida para satisfacer las exigencias del Estado, desaparece. Y también es más fácil ver al hombre: complicado, contradictorio, muy duro consigo mismo, recto, leal, obstinado, astuto, divertido, sarcástico, pesimista…, pero que solo existía plenamente en su música.
Escucha la lista de Spotify con algunas de las obras que compuso
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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