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Las tensiones del arcoíris

Los procesos de lucha por la conquista de la dignidad no han sido sino por alcanzar ese estatus en el que nuestras diferencias en ningún caso generen desigualdad

Fiestas del Orgullo en Barcelona, en 2020.
Fiestas del Orgullo en Barcelona, en 2020.Adrià Salido (GTRES)

Me imagino que la lectura de un libro como El arcoíris de la evolución, de Joan Roughgarden, y publicado en España por Capitán Swing, provocará en muchos y en muchas interrogantes, inquietudes e incertidumbres. No sé si incluso miedo en quienes perciben la ruptura de fronteras y la superación de paradigmas como una amenaza. Y no creo que se trate solo de los temores propios de quienes, sin falta de razón, ven en la diversidad una eclosión cómplice del mercado y sus dinámicas individuales y competitivas, sino del pavor que parece provocar que los conceptos, las clasificaciones y los esquemas usados durante siglos se resquebrajen ante la fuerza inevitable de las diferencias. Las que son tan habituales en el mundo de los seres vivos no humanos, y no digamos en la experiencias de tantos sujetos que todavía hoy tienen que luchar frente a las disciplinas que siempre han intentado imponer los poderes.

La religiones, la Ciencia o el Derecho han procurado siempre mantener bien domesticadas las diferencias. Como dispositivos de poder que son y han sido, han convertido en pecado, patologías o delito lo que con el paso del tiempo hemos ido reconociendo, tras muchas batallas, como expresiones diversas de lo humano. Todo ello en el marco de un pensamiento, el occidental, y de una cultura, la patriarcal, asentadas sobre dualismos jerárquicos. Es decir, sobre la división del mundo en pares de opuestos, la cual ha servido de marco interpretativo del mundo durante siglos en función de quienes hemos ocupado siempre el lugar privilegiado del binomio.

En gran medida, las polémicas generadas en torno a la regulación de los derechos de las personas trans, y no digamos en torno a la controvertida teoría queer, más allá de las consecuencias perversas que pudieran tener en la definición del sujeto “mujeres”, tienen que ver con el progresivo desmoronamiento de las categorías que durante siglos han servido para construir las subjetividades, bajo el control siempre de quienes han sido investidos del poder y la autoridad para hacer normas y para generar conocimiento.

En este sentido, incluso podríamos decir que los derechos humanos han sido una progresiva evolución con respecto a la “autodeterminación consciente y responsable” de los individuos, por usar una expresión literal de nuestro Tribunal Constitucional manejada por este al hilo de la controversia del aborto. O, lo que es lo mismo, de cómo nos hemos ido liberando de servidumbres que nos impedían desarrollar libremente nuestra personalidad. De esta manera, podríamos concluir que los procesos de lucha por la conquista de la dignidad no han sido sino por alcanzar ese estatus en el que nuestras diferencias en ningún caso generen desigualdad.

Marcos jurídicos y dificultades

No negaré las dificultades de crear marcos jurídicos que garanticen de manera efectiva el reconocimiento progresivo de la diversidad humana, ni los riesgos que en determinadas circunstancias ello puede suponer para las mujeres en cuanto que todavía andan en la lucha por ser reconocidas como sujetas de derechos, más allá de las proclamaciones formales de la ley. De ahí la necesidad de que cualquier regulación que se pretenda hacer de cuestiones tan complejas y movedizas como las identidades sexuales pondere los posibles derechos en conflicto y prevea las garantías necesarias para que el reconocimiento de un colectivo no vaya en detrimento de los derechos de ningún sujeto o grupo.

Pero nadie dijo que fuera fácil articular jurídicamente un régimen pluralista como es la democracia, ni garantizar debidamente los derechos que son por naturaleza dinámicos y conflictivos. En realidad, regular los derechos no es otra cosa que prever sus límites y cómo gestionar sus inevitables tensiones. Tal vez un problema de fondo sea que todavía no hemos sido capaces de inventar herramientas y métodos que nos permitan gestionar la complejidad. Demasiado acostumbrados como estamos a las certezas de una realidad normativizada —lo normal no existe, lo normal es lo normativo— en función de unos parámetros creados hace siglos y por tanto desde y para un mundo que poco o nada tiene que ver con el presente.

No creo por tanto que se trate solo de una amenaza derivada del neoliberalismo, al que con tanta frecuencia culpamos de todo lo que nos tensiona, y por más que sea cierto que el mercado alimenta egos narcisistas e identidades que pudieran llegar a ser “asesinas”, sino que más bien estamos ante la explosión inevitable de lo que durante siglos estuvo bien encerrado en los armarios.

La ruptura de las fronteras

De ahí la necesidad de que en términos jurídicos nos replanteemos la misma noción de sujeto y con ella toda una teoría, la de los derechos humanos, lastrada por el androcentrismo, los binarismos propios del patriarcado, así como por unos marcos occidentales que no tuvieron presentes otras expresiones de lo humano que cuestionan la universalidad que transpiran nuestros ombligos. De la misma manera que no se contó con la realidad insoslayable de los seres vivos no humanos o de los bienes comunes.

Un reto que, en definitiva, tiene que ver con la ruptura de fronteras que nos han servido para definir lo humano, así como el ensanchamiento de las categorías para que incorporen todas las vidas, dignas todas de ser vividas. Un reto que remueve el suelo firme que pisamos y ante el que nos vendría muy bien a todas y a todos lecturas como la del libro de la bióloga Joan Roughgarden.

En él, entre otras cosas, se pregunta lo siguiente: “¿Deberíamos tener solo dos categorías muy amplias, hombre y mujer, que dieran cabida a la sexualidad entre personas del mismo sexo y al cruce de géneros; dos enormes galletas llenas de pepitas de chocolate, pasas, frutos secos, chispitas de colores y mucho más? ¿Estas dos grandes categorías únicas seguirían permitiendo la discriminación de quienes desean un tercer género? ¿O deberíamos tener muchas galletas pequeñas, cada una con sabores especiales y una proliferación de políticas de identidad? ¿O tal vez algunas galletas grandes y otras pequeñas? No lo sé. Lo que sí sé es que lo que no va a funcionar es embutir a nuestra especie en dos pequeñas categorías de género y sexualidad”.

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