El hijo de la barrendera
Quiero creer que la pandemia ha corregido el foco de la solidaridad, aumentando el tamaño de unas imágenes que se han colado en nuestra propia casa porque estaban en el balcón de al lado, en la puerta de enfrente, en la residencia de nuestros padres
No soy optimista.
Me gustaría, porque es la actitud que más encaja con mi carácter, pero si la humanidad nunca ha aprendido nada de catástrofe alguna… ¿Por qué vamos a ser nosotros más inteligentes, más generosos y sensatos que nuestros antepasados?
No soy optimista. No creo que la pandemia nos mejore como especie, que mejore nuestra sociedad, nuestra manera de habitar el planeta, y sin embargo, en el corto plazo, tal vez nos deje en herencia algo positivo.
Hace muchos años escuché unas palabras que me impresionaron tanto que no he podido olvidarlas. Carmen Rodríguez Campoamor, militante antifranquista curtida en las colas de todas las cárceles a las que fue a visitar a su marido —Simón Sánchez Montero, símbolo de la resistencia comunista—, me miró y, en el tono con el que habría comentado cualquier asunto sin importancia, me dijo que ella nunca había oído hablar tanto de solidaridad en su vida. Nunca, remachó, y ahora que todo el mundo dice esa palabra continuamente hay mucha menos solidaridad que antes.
Eran los tiempos del marketing solidario, uno de los inventos más exitosos y perversos de la penúltima versión del capitalismo. Si compras compresas de mi marca, inviertes unos céntimos en la investigación del cáncer. Si compras leche de la mía, que sepas que por cada 100 litros que venda, regalo uno a familias pobres. Compra mi champú y colaborarás con la plantación de 500 árboles, y así sucesivamente hasta hoy mismo, porque hoy mismo las grandes eléctricas hacen publicidad de sus contribuciones al equilibrio ecológico. Y mientras todo eso pasaba, el Mediterráneo se convertía en un cementerio, los campos de refugiados en cárceles de miseria, la crisis financiera arrasaba con la ilusión del Estado de bienestar, y no le importaba a nadie.
Creo, porque quiero creer, que la experiencia de la pandemia ha corregido el foco de la solidaridad, aumentando el tamaño de unas imágenes que se han colado en nuestra propia casa porque estaban muy cerca, en el balcón de al lado, en la puerta de enfrente, en la residencia de nuestros padres. Tal vez, el impulso de ayudar a los demás contra los estragos de un enemigo invisible y universal, que no es culpa de nadie, que no se puede ahuyentar llamando vagos a los parados, que no discrimina en su crueldad, no llegue muy lejos, pero en las distancias cortas, frente a la soledad, frente al desamparo del encierro doméstico, ha dado sentido a una palabra que ha dejado de sonar a hueco.
Me quedo con el hijo de la barrendera de Logroño que, pensando en los dolores de espalda de su madre, convocó a sus compañeros del instituto para que le ayudaran a limpiar la ciudad un sábado por la mañana, tras los actos vandálicos que había provocado una protesta contra el confinamiento. Su llamada fue buena. La respuesta de sus compañeros, que se presentaron con fregonas, y escobas, y bolsas de basura para ayudarle, todavía mejor.
Estoy segura de que a Carmen Rodríguez Campoamor le habría gustado.
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