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Beber, comer, jugar: adictos por la pandemia

Es innegable que las restricciones impuestas contra el coronavirus han cambiado drásticamente el estilo de vida de la mayoría de nosotros. Nadie dudaría que el estrés que producen la incertidumbre, las prohibiciones y el confinamiento nos hace más propensos a buscar alivio en mil maneras de distraernos. Andamos siempre, en palabras de Ovidio, a la caza de lo que nos está prohibido y deseamos lo que se nos niega. Hay una hebra que hilvana al estrés y la prohibición con los comportamientos adictivos, como videojuegos, pornografía, drogas y alcohol, compras desaforadas o la comida reconfortante, que son solo algunos. Lo importante es que podamos prevenir que se transformen en adicción, al limitar nuestro acceso a lo que los desencadena.

Ante los cambios draconianos en los hábitos diarios, el voltaje entre el polo de nuestro deseo y el de la ley se nos ha acrecentado —incluso tocar la perilla de una puerta es inquietante—. Edgar Allan Poe lo pone de relieve en su relato El gato negro: ¿no tenemos en nosotros una perpetua inclinación, pese a la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la ley? Podríamos suponer que Poe se refiere no tanto a la ley jurídica como a la que define las normas sociales, la que gobierna el orden entre los seres humanos. Aquella que, al diferenciar lo permitido de lo vedado, nos da entrada al universo simbólico, en el que es posible sustituir la ausencia del bien que se apetece, o lo prohibido, por otras experiencias. La Ley con mayúscula, que, como apunta el antropólogo Claude Lévi-Strauss, impone límites al deseo, pero al mismo tiempo lo intensifica al establecer la prohibición, es la que de momento entra en el juego.

Llanamente, la pandemia tiene “al deseo atrapado por la cola” —el título de la obra de teatro escrita por Picasso, en plena guerra, manifiesta con agudeza los afectos propios del caso—. El deseo o cupiditas que, de acuerdo al filósofo Baruch Spinoza, es nuestra esencia misma. El deseo en singular, como lo piensa el psicoanálisis, que es el deseo inconsciente, el que nos hace humanos. Freud lo describe como el deseo que añora el objeto perdido, el paraíso perdido—un estado ideal de felicidad absoluta que, de hecho, nunca existió como tal—. No obstante, es precisamente la ocurrencia de que queda insatisfecho lo que lo mantiene vivo. Si lográramos satisfacerlo, dejaríamos de desear.

La búsqueda de goce es la forma en que lo perseguimos. Nuestro cerebro identifica y refuerza las conductas beneficiosas como comer, socializar o la actividad sexual. Este circuito complejo de recompensa que genera placer es el resultado de la evolución y garantiza nuestra supervivencia, ya que nos orienta hacia la comida o el sexo, que perpetúa la especie. Cuanto más receptores de dopamina tenemos, mayor es la capacidad de generar sensaciones placenteras en forma natural y menor la necesidad de obtenerlas por medio de comportamientos adictivos. Por otra parte, la mezcla de adversidad y estrés afecta a su cantidad y funcionamiento, lo que contribuye a la pérdida de motivación y del autocontrol; nos hace menos sensibles a las satisfacciones de lo cotidiano y propensos a intentar mejorar nuestra condición por medio de comportamientos adictivos. La descarga súbita de dopamina que provocan se traduce en un cortocircuito de sensaciones placenteras que nos gratifican. El torrente momentáneo de dopamina incita al cerebro a dejar de lado otras actividades y fines más creativos.

Los estudios de imágenes cerebrales de personas que padecen un trastorno de adicción muestran cambios físicos en las zonas del cerebro esenciales para el buen juicio, la toma de decisiones, el aprendizaje, la memoria y el control del comportamiento. Según Nora Volkow —directora del NIDA (acrónimo del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas, en Estados Unidos) y pionera en la investigación de los efectos del abuso de drogas en el cerebro—, estos cambios ayudan a explicar el carácter compulsivo en los comportamientos adictivos. Volkow y sus colaboradores registraron una disminución de actividad en los lóbulos frontales. En particular, la corteza prefrontal, que es el centro de la personalidad, la parte ejecutiva que regula la planificación de objetivos, el pensamiento abstracto, el razonamiento, así como la capacidad para pensar críticamente y ejercer la moderación.

Por fortuna, solo una minoría de personas con conductas adictivas se vuelven adictas. De acuerdo a los investigadores, para prevenirlo ayuda desarrollar estrategias que favorezcan el autocontrol, especialmente en el contexto del estrés; estrategias para fomentar las recompensas naturales y saludables, como el contacto social o el ejercicio moderado, capaces de competir ventajosamente con las conductas adictivas —incluso al encontrarnos aislados de nuestras comunidades—. Finalmente, tratar de evitar situaciones en las que se es particularmente vulnerable a conductas adictivas, para estimular de esa manera la autorregulación, y reducir la probabilidad de que el deseo condicionado las exacerbe. A fin de cuentas, el paso decisivo consiste en que —a pesar de que las cosas no van como uno quisiera— se pueda actuar con autonomía y por iniciativa propia y, más que nada, aceptar que el sentimiento de una carencia fundamental es inherente a la existencia. —eps

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.

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