El soberbio escritor soberbio
La maldita lista de los mejores autores, un manifiesto escurridizo y un café amargo. Colegas envidiosos, críticos resentidos y editores estúpidos… El escritor se miró en el espejo. Para qué engañarse. Ahí tenía, delante de él, la explicación: no se puede ser calvo y novelista estelar
Despertó el soberbio escritor soberbio y enseguida se dijo que era el mejor escritor español vivo. Lo era ya, en ese preciso instante, incluso medio dormido. Su fiel perro, Broma Infinita, saltó encima de la cama, a pesar de que siempre le reñía por hacerlo. Recordó que a Lutero se le apareció una noche el Diablo en forma de perro subido a su lecho. Lutero reaccionó rápido, agarró al animal y lo lanzó por la ventana. Posibilidad de artículo: ¿Lutero en la mira de los animalistas? Si pudiera localizar una nueva prueba de antisemitismo en el personaje, una raza canina judía, el artículo le quedaría, además de soberbio, con hechuras de tesis y posibilidad de conferencia en algún Hay en Segovia o allende los mares que son el morir. Atención a lo de perro y judío. Es difícil tener un cerebro prodigioso como el suyo, tan por encima de la media, y tener que andar pendiente de tantas bobadas. Hombre de decisiones, se levantó y fue al lavabo, no sin antes comprobar si en Twitter su nombre y apellidos tenían muchas interacciones, algún halago lector, mención alguna a su genio. El resultado le desanimó un poco. Esperaba más reacción a su artículo denuncia sobre la vanidad en el individuo contemporáneo.
Elsa, la mujer del soberbio escritor soberbio, le habrá dejado hecho café y sacado a Broma Infinita. Nada que importune la creación de la Obra. Ella trabaja en prensa de uno de los mil sellos editoriales en los que él ha ido mutando de novelista a ensayista, prologuista, redactor de informes de manuscritos siempre deficientes hasta su próxima y epatante resurrección como Novelista. Elsa es 15 años más joven que él, inteligente y devota del soberbio escritor soberbio y sus libros, que estima por encima de todo lo que se publica en este país desde hace lustros, algo en lo que ambos están totalmente de acuerdo.
Hay colegas envidiosos, críticos resentidos y editores estúpidos que se empeñan en ningunearle. Hace unos días, una lista de los 30 mejores novelistas españoles de los 10 últimos años, esa puta lista en la que su nombre no aparecía. Casi se podía notar cómo se forzaba la lista para no incluirle. Pura envidia. Era palmario que el soberbio escritor soberbio era el mejor ensayista español (vivo o muerto) y, con mucha probabilidad, el mejor novelista español vivo. Ningunearle era reconocer su importancia. Imaginaba quién la pergeñó. El de siempre o uno nuevo que pasará a formar grupo con los de siempre.
Trató de quitárselo de la cabeza. El perro y Lutero se le volvieron a aparecer, y eso le llevó a la idea del Mal y recordó que debía escribir algo positivo de una novela de una escritora con muchos seguidores en Instagram. Es importante no perder hilo con las autoras que vienen, que no le den ya de alta como vecino de Pollaviejatown. Defender la novela aunque sin exceso, ser más feminista que nadie, más nueva literatura que nadie, más feroz con el futuro que nadie, pero sin excedernos porque la novela era horrible, aunque lo mejor son los trozos en los que ella le copia. No se trata de la primera ni de la única.
Empezó a orinar con Lutero en la cabeza. En concreto —la mente del soberbio escritor soberbio no descansa jamás— una frase suya en la que se quejaba, refiriéndose a la música profana, que por qué había de tener el Diablo las mejores melodías. ¿O fue Bach quién la dijo…? Lutero y Bach eran para él como De Niro y Pacino de jóvenes: intercambiables. Sin Lutero no hay Bach, otro buen artículo para Babelia. Las mejores músicas las tiene el Demonio. Buen titular. Por cierto, escribir a Bunbury. Los mediocres no nos soportan, amigo. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Se lo dirá así sin citar a Pavese e igual es nuevo single. Mientras saboreaba su malicia, se miró en el espejo. Para qué engañarse. Ahí tenía, delante de él, la explicación.
Una de las teorías del soberbio escritor soberbio sobre qué se necesita en este país para ser reconocido como mejor escritor español vivo es haber conservado el pelo. Es la alopecia quien te empuja al ensayo, un género mucho más benévolo con la calvicie. Nada de risas: hablamos de prueba y error, de ciencia. No se puede ser gordo y estrella del rock como no se puede ser calvo y novelista estelar. Al perder el pelo, uno entra en círculo vicioso. Te acompleja la alopecia como una pérdida de vitalidad y juventud, y eso repercute tanto en la novela escrita como en la percepción que el lector tiene de ésta. Ya no es una formidable novela de un soberbio escritor soberbio, sino una buena novela de un escritor calvo (que debería estar dedicándose al ensayo). El pañuelo de Foster Wallace (no, Broma, al suelo) señaló el camino. Ese pensamiento siempre le deprimía un tanto, así que encendió el Mac y tecleó en el buscador “escritoras calvas”, hizo luego un barrido por Twitter, abrió el WhatsApp, apoyó un debate sobre el uso del posesivo y escribió algo en el grupo en el que también estaban dos ensayistas ex novelistas calvos —los dos se creían los mejores escritores españoles sin saber que lo era él o, quizás sí, sabiéndolo pero sin posibilidad de que lo reconocieran jamás— y un tercer novelista con flequillo y pelo suficiente como para ni plantearse escribir ensayo. Ese tercer novelista estaba casado con una mujer que trabajaba en otro grupo editorial, pero con un cargo que consistía en que los premios los ganaran los que deben ganarlos. El de flequillo sonaba como Premio Planeta. El soberbio escritor soberbio pensó que ganar el Planeta era una suerte de muerte civil. ¿Qué tal un tuit con esa frase genialoide? Si la hacía desde su cuenta, el novelista de flequillo podía enojarse o Editorial Planeta podía molestarse y nunca proponerle el premio a él (que rechazaría para acabar aceptando con una novela de calidad, por supuesto). Quizás retuiteará desde una cuenta falsa, de las que tiene para el autobombo, pero si luego tenía muchos retuits le daría rabia que no se le reconociera la autoría. Uf, qué complicado gestionar el genio entre tanto moralista. En el grupo de WhatsApp uno de los ensayistas —ergo, calvos— dijo que había recibido un Manifiesto por la Cultura enviado por los de siempre y preguntaba si iban a firmarlo los demás. El soberbio escritor soberbio fue el único que no lo había recibido. Profundamente dolido, preguntó qué medidas proponía aquel Manifiesto. El ensayista requerido dijo que no lo sabía, pero que había firmado porque no firmar un Manifiesto significa que nunca más te enviarán a firmar un Manifiesto y Ellos —lo escribió así— se enfadarían. El novelista con flequillo dijo una frase hecha en inglés y el soberbio escritor soberbio dejó pasar un minuto antes de despedirse con sequedad. Pensó escribir contra los Manifiestos en su blog, pero en Goodreads un tipo le había puesto cuatro estrellas a un viejo libro suyo. Ah, si la suerte le hubiera sonreído en su momento, con todo el pelo que tenía.
El soberbio escritor soberbio decidió seguir con su libro. Miro a los ojos al retrato de Tolstói, Bernhard y Scott Fitzgerald y se reconoció, como le solía pasar, interpelado por ellos. Llegado a este punto siempre se regañaba por estar tan pendiente de las novedades —siempre libros tan inferiores a lo que él puede escribir, ha escrito y escribirá, siempre autores y autoras tan por debajo del soberbio escritor soberbio— y no leer y releer a los clásicos, que le purifican y le dan fuerzas. Empezó por corregir un título, fusilar un párrafo de Jonathan Franzen y decidió que aquel no era el día. Primero, la no inclusión en la lista, y luego, el Manifiesto que no le dieron a firmar.
En la calle supo adonde ir. Un local donde el café era pasable, pero el trato, ideal. El dueño era un ágrafo mitómano, y su hermana, una admiradora de su obra. De hecho, tenían una foto firmada por él mismo, enmarcada y colgada de una de las paredes. Una foto de hacía ya bastantes años (no tantos, joder), por el mucho cabello, casi flequillo, mirada penetrante y biblioteca al fondo. No cometía el soberbio escritor soberbio la torpeza de sentarse en la mesa debajo del cuadro ni tampoco no acudir sin un libro del que leer. En ese bar, alguien con un libro llamaba la atención y una cosa llevaba a la otra. Esa mañana no había combinación ganadora: la televisión encendida y la hermana en la universidad. Procuró abstraerse y darle fuerte a la lectura cuando apareció en la pantalla el Escritor del Manifiesto hablando de qué grandes creadores, los mejores, los imprescindibles estaban… El soberbio escritor soberbio no consiguió pasar de página y decidió marchar. En la calle, escribió, seco y fustigador, a su agente, a dos exnovias, a un tipo que le debía una llamada y a un tercero a quien dejó un libro de mitología que, de repente, necesitaba y ya. Buscó una frase de Cioran para fijar en su tuit como despedida de esta miserable vida literaria. En ello estaba cuando le llegó el correo con el Manifiesto. La dignidad del soberbio escritor soberbio le indicó no firmarlo de inmediato, sino esperar uno o dos minutos. Ahora solo faltaba lo de la maldita lista de 30 autores. —eps
Carlos Zanón es autor de Carvalho: problemas de identidad (Planeta).
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