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Pecados capitales (I): Pereza

El cuento de la soga

Cristina Sardá

¿Cuánto esfuerzo cuesta colgar a un hombre en un árbol? Dos hamacas a la sombra de un mango, dos hermanos y el fruto más dulce de todos en una tarde en la que la holgazanería ganó la partida. Arranca una serie de relatos en los que el hilo conductor es el pecado.

Esto sucedió en la década de los sesenta, en un pueblo de la Costa Grande llamado Técpan de Galeana. Papá tenía 17 años y mi tío Julián 14. Trabajaban los fines de semana en la huerta de copra de la abuela.

Una huerta de copra es un plantío de cocoteros con un terraplén. Se baja y se pela el coco a machetazos, lo partes en dos y le escurres el agua o te la bebes y pones ambos cuencos al sol. Cuando está hecha la copra, carne blanca tatemada y reseca, la rallas y la hierves para sacar aceite que vendes de puerta en puerta. O la mandas a Acapulco para que hagan jabón en una fábrica. Depende qué tan buena haya salido la cosecha.

La huerta de la abuela era modesta, si no cómo iban dos mocosos a cuidarla los sábados. Los días duros son de tundir y pelar y quebrar coco, los días blandos son de andar por ahí nomás, mirando que las aves no picoteen la copra. Hay aves silvestres y también de corral, porque qué otra cosa puedes hacer en un plantío, que crece casi todo el tiempo solo, sino criar unas pocas gallinas. Qué más puedes hacer, sino eso y tenderte en una hamaca. Y comer mangos. Criar pollos y tenderse en una hamaca y comer mangos son cosas que a un costeño no le puedes platicar.

Esto sucedió a mediados de los años sesenta, un sábado de días blandos, en la huerta de copra de mi abuela. Papá y mi tío Julián llegaron temprano. Instalaron sus bártulos bajo los mangos para guardarse del sol, aunque no del bochorno. Sacaron de sus bolsos las hamacas. Las tendieron entre una rama y un pilote con garfio de muñeca. Y se acostaron a trabajar. Trabajaron así hasta las tres de la tarde, hora en que empezó a jajarlos el hambre. Sacaron de sus bolsos sendas tortas de relleno tecpaneco que la madre les echó. Un agua Yoli. Un termo de chilate. Un par de tecoyotas.

—Con esta vida, quién se deserta —ha de haber dicho mi papá. Era su frase digestiva favorita. O eso contaba mi mamá. Lo cierto es que yo a él lo vi en muy pocas ocasiones. Esta historia me la contó ella, quien la escuchó a su vez de él cuando eran novios.

Al rato que la comida se les había bajado un poco, mi tío Julián y mi padre volvieron al jornal.

—Asómate pues a que las aves no se coman la copra, Julián —dijo mi padre sin pararse de la hamaca.

—No puedo, parna —respondió mi tío sin pararse de la hamaca.

—¿Cómo no vas a poder, pues? —insistió el hermano mayor desde la hamaca, tranquilo pero bravo: los de la costa (en realidad no sé si es mi familia o serán los de la costa, o será más bien la cosa de crecer sin un papá) valoramos el rango de Hermano Mayor como no tienes una idea.

—Ando cazando un mango —dijo Julián.

—Qué mango vas a cazar. Están todos verdes.

—Uno habrá.

Papá miró la copa del árbol por si acaso sus ojos miopes notaban un fruto maduro entre las ramas. Qué iba a haber: faltaba todavía medio mes para sazón. Se podía cosechar uno verde con la canasta (una vara de dos metros y medio con naza de caña seca en uno de los extremos: la levantas, la atoras en el fruto, lo jalas desde el piso y cae sin daño en la naza) y comerlo troceado con chile y limón. Pero nomás.

—Qué va a haber. Asómate pues, que ya escucho a los pollos.

—Estoy ocupado, parna.

Papá empezó a enfurecer con calma.

—Mira pues que si no te asomas te cuelgo, hermanito.

—Cuélgame, parna. Yo mientras cazo el mango.

No sé de dónde sacó la idea. Tal vez de la nota roja.

Se estiró hasta el bolso y extrajo de él una soga larga que traía yo no sé para qué: si habrá sido parte de los bártulos o si ya de antemano lo acechaba la idea de matar a su hermano menor. Lo primero es que empezó a hacer un nudo corredizo. Despacito, sin pararse de la hamaca. Así estuvo hasta las cinco de la tarde. Lo segundo es que empezó a aventar manganas al cuello de mi tío. No lo pudo lazar, pero en parte habrá sido que Julián —sin dejar de cazar su mango, y esto habrá requerido cierta concentración de vena mística— cabeceó burlando el cepo cada tanto.

Papá se cansó por fin de hacer las cosas acostado. Se paró lentamente de la hamaca y caminó hasta Julián y le pasó el nudo de la soga por la garganta. Julián ni se inmutó.

—Es la última vez que te lo digo. Anda a ver a la copra y a los pollos.

—No puedo, parna.

Papá alzó la vista en busca de la rama idónea para ahorcar a su hermano menor. Otra vez lo traicionaron sus ojos miopes: no estaba seguro de cuál horqueta resistiría el peso de un chamaco de 14 años. Era el tipo de cosas que resolvía siempre Julián, el de la vista sagaz.

—Eso no lo pensaste, ¿verdad, hijo de puta? —dijo mi tío riendo y leyendo la mente de su hermano.

Papá pasó la soga por una horqueta baja que parecía bien alineada con el tronco mayor. Ahora era cosa de saber si bastaría su solo peso para hacer de polea contra Julián, que era ya corpulento a pesar de sus años. Y también era cosa de colocarse los guantes de labor para protegerse de los cortes de la soga al momento de tirar. Y también era cosa de hallar una pendiente larga de terreno para cargarse el cuerpo de Julián a la espalda y arrancarse corriendo mientras tiraba de la soga con todas sus fuerzas. Y también era cosa de echarse al hombro una arpillera protectora y enredarse la soga por el torso para poder jalar mejor con todo el peso de su propio cuerpo sin que la mentada soga lo quemara. Y esperar en Dios que la mentada soga fuera lo bastante resistente como para no trozarse en la primera fricción contra la horqueta. Descubrió que requería una cantidad de trabajo y de energía inauditos, eso de castigar las insubordinaciones. Le dio un vahído nada más de calcularlo.

—Eso tampoco lo pensaste, ¿verdad, hijo de puta? —­volvió a decir mi tío riendo y leyendo la mente de papá.

Papá se caló los guantes de labor y se empetó con la arpillera y le dio vueltas en los puños al extremo de la soga y estaba listo para echarse a correr por la pendiente, cuando mi tío señaló un punto del árbol de mango:

—Ahí está, parna. Lo cacé. Pásame la canasta, de volada.

Papá sospechó que aquello era un truco de último minuto por parte de mi tío para salvar su vida, pero qué le hace, sopesó, con que me salve a mí también de esta monserga de jornal, tanto trabajo para puta madre nada, para dar un escarmiento inútil a futuro a este cabrón desobediente, qué pereza debe haber sentido Caín en el momento justo de matar a Abel.

Soltó la soga y le alcanzó a su hermano la canasta, que estaba a dos o tres pasos de la hamaca. Sin levantarse de la hamaca, Julián alzó la vara y cazó el mango. Lo bajó. Lo revisó con cuidado. Era un petaconcito amarillo sin arrugas, sin una sola mancha negra.

—Va salir vano —dijo todavía papá.

—Préstame tu cuchillo —respondió Julián.

Lo partieron en dos. Mi tío le extendió a su hermano mayor una mitad. Decía papá (esto no me lo dijo mamá: lo escuché de voz viva de mi padre muchos años después, poco antes de su muerte, cuando por fin nos conocimos en persona) que ese fue el mango más dulce y suave y jugoso que llegó a probar jamás. Fuera de temporada. Una aberración.

Papá volvió a la hamaca para gozar mejor la fruta.

Así los halló mi abuela cuando vino a recogerlos, hecha dos tirrias por la muina y el espanto: tendidos en hamacas, chupando mango mientras las aves picoteaban la copra. Estaban tan a gusto que ni siquiera se les había ocurrido quitarle del pescuezo a tío Julián la soga con la que mi papá intentó matarlo. —eps

Julián Herbert es autor, entre otras obras, de la novela Canción de tumba.

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