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Columna
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El dios salvaje

Leila Guerriero

Estaremos años narrando este puñado de meses. Pero el verdadero relato no será el de la enfermedad, sino el del miedo

El camino de la indignación colectiva —qué la produce, por qué se enciende— es misterioso. Después de que el estadounidense George ­Floyd fuera asesinado en Minneapolis por un policía —hay que ver la suficiencia con la que hinca la rodilla en el cuello del hombre al que mata, la falta de interés con que escucha sus gritos, el empeño prolijo con que trabaja en su ejecución— me llegaron muchas convocatorias de compatriotas argentinos para sumarme al blackout en protesta por esa muerte. Floyd era negro, murió el 25 de mayo. El 15 de ese mes, Luis Espinoza, un argentino de 31 años, trabajador rural, habitante de la provincia de Tucumán, 16 hermanos y 6 hijos, iba a caballo a cobrar un subsidio. Ese mismo día, la policía de la provincia había organizado un operativo para impedir la realización de una carrera de caballos ilegal. La carrera no se concretó, pero, por algún motivo, Luis Espinoza y su hermano Juan estaban a unos 800 metros del lugar. En circunstancias confusas, los policías golpearon a Juan, que alcanzó a ver, antes de desvanecerse, cómo su hermano Luis intentaba defenderlo, pero no vio cómo los policías le dispararon por la espalda ni cómo, sin comprobar si estaba vivo, lo metieron en una bolsa, lo subieron a un auto y lo llevaron a la comisaría del pueblo. Allí lo envolvieron en una colcha, lo ataron con cables, lo cargaron en el auto del subcomisario, lo trasladaron 100 kilómetros hasta la provincia de Catamarca y lo arrojaron por un barranco. Cuando Juan recobró la conciencia, no encontró rastros de su hermano y comenzó a buscarlo. Fue a la comisaría —la misma en la que se había organizado el encubrimiento, aunque por supuesto no lo sabía—, donde le dijeron que debía esperar 72 horas para radicar la denuncia por desaparición. Una semana más tarde, el cuerpo de Luis Espinoza fue encontrado en el fondo del barranco, medio comido por los animales. Nueve policías y dos civiles están detenidos, investigados por este asesinato. Antes de Luis Espinoza, a mediados de abril, Florencia Magalí Morales, 39 años, madre de dos niños, fue detenida por la policía en Santa Rosa de Conlara, provincia de San Luis, por circular en bicicleta a contramano. La llevaron a la comisaría. Horas después, apareció muerta en la celda. Los agentes dijeron que se había suicidado. La autopsia reveló que había muerto asfixiada y que presentaba “signos compatibles con autodefensa”. Después de Luis Espinoza, el 31 de mayo, 15 policías derribaron la puerta de la casa de una familia de la etnia qom en la provincia de Chaco. Golpearon a mujeres, chicos y hombres, detuvieron a cuatro, los llevaron a la comisaría y siguieron golpeándolos mientras les gritaban: “¡Indios infectados!”. Sería raro que la muerte de una madre sola, el asesinato de un campesino y la golpiza a un grupo de personas de un pueblo originario, todos habitantes de un país periférico, resultara de interés mundial. No creo que Mick ­Jagger, Madonna o Lionel Messi —ups— sientan interés en pronunciarse por ellos como se pronunciaron por Floyd. Claro que tampoco vi la solidaridad de las estrellas el día en que se produjo el asesinato de João Pedro Matos Pinto, de 14 años. Era 18 de mayo y la policía militar, que buscaba a un narco, entró a la casa donde jugaba con su primo, en las afueras de Río de Janeiro, y lo mató de un tiro en el estómago. Y tampoco la vi cuando el albañil mexicano Giovanni López, de 30 años, detenido el 4 de mayo por la policía por no llevar cubrebocas, apareció muerto con signos de tortura. A lo mejor la indignación tiene un sistema de castas: asuntos que indignan mucho, poco, nada. Eso ha sido siempre así. Hay otras cosas, en cambio, que son nuevas. En Brasil y en México hubo protestas relacionadas con esas muertes. Pero en la Argentina, donde siempre se reacciona ante la violencia de Estado, esta vez no pasó nada. No hubo marchas, excepto —en el caso de Espinoza y de los qom— las de los familiares de las víctimas, acompañadas por organizaciones sociales y grupos de izquierda. “Es la cuarentena”, me dicen, “es difícil organizarse”. ¿Es eso? ¿O es que cuando la libertad empieza a definirse como la cuota de pánico que estamos dispuestos a soportar todo pierde importancia, excepto obtener la salvación: huir del virus? Semanas atrás hablé con un amigo escritor. Me dijo que iba a ser difícil encontrar una narrativa para este momento: “Cuando las generaciones más jóvenes nos pregunten qué hicimos durante la pandemia les diremos: ‘Nada. Simplemente, nos detuvimos’. Será muy raro”. Estaremos muchos años narrando este puñado de meses. Pero el verdadero relato de estos días no será el de la enfermedad, sino el del miedo. Cuando todo termine, ¿qué ofrendas habremos dejado en el altar de ese dios salvaje?

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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