Cielo e infierno
Este animal vive peor de lo que vivirá su piel. Ahí lo tienen, recluido en medio metro cuadrado, quizá menos. Casi no se puede mover. Diríamos que está de mal humor o que está triste si no pareciera que nos proyectamos en él. Pero cómo permanecer impasible frente a tal horror. No digo que su visión me haya amargado el día, pero ha provocado un movimiento de incomodidad en mi conciencia, sea lo que sea la conciencia. ¿Por qué? Por egoísmo, es decir, por identificación. Me podría haber tocado a mí, pienso. Seguro que, de haber nacido visón, yo sería esa clase de visón destinado a vivir malamente en una granja de visones. Es posible que el pobre haya venido al mundo ya en cautividad, que no conozca otro habitáculo que el que apreciamos, donde lo mismo come que lleva a cabo sus necesidades fisiológicas.
Su piel, en cambio, una vez sacrificado, se convertirá en una joya. No del día a la mañana, claro. Tendrá que pasar por unos procesos de secado, por algún tratamiento antipolillas quizá, no tenemos ni idea, pero acabará, cosida a otras, transformada en un abrigo o un chaquetón de lujo que acudirá a estrenos de cine y de comedias musicales y de óperas. Se paseará por todos los grandes restaurantes y salas de fiestas del mundo, en las que ocupará los lugares más distinguidos de los guardarropas. En verano, para que no sufra, será conservada en cámaras frigoríficas ad hoc sometidas a una temperatura y humedad constantes. Reposará en armarios de lujo, junto a otras prendas también privilegiadas. Irá al cielo, en suma, aunque su dueño, para ello, haya tenido que vivir en el infierno.
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