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Una generación que no se merece la covid-19

Casimiro Coello y Macaria García llevan 58 años juntos y aseguran que nunca lo han pasado peor que cuando se contagiaron con el coronavirus

Casimiro Coello y Macaria García.
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Casimiro Coello (82 años) llegó a Madrid con apenas 16, desde Carrión de Calatrava (Ciudad Real), en busca de una vida mejor, a mediados de los años cincuenta. En el pueblo no había futuro y la capital se convirtió en aquel entonces en el lugar, junto con otras regiones como Cataluña y el País Vasco, de muchas personas del entorno rural que querían escapar de la miseria de la postguerra. Macaria García, de 81, viajó también a Madrid, desde su Villacañas natal, en Toledo, para “servir en una casa” y conseguir algo de dinero con el que ayudar a su familia. El destino quiso unirlos paseando por la Puerta El Sol. Este encuentro propició una vida en común, una historia que dura ya 58 años. A lo largo de este tiempo ha habido alegrías, tristezas y algún que otro sinsabor. Pero ninguna situación les ha provocado, dicen, “tanta angustia y amargura” como su contagio por covid-19. Una circunstancia que les ha mantenido alejados el uno del otro durante más de cuatro semanas con la incertidumbre de cuál sería el destino final de cada uno de ellos.

Él fue el primero en contagiarse. Con perfil de riesgo al ser paciente EPOC, el pasado 25 de marzo ingresaba en el hospital Gregorio Marañón, donde las primeras pruebas confirmaron su positivo en coronavirus. A las 24 horas fue trasladado al hospital FREMAP de Majadahonda, donde ha permanecido durante toda su recuperación. Junto al estado de Casimiro, el otro foco de preocupación de sus hijos y del resto de la familia estaba en el posible contagio de Macaria, con serias dificultades de movilidad, y paciente hipertensa y diabética. De hecho, hasta el contagio de su marido y pese a todos sus achaques, era él quien la atendía en muchos aspectos del quehacer diario. Los días transcurrían y ella parecía no desarrollar síntomas. Sin embargo, el 2 de abril empezó a encontrarse mal y apretó el pulsador del servicio de teleasistencia de la Comunidad de Madrid. Esa jornada se notificaron en España 8.102 nuevos casos de covid-19. Los servicios de urgencias de los hospitales estaban colapsados y los ambulatorios no daban abasto. Incluso el servicio de teleasistencia, ante el aluvión de llamadas, le recomendó que fueran sus familiares quienes se pusieran en marcha para intentar que la viera su médico de atención primaria, quien esa misma tarde, tras un primer examen en el domicilio, la derivó al hospital Universitario Gregorio Marañón, donde confirmaron su positivo. 24 horas después era trasladada desde este hospital a las instalaciones del hospital Beata María Ana. Separados, aislados, a lo largo de los días siguientes cada uno tuvo que lidiar con esa difícil situación como mejor supo… o pudo. Y la familia, también.

Para sus familiares, los días, sobre todo los primeros, fueron duros, largos y complicados. Entre otras cosas, porque los anunciados protocolos de comunicación con las familias no siempre funcionaron. Así ocurrió especialmente en el caso de ella, cuya alta llegó incluso de improviso, con el tratamiento anticovid-19 aún por completar en el domicilio y sin test ni PCR que confirmase un negativo o la existencia de más o menos carga viral. A las dos de la tarde del pasado 14 de abril, la llave giró el cerrojo que abría de nuevo la puerta de su hogar a Macaria, con la indicación médica de que debía mantener un estricto aislamiento durante, al menos, los próximos 14 días. Nunca se planteó la posibilidad de remitirla a un hotel medicalizado u otro tipo de instalaciones donde poder recuperarse al 100% de su contagio. Resultó ser la cuadratura del círculo. Y surgieron los interrogantes entre los miembros de la familia: ¿de qué manera podrían cuidar a una persona con serias dificultades de movilidad, que sigue todavía el tratamiento específico contra el coronavirus y mantiene síntomas de seguir infectada, zafándose del contagio?

Una experiencia que, sin duda, ha debido ser muy similar a la de otras familias que también se han enfrentado a este tipo de situaciones. Un callejón sin aparente salida en el que un paciente con dificultades para valerse por sí mismo debe, pese a todo, permanecer aislado, dada también la dificultad de lograr una asistencia domiciliaria, ni pública ni privada, pues las empresas requieren un documento que certifique su negativo. Esto ha provocado que muchas familias se hayan convertido en el único soporte para cubrir las necesidades mínimas vitales diarias de las personas mayores con covid-19. Situaciones que han propiciado en los miembros de las familias todo tipo de sentimientos ante la necesidad de hacerse cargo del paciente. La aparición de emociones como la impotencia, el miedo e incluso el sentimiento de culpa han sido una constante en muchas familias. ¿Cómo hacer compatible esa asistencia con la minimización del riesgo de contagio de cada uno de ellos y, por ende, de sus respectivas familias?

Desde el pasado 21 de abril, están de nuevo juntos. Después de casi un mes luchando contra “el bicho”

En ese proceso, el acompañamiento médico del servicio de Atención Primaria ha sido fundamental para Macaria y su familia, puesto que la paciente requería una revisión de la medicación pautada en hospital, el control de su diabetes e hipertensión y, en los primeros días, la administración de heparina hasta la toma de su dosis de sintrón. La enfermera o su doctora de cabecera acudieron casi diariamente a su domicilio, hasta terminar el tratamiento específico del coronavirus, para posteriormente seguir con un protocolo de llamadas telefónicas para controlar su evolución.

El personal sanitario de los ambulatorios se ha convertido, para este porcentaje de población, en su apoyo. Ellos han sido la proximidad, los oídos que han escuchado sus amarguras, las manos que, aunque enfundadas en guantes y con ausencia de “piel con piel”, les han dado el afecto que este virus les ha robado, la presencia que, pese a sus equipos de protección individual (EPI), les ha aportado sosiego. Más que sus propios hijos o nietos, obligados a mantenerse apartados, relegados a una asistencia y existencia alejada.

Desde el 21 de abril, están de nuevo juntos. Después de casi un mes luchando contra “el bicho”, él ha conseguido vencerlo y se recupera también en el domicilio. Sigue en marcha la asistencia familiar para procurar que no les falte de nada, sin bajar la guardia y siguiendo toda la normativa de seguridad establecida para evitar los contagios. En cada visita, para proveerlos de alimentos, medicamentos o productos de higiene y limpieza, se despliega el mismo protocolo: guantes en las manos, mascarilla en el rostro, geles hidroalcohólicos en los bolsillos. Desde la puerta de entrada al portal, por el telefonillo, se les avisa de que se sube lo que necesitan. Una vez en el rellano de la planta, la puerta del domicilio permanece abierta. Al final del salón, están ellos. La mayoría de las veces, con lágrimas en los ojos, con las palabras ahogadas en la garganta, con los brazos pegados al cuerpo, inmóviles. Una visita, sin besos, ni abrazos, ni caricias. Cinco minutos para dejar sobre la mesa de la cocina el abastecimiento y regresar a casa con una pena inmensa, aunque con la alegría de saber que están recuperándose. Que es cuestión de tiempo de que de nuevo vuelvan los abrazos. Pero también con la seguridad de que esta generación no se merece esto.

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