Cartografía emocional del gusto
Para enfrentarse a una comida hace falta un estado de ánimo abierto y despojado de prejuicios. Solo así podrá adquirir un significado especial en nuestra memoria.
Podemos dibujar la cartografía de una ciudad o de un tiempo pasado en ella a partir de sabores que adquieren una significación especial en nuestros recuerdos o mediante sentimientos experimentados en determinados lugares de la misma. Ahí quedan el callejón de un primer beso midiendo su capacidad evocadora con la textura elástica de un helado elaborado con salep (harina procedente de la orquídea) y mastic (un tipo de goma griega) o con aquella bebida caliente que puso aroma a canela a la conversación entre miradas que destapaban un catálogo de intenciones. Una maleta extenuada, los rostros en una vieja fotografía, el susurro de un camastro levantan acta de un mundo privado, con vida propia en nuestra cabeza.
Podríamos estar hablando de una metrópoli imaginaria y matizada de azarosa realidad, como la Santa María concebida por el escritor Juan Carlos Onetti, o real como el Estambul tantas veces contado por Orhan Pamuk, donde la verdad tolera un rastro de ficción. Cartografías de la memoria, cartografías de la literatura. En esa ciudad de horizontes disputados entre grúas, torres y minaretes que es Estambul, en un discreto edificio de tres pisos color rojo magma, se reivindica la vida diaria de la población entre los años 1975 y 2000. Toda una colección de objetos que —en la ficción— Kemal Basmacı, protagonista de la novela El Museo de la Inocencia, sustrajo de esa misma casa, hogar de la familia Keskin, de cuya hija Füsün estaba perdidamente enamorado. Esta antología de elementos de uso común en aquellos años —botellas, botones, relojes, sobres de cartas, recortes de periódicos— custodia la suma de los instantes más intensos de esa imposible historia de amor, mientras aporta una idea de cómo se vivía en esas décadas tan queridas por el premio Nobel Pamuk. Un museo donde invención y realidad versionan un callejero de la cotidianidad. Mentiras que protegen de la verdad o simplemente la alteran para tornarla más digerible.
La literatura es mentir bien la verdad, opinaba Juan Carlos Onetti, autor de los cuatro cuentos sobre los que la compositora Elena Mendoza y el director de escena Matthias Rebstock dieron forma a la obra La ciudad de las mentiras. En la misma se desgrana la historia de unas mujeres que sortean la hostilidad de sus claustrofóbicas vidas cobijándose en un mundo paralelo, disparatado y perturbador, muy acorde con la visión del mundo onettiana, pionera en la descripción del pesimismo y el aturdimiento humano. En su ópera prima El pozo, el protagonista, Eladio Linacero, rememora de forma obsesiva y áspera una serie de episodios y recuerdos de su vida que acercan al lector su abrupta personalidad. En esta obra se hace patente cómo la disposición con la que se afronta una situación, sea una sombra del pasado o un episodio momentáneo, condiciona la conducta y los vínculos que se establecen con el entorno. Parafraseando a las psicólogas Alice Eagly y Shelly Chaiken, cualquier cosa que se pueda convertir en objeto de pensamiento también es susceptible de convertirse en objeto de actitud.
Por tanto, para enfrentarse a una comida, una obra de teatro o una buena historia hace falta un estado de ánimo apropiado, una disposición abierta y despojada de juicios restrictivos. “Porque los hechos son siempre vacíos, recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”, afirmaba Onetti a través de Eladio Linacero en El pozo. Con motivo del aniversario de su muerte, se presentó la exposición Reencuentro con Onetti: veinte años después. En la misma se exhibieron el sombrero, las gafas, una pluma, todas sus primeras ediciones, libros dedicados, discos grabados con su voz, así como la cama sobre la que leía. Objetos que pueden no decir nada o, como un bocado o una esquina en una avenida, llegar a despertar lo que somos, facilitando lo que tenemos para dar.
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